Ensayos de traducción
Leer, escribir y traducir al acecho
Por Ariel Dilon / Martes 30 de enero de 2024
«The Monk by the Sea» (1808-1810), de Caspar David Friedrich. Alte Nationalgalerie, Berlín.
Ariel Dilon escribe sobre su tarea como traductor, las ilusiones de la técnica y la guía de la intuición: «A traducir un libro, como a leerlo o escribirlo, solo nos prepara el libro: laboriosa, problemáticamente, cada libro me hace su lector y acaso me hará su traductor». En un recorrido que abarca también la lectura y la escritura, busca así la vibración de la lengua extranjera.
No hablaré de traducción desde una perspectiva técnica. Lo que intento traducir es un estado de espíritu, la marca de nacimiento de mi vocación traductora.
Me he tomado el barquito de la técnica para poder navegar sin hundirme, pero no es ella mi brújula. Me llevó tiempo aprender a llevar relajadamente el timón, a confiar en los dibujos de las estrellas, en el informado y complejo velamen de la intuición.
Uno nunca está preparado para lo que trae la escritura: si lo estuviera no valdría la pena escribir ni leer. A traducir un libro, como a leerlo o escribirlo, solo nos prepara el libro: laboriosa, problemáticamente, cada libro me hace su lector y acaso me hará su traductor. Siempre en estado de conjetura. Nuestra posición en el mundo es una tentativa de interpretación.
Leer: vislumbrar regiones del universo del otro, cifradas en palabras, contiguas acaso a regiones de mi propio universo que apenas intuyo —la esperanza, siempre, de que el otro me dé nombres nuevos para aludirlas— o que son llamadas a la existencia por una «producción», por una aparición poética: exploración, en fin, de mis confines.
Recuerdo que empecé a sentirme «adulto» —el adulto que el niño que fui quiso jugar a ser— cuando supe que un libro me hablaba, a mí específicamente, y que, para poder hacerlo, me enseñaba su lengua. Porque el libro no me hablaba en mi idioma. Un libro no debe hablarnos en nuestro idioma. Si lo hace, no vale la pena leerlo.
Un buen libro me habla siempre en una lengua extranjera: ¡incluso aquel que yo mismo escribo!
Aspiro a leer en estado de perplejidad. Los libros que he querido leer, los que he querido traducir, son los que me dejan perplejo. Quiero descifrarlos, sí, pero anhelo para ellos la persistencia de ciertas sombras, de esas zonas de perplejidad donde nacen su fuerza y su razón de ser.
Se lee, se escribe y traduce al acecho. Todo artista de la palabra desea aventurar su escritura más allá de las certidumbres, en regiones de perplejidad. Cuando traduzco, sé que necesito andar sobre un delgado hilo, en equilibrio para echar sobre las cosas la justa luz, para soñar sin explicar el sueño del autor, para no rebajarlo a sus elementos consensuales, para no reducirlo a un set de reglas de traducción (como se dice: a set of mind).
Adolescente, pensaba no entender ciertos textos por desconocer palabras o giros, por no haber vivido lo bastante para discernir las máscaras: dobleces del mundo, sentidos solapados, alusiones veladas. Luego descubrí que lo que había que saber es que nunca se sabe todo.
Hay autores, como Henri Michaux, cuyas zonas de sombra son mucho más extensas que esas otras donde sus frases o versos lanzan una cierta luz: las líneas de luz parecen existir para hacer vibrar, oscuramente, las oquedades.
¿Cómo prepararse, entonces, para traducir? ¿Cómo prepararse para no estar lo bastante preparado, para no ser nunca lo suficientemente adulto, para aferrarse a saber que no se sabe? ¿Cómo prepararse para la perplejidad?
El diploma, el certificado, la autorización a traducir no van a venir de afuera, nadie podrá dárnoslos, solo podemos tomarlos. Solo uno mismo puede habilitarse, solo uno mismo puede decir: estoy listo porque no estoy listo, seré el autor de esta tentativa.
Cada nuevo libro que he traducido fue un desafío por esa razón: porque no estaba preparado. Cada vez, sin embargo, convencí a algún incauto editor de que estaba listo para traducir el libro (y he firmado un centenar de contratos refrendándolo). No lo divulguen: era mentira. Firmar un contrato, abrir un libro, un cuaderno en blanco o una hoja de Word es siempre un acto de extrema osadía. Un salto al abismo, un salto de fe.
Todo contrato es con el Diablo, dicho esto con el mayor respeto. Como Fernando Pessoa, creo que el Diablo es una metáfora del gran mediador. Mediación que nos habilita a amar, a conocer, a descubrir la perplejidad fecunda y apropiarnos de la autoridad vital que nadie puede concedernos.
Hay que hacerse autor para traducir, lo que conlleva gran responsabilidad.
No hablo de la responsabilidad invocada cuando se enumeran las deudas del traductor. Tantas deudas: con la lengua de origen, la variedad lingüística, el registro, la fluidez. Todo es verdad, y sus matices. Pero la responsabilidad mayor nos viene de que no hay autoridad a la que apelar: tomaremos mil decisiones por hora, diez mil al día, un millón al mes.
¡Qué arrogancia! Arrogarse ese deber. ¡Qué arrojo! Arrojarse a las fauces de una técnica. ¡Qué miedo! Como el del buceador que, más que hacerse a la mar, debe hacerse mar para explorar sus laberintos de coral, nadar con delfines y mantarrayas o las bioluminiscentes criaturas de los abismos, atendiendo al mismo tiempo a los milibares de presión del tono, a las reservas de oxígeno del ritmo, a la mortífera despresurización de los cambios de registro…
Porque ¿quién defenderá si no a la fauna profunda del texto, entre números y contratos y el temible deber de las equivalencias, la trampa mortal de los falsos amigos, las redes traicioneras del equívoco, la carga de los plazos de entrega, la urgencia de respirar y parar la olla? ¿Quién defenderá la feroz belleza de la perplejidad si no nos negamos, intransigentes, a amaestrarla?
Se requiere arrojo para no perder de vista la oceánica maravilla o el espanto de los intercambios poéticos, mientras se boga, se brega, se aboga y se bracea y se boquea para llegar a la médula de la lengua hecha don y hecha fosa, hecha aire y donaire, hecha flecha, hecha hambre y hecha nombre.
La técnica sola, la mera intuición son entelequias: jamás aparecen aisladamente, ningún laboratorio podría separarlas; no las veremos, así como los protones son indistinguibles de su propio comportamiento. Hablando en términos de luz, se trata de defender la vibración a rajatabla, mientras uno lidia, claro, con las «partículas»: las pone aquí, las pone allá, según el leal saber y entender, técnico-deontológico-experimental, de su oficio. Siempre buscando eso: vibrar.
Porque la literatura —enseñaba Nabokov— es una combinación de «intuición científica y precisión poética». Poiesis: pura aparición. El trabajo de la literatura es crear —en el corazón de su ciencia perpleja— las condiciones técnicas y artísticas de dicha aparición.
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