Bloomsday
Un 16 de junio: El monólogo de Molly Bloom
Por Roberto Appratto / Jueves 16 de junio de 2022
Retrato de James Joyce, de Jacques-Emile Blanche.
El 16 de junio es sinónimo de Bloomsday. Hoy se celebra a Leopold Bloom, protagonista del Ulises de James Joyce, en su deambular por Dublín. La peregrinación actual incluye bebidas, disfraces de los personajes y lecturas maratónicas. Roberto Appratto aprovecha así para escribir sobre la poeticidad del monólogo de Molly Bloom, que cierra la magistral novela.
El último capítulo del Ulises de James Joyce corresponde a Molly, la cantante lírica que está casada con Leopold Bloom, uno de los protagonistas de la historia. A lo largo de la novela, Leopold y el joven Stephen Dedalus se reparten hechos, pensamientos, ensoñaciones y recuerdos mientras caminan por Dublín el 16 de junio de 1904. Al comienzo, Leopold desayuna y deja la casa donde vive con Molly; al final, cuando vuelve a dormir, despierta a Molly, que ha pasado todo ese día en su cuarto: es su momento, cuando ella toma el control de la narración. Ha sido mencionada y evocada varias veces, pero ahora cobra protagonismo, y lo hace mediante ese recurso llamado monólogo interior, mediante el cual un personaje (como muchos de Faulkner, por ejemplo) se libera del narrador y expone, solo para sí, su corriente de conciencia. Ella no tiene, como Leopold y Stephen, estímulos exteriores de su discurso: sola en su habitación, a oscuras, «habla» a lo largo de alrededor de sesenta páginas (depende de la edición). El contenido de ese monólogo, tal vez lo más conocido del Ulises, es una de las razones de la censura que mantuvo a la novela fuera de circulación durante siete años, precisamente por la libertad con que, lejos del control del narrador, Molly va y viene por su historia, es decir, no solo cuenta su día, en paralelo con Leopold y Stephen, sino que evoca deseos y episodios eróticos en una continuidad apabullante. Si bien durante la novela hay otros monólogos interiores, este cobra una fuerza especial por su longitud y por las maneras de su desarrollo.
Pero lo que importa, aparte de su lugar en la historia, es el modo de lenguaje que emplea Joyce aquí. Si el Ulises es conocido más que nada por su carácter experimental (con el montaje, con los puntos de vista, con los registros del habla, con la simultaneidad), es en este último capítulo en el que se juega al máximo con las posibilidades de lo narrativo, y de una manera que se aproxima al lenguaje poético por varias puntas. La manera es narrativa, pero también un trabajo con la significación. ¿Cómo se lee ese monólogo? Para empezar, no tiene puntos, ni comas, ni comillas, ni división en párrafos; son ocho largas oraciones o núcleos marcados por el ritmo sin salir de la continuidad. Para entender lo que tiene de «historia» hay que respetar también esa continuidad y acercarse a la poesía, ese flujo respiratorio que, por medio de asociaciones tan cotidianas como oscuras (oculta el «cableado» que le permite juntar una referencia a lo que hizo en el día con su placer por algo, así como datos de distintos tiempos, mediados por frases musicales y repeticiones) y va moldeando un discurso privado, un habla que impacta por sí misma, como un largo poema en prosa.
El discurso se mueve al costado del hilo ficcional, en el lenguaje natural de Molly, y su comunicación se vuelve confusa en relación directa a la expansión y la profundización en el lenguaje que hay en toda la novela, y particularmente aquí. Es una pieza mayor de la literatura del siglo veinte, que nunca agota su lectura. La cuestión es que, para captar las derivas, las ambigüedades de sentido, los saltos de asunto, las dudas, los cambios de registro, hay que procurar la misma respiración, el mismo respeto a la falta de respeto a la sintaxis, en castellano. Aparte de Borges, de Salas Subirat, de Valverde, de García Tortosa, las traductoras uruguayas Eliane Hareau y Lil Sclavo lo intentaron, y he aquí una prueba de su versión de la famosa repetición del «sí» en el final del monólogo; la traducción logra un efecto de rodeo verbal, una conversión del sentimiento recordado en sensación corporal, únicamente por la fuerza del lenguaje:
y entonces le pedí con los ojos que me lo preguntara otra vez sí y entonces me preguntó si yo quería sí decir sí mi flor de la montaña y primero lo rodeé con los brazos sí y lo atraje hacia mí para que pudiera sentir mis pechos todo perfume sí y su corazón latía loco y sí dije sí quiero Sí.
Nota: conozco el trabajo de Hareau y Sclavo, incluido en el libro El traductor artífice reflexivo (2018), gracias a la gentileza de R. Lázaro Igoa.
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