Teatro alemán en traducción
Sacar humo de la lengua, romperse el lomo: La voz de la servidora en «Los bárbaros»
Por Lucía Campanella / Martes 11 de octubre de 2022
Escena de «Los bárbaros. Monólogo para una extranjera».
Quienes limpian, cuando hablan, salpican a la misma sociedad que les relega su mugre. Y si además hablan una lengua extranjera, es probable que la disequen sin ninguna piedad. Lucía Campanella escribe sobre la criada en la obra Los bárbaros. Monólogo para una extranjera, de Nino Haratischwili, que está en cartel hasta el 23 de octubre.
Marusya es una mujer pobre, migrante instalada desde hace años en Alemania proveniente de algún estado de la desmembrada URSS, y es rusófona pero ha aprendido con brillantez su lengua de acogida, el alemán, sobre el cual aún habla con cierto extrañamiento. Marusya es además madre de un niño que huyó con ella de su lugar de origen y de una existencia marcada por el alcoholismo y la violencia de los hombres, y que, creciendo en Alemania, no encontró su lugar allí o quizás lo encontró demasiado bien. No es sino natural que Marusya haya terminado, desde su llegada a su país de acogida hasta el momento en que transcurre la acción, trabajando como empleada doméstica y limpiadora. No es sino natural que sea una extranjera que limpia la suciedad de otros la que diga, la que pueda decir, ciertas cosas.
Porque, desde que existe como personaje en la tradición occidental, el servidor está en relación con la verdad: ve los interiores y la intimidad que otros no ven y, como dice Bajtin, nadie se molesta en fingir frente a ellos ser una cosa que no es. Los servidores y las servidoras unen a esa condición de observador privilegiado su capacidad de expresar lo que ven, gracias al aprendizaje de los códigos ajenos. En especial, al aprendizaje de la lengua de la clase dominante, que en este caso no es una variedad de su propia lengua sino una lengua diferente y ajena, en la que Marusya recita primero y antes que nada los nombres de los productos de limpieza.
Marusya es la protagonista y enunciadora del monólogo Die Barbaren. Monolog für eine Ausländerin (2016), que estará en cartel en Montevideo hasta el 23 de octubre en la sala Lazaroff, con la dirección de Florencia Caballero Bianchi y la actuación de Carolina Rebollosa Villegas. La puesta resulta una excelente oportunidad para acercarse a la obra de la dramaturga y novelista georgiano-alemana Nino Haratischwili (Tbilisi, 1983), cuyos trabajos han sido traducidos a diversas lenguas y cuyo monólogo llega al español a través de la traducción realizada por Leticia Hornos Weisz y Jana Blümel.
A pesar de ser privilegiados testigos de afiladas lenguas, la condición del sirviente ideal se construye por adhesión a los valores de aquellos a quienes sirve. En la boca de Marusya, y en su cuerpo fatigado que no deja de hacer gestos precisos (las muy escasas acotaciones escénicas indican que limpia mientras monologa), transparenta la asimilación cultural: mientras declama con orgullo las difíciles palabras compuestas alemanas que ha aprendido de memoria y recuerda con cariño a su antigua patrona Frau Moser (aquella que una vez le tiró un jarrón a la cabeza), el cuerpo de la actriz Carolina Rebollosa no deja de ser un cuerpo de trabajo al servicio de otros, un cuerpo que barre, plancha, acomoda, pone lavadoras, espera ómnibus de madrugada en terminales desiertas o come un almuerzo rápido del tupper. Sin embargo, Marusya no está contenta. Su esfuerzo de asimilación física y mental no solo ha sido en vano, sino que la ha llevado a la deshonra, que es la palabra que abre el texto y la puesta en escena.
El marco temporal, si bien apenas esbozado, no deja lugar a dudas: Marusya ha dejado su país en el comienzo de los años 90 y la acción transcurre en el momento de la crisis de los refugiados en 2015. Su llegada coincide con los años que siguen a la caída del bloque comunista, al triunfo del capitalismo de cara humana que permite acoger una necesaria Fachkräfte («mano de obra»), palabra que vuelve en el discurso de Marusya y que la puesta en escena se encarga de remarcar, dándole entrada en la diégesis a las traductoras de la obra para que expliquen su significado. Aquel era el momento de los buenos migrantes, trabajadores, cristianos y rubios, que hacen buenos servidores, y que son los que quieren los buenos patrones alemanes, aunque a veces usen los jarrones como arma arrojadiza. Ahora, sin embargo, hay otros migrantes, que llegaron en gomones, que no son cristianos, que no vienen a trabajar y, lo peor para Marusya, que son recibidos con los brazos abiertos. El asco y el odio de esta extranjera asimilada hacia los otros extranjeros a priori menos asimilables podría no ser solamente otro episodio de la guerra de pobres contra pobres. Pero es más.
La verdad que habla por la boca de Marusya no deja de ser una verdad degradada, de trapito sucio que se esconde de la vista general, pero que la sirvienta detecta. Hay un asco y un odio que la trascienden y que pueden ser imputados a la sociedad de acogida toda, por más buena voluntad que pongan en sus palabras y en sus acciones. Por eso, cuando Marusya pasa de burlarse suavemente de sus patrones alemanes a un discurso de odio aguzado hacia sus nuevos patrones —migrantes alojados en un centro de acogida—, los espectadores, que venían acompañando la sana tradición carnavalesca de ridiculizar al poderoso, se encuentran en una incómoda ratonera. La puesta en escena montevideana aprovecha y explota esa incomodidad acentuando, gracias a un trabajo actoral ajustadísimo, la vis cómica previa y la caída espeluznante que le sigue.
La puesta en escena desdobla además lo que es en el texto un monólogo en un diálogo entre actriz y directora, que no deja de recordar la dinámica patrona/empleada y que aprovecha con efectividad la condición racializada de la actriz (que no es la del personaje) para traer el texto al aquí y ahora con suma pertinencia. En esos diálogos ficticios entre directora y actriz, así como en el desenlace esbozado del texto, que incluye un té (en la puesta local, un matecito) envenenado, hay un eco inconfundible de la obra que hizo entrar de manera definitiva el personaje de la criada al teatro contemporáneo, Las criadas, de Genet.
La abyección de lo que Marusya dice, sin embargo, no la hace un personaje abyecto. La lección de Genet sigue enseñando: los servidores lidian con la mugre de una sociedad, pero cuando hablan, es esa sociedad la que sale salpicada.
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