Dar lugar
Mi madriguera: escribir, enseñar y escuchar
Por Natalia Zito / Viernes 28 de abril de 2023
«Still Life with Peonies», de Paul Gauguin (1884). Cortesía: National Gallery of Art, Washington
La madriguera es el eje de la tercera entrega de «Mi surrealismo personal», la serie de ensayos de Natalia Zito para Intervalo. La búsqueda de un lugar en el que las cosas convergen remite a Kafka, y eso se une a la certeza de que es todo lo mismo: construir caminos y hacerse a un lado.
He instalado la madriguera y parece estar bien lograda. Desde afuera sólo
resulta visible un gran agujero, pero que en realidad no conduce a ninguna
parte, y ya después de un par de pasos uno se choca con piedra firme por
naturaleza.
El párrafo
anterior es el comienzo de La madriguera de Franz Kafka, texto también traducido
como «La construcción» o «La obra». Ariel Magnus, traductor del volumen editado
por La Compañía, dice que madriguera es algo más lejana que construcción
a la palabra alemana original, Bau, pero que la encuentra más apropiada
para un relato que recorre los túneles de una morada subterránea.
Kafka escribió La madriguera a los cuarenta años, durante su último año de vida, ya pensionado a causa de la tuberculosis. Durante ese año, en septiembre de 1923, hizo algo inesperado para su familia, excepto para Ottla, su hermana, con quien tenía una relación de mutuo cariño y admiración: se mudó a Berlín con Dora Diamant, de veinticinco años [1], a quien había conocido hacía poco más de dos meses. Dora fue la única mujer con la que convivió, a quien Kafka le leía en voz alta lo que escribía, con quien llevó una vida sencilla aunque aquejada de dificultades económicas, no solo por el estado de salud de Kafka, sino por la galopante inflación de esos años en Berlín. Tales dificultades hicieron que tuvieran que dejar el primer apartamento al que se habían mudado, pero aun así el estado de ánimo de Kafka había mejorado considerablemente por la dicha que le producía haber escapado de lo que él llamaba los demonios y que sus amigos interpretaban como su familia: «Me escabullí de ellos» [2]
*
«Si no estás de acuerdo podés tomarte unos
días y sacar todas tus cosas», me dijo el propietario del departamento que
había conseguido alquilar gracias a la garantía de mi madre cuatro años atrás.
El lugar donde había fundado mi estudio, donde pude abandonar la palabra
consultorio, el lugar donde todo comenzó a converger: escribir, enseñar,
escuchar. El propietario llegó a esa frase después de una larga puja (mejor
llamada extorsión) en la que había caído sobre mi cuello, hincando los dientes
como un animal rabioso, exigiendo actualizaciones exorbitantes a causa de la
inflación en Argentina y pólizas diversas que revistieran mi trabajo con una
palabra siempre ajena: seguridad.
Me voy a tener
que ir, me dije una noche, poco antes de desaparecer dentro de sus fauces ¿pero
adónde? Y fundamentalmente ¿cómo?
*
La precaución exige que yo tenga una posibilidad de escape inmediato,
precisamente la precaución exige, […] poner en riesgo la vida. [3]
*
El sentido etimológico
de la palabra lugar en lengua romance es: pequeña población en el claro
del bosque, debido a su origen en las palabras del latín lucus y lucaris.
El claro de un bosque no es una inmensidad, es un espacio nacido gracias a sus
bordes. Son los árboles que abren paso los que hacen el claro, y para eso,
necesitan —también ellos— un lugar donde estar.
*
Eran los primeros tiempos de la madriguera… En ese entonces todavía
trabajaba en la primera galería, digamos que como un pequeño aprendiz. [4]
La dicha de su posesión me malacostumbró, la sensibilidad de la madriguera
me ha hecho sensible, sus heridas me duelen como si fueran propias. [5]
*
Escribir, enseñar
y escuchar son diferentes formas de transmitir. No hace mucho que lo sé. He
pasado muchos años celando el espacio de la escritura como si mis otras
versiones, especialmente la psicoanalista, pudieran atentar contra ella. Hace
poco, no sé bien cuándo, un día me dije: es todo lo mismo, construir caminos y
hacerme a un lado.
Transmitir, en
psicoanálisis, es abrir un camino sin garantía de que alguien vaya a tomarlo.
Esa es la definición que más me gusta, basada en la del psicoanalista Jean
Allouch, en su libro Erótica del duelo.
Entonces, eso es
lo que hago, ese es mi trabajo: dar lugar.
*
«Al principio no está el origen, está el lugar» [6], dijo Lacan. No voy a ponerme rebuscada con conceptos de psicoanálisis, me importa decir, simplemente, que cuando alguien llega al mundo, a cualquier mundo, hay un requisito fundamental: un lugar. Encontrarse con alguien que aloje, alguien que quiera en el sentido más literal del término. Al principio, con eso alcanza. Después, otro tiene que ser capaz de abrir una puerta y ese pequeño recién llegado tiene que tener la posibilidad de atravesarla para ir en busca de otros, tiene que dejar ese primer lugar vacío tras de sí. Al cruzar la puerta, si todo va bien, se llevará una marca, algún tipo de hueco por el simple hecho de haberse ido. Sabrá, entonces, que vivir es andar con algo vacío, que esa es, en todo caso, la mayor tenencia a la que podemos aspirar. Quien sabe tener vacío, sabe tener sin depósito como dice Hélène Cixous [7], tener sin propiedad.
Si hubo dónde,
hay quien.
*
Hay muchas formas
de la intemperie. Una, la que más conozco, es la orfandad. Un gran campo sin
alambrados, tan propio y tan ajeno como el horizonte. Tan libre como imposible
de habitar.
Cuando mi madre murió,
quedó un lugar vacío, su casa, la herencia.
Después de muchos
laberintos nocturnos, encontré la manera de irme, escabullirme de las fauces y construir mi nuevo estudio sobre mi
madre, edificar un lugar donde yo pudiera tener un lugar para otros, al mismo
tiempo que un lugar para mí, un lugar donde están mis libros, donde por fin
tengo unas puertas antiguas de madera, que dan a un patio donde disfruto al ver
un banco de plaza, un lugar donde el aire entra y sale, un lugar con la luz
justa para escribir, enseñar y escuchar.
*
Pero lo más hermoso de mi madriguera es su silencio. Por supuesto, es engañoso. De repente puede interrumpirse y todo se acabó. Por el momento sigue ahí. Puedo arrastrarme durante horas por mis galerías sin escuchar nada, salvo a veces el crujir de algún animalejo, al que enseguida hago callar entre mis dientes, o el deslizamiento de la tierra, que me indica la necesidad de alguna mejora; si no, hay silencio. [8].
[1] Diamant, K. Dora Diamant, el
último amor de Kafka. Barcelona: Circe, 2005.
[2] Murray, N. Kafka, Literatura y
pasión. El Ateneo: Buenos Aires, 2006.
[3] Kafka, F. La madriguera. Traducción
de Ariel Magnus. Buenos Aires: La Compañía, 2009, p.22
[4] Kafka, F. La madriguera. Traducción de Ariel Magnus. Buenos Aires: La Compañía, 2009, p.78
[5] Kafka, F. La madriguera. Traducción de Ariel Magnus. Buenos Aires: La Compañía, 2009, p. 77
[6] Lacan, J. Mi enseñanza. Buenos Aires: Paidós, 2007, p.14.
[7] Cixous, H. La llegada a la
escritura. Buenos Aires: Amorrortu, 2015, p.13
[8] Kafka, F. La madriguera. Traducción de Ariel Magnus. Buenos Aires: La Compañía, 2009, p. 25
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