Fue como siempre sucede
Faroles del deseo: «La hermana de la Coneja»
Por José Arenas / Lunes 23 de setiembre de 2024
Intervención sobre «L'Enlèvement» (1867), de Paul Cézanne
Porque alguien tenía que hacerlo, José se mete con un hit de los ochenta en el que afloraban violencias de todo tipo: «Aquella, la de Tito, la del depósito sucio, la de los mimos, ha muerto. Esta mujer que pareciera gozar sin culpa no es la hermana de la Coneja, es otra, es ella. Y eso pareciera imperdonable».
En 1930 Carlos Gardel grabó una milonga con música de su compinche José Razzano y letra de Enrique Maroni llamada «Tortazos». Si bien en aquel tiempo la milonga tuvo la circulación de todo lo que pasara por la voz de Gardel, la verdad es que se volvió realmente popular unas décadas más tarde, cuando la volvió a grabar Edmundo Rivero.
La letra de la milonga tiene intenciones entre morales y cómicas y la voz y la impronta de «El Feo» —como llamaban a Rivero— cuadró perfecto para recrear el enérgico reproche que le hace un varón a la china que, ya lejos del conventillo, vuelta una mujer elegante, ha traspasado la barrera de «lo que se debe» en lo heteropatriarcal. «¿Señora?, ¡pero hay que ver/ tu berretín de matrona!», le dirá el asombrado cuando la vea lejana, sexuada, altanera, libre de unos preceptos machos que llegan al paroxismo de la piedad violenta. Y agrega: «no te rompo de un tortazo/ por no pegarte en la calle», todo al compás seductor de las guitarras inigualables que acompañaban a Rivero.
El tiempo no tiene otra tarea que pasar y en su decurso las canciones populares se contagian. Como el arte en general, el inconsciente colectivo de lxs cantares pop forma una nube cargada que cada tanto llovizna sobre la página de lxs poetas para que retomen viejos tópicos con nuevos ritmos. Y «Tortazos» se ha cruzado con una popularísima canción uruguaya. Al menos su espíritu rezongón de moralina.
En 1986 sale a la calle el disco 7 y 3 de Jaime Roos que, entre los temas, tiene una de las primeras coautorías con Raúl Castro: una milonga rock influenciada en lo musical por la obra de Dino —tal como nos cuenta Guilherme de Alencar Pinto—, «La hermana de la Coneja». El tema se vuelve el hit del álbum.
La historia de aquella canción traza una silueta femenina que deviene de la moral burguesa machaza. Al igual que aquella Ñata Pancracia de la milonga «Tortazos» que se vuelve la Señora Ramos Lavalle, la letra de Castro propone un rebautismo, un dejar de ser, en el que la primera chica de dieciséis años a la que la vida «le pide cuero» y pierde la virginidad con el Flaco Tito, queda embarazada y comete el pecado de destruirse como madre incurriendo en el aborto.
A la manera de Jacob y el Ángel (Génesis: 32; 23-30), entregando parte del cuerpo en una marca de pasado empañado, la protagonista ahora será «Señora de Tal», tomando ese «Tal» de una forma despectiva por el descreimiento en un apellido patricio y el «de» como perteneciente de forma arribada a la épica de un mundo del que no forma parte. De todas maneras, la protagonista de la canción siempre fue anónima o, mejor dicho, siempre estuvo despojada de su identidad. Desde el inicio fue «hermana de», ahora es «señora de». La mujer es un cuerpo adjunto de otros personajes, en especial si se lo compara con la presencia masculina.
El Flaco Tito es quien «conquista» a la protagonista «con mimos» hasta que llegan al acto sexual en el tan mentado colchón estampado por el uso de los cuerpos. Frente a la hermana de la Coneja, el Flaco Tito tiene una entidad propia: un nombre, una referencia corporal, tiene una presencia contante, en definitiva. Luego, su desaparición es la llave de ese camino que se signa como «un periplo más hamacado que un tren» —teniendo en cuenta las metáforas en las que periplo refiere a una vida licenciosa y el simbolismo sexual que tiene el verbo «hamacar»—. El hombre con su silueta definida parece ser la clave para el despertar del deseo, habilita el uso del sexo al mismo tiempo que es quien lleva adelante la iniciativa del aborto que, bajo el signo del cuerpo tocado como en la Biblia, le permite continuar el camino pecaminoso en el que le lloverán reproches. Se le cicatriza la identidad como castigo divino por haberse despojado de los mandatos de la burguesía heteropatriarcal. A la mujer, virginidad quebrada y aborto le quitan el derecho a un nombre. Es una no/mujer o una mujer/fue.
La forma en que se reprocha un presente cheto tiene una vara moral siempre. Esta no/mujer ha ocultado su historia diciéndole adiós a la figura masculina y a su destino de madre, haciendo uso «irresponsable» del cuerpo y olvidando los colchones apolillados en los que se formó el deseo de niña. Se le echa en cara el quiebre de un destino de maternidad adolescente, como si eso hubiera sido trocado por un afán por los placeres materiales —«en el Este veranea/ no imagina el que la vea/ que era de playa Pascual»—, en principio como si eso constituyera una deshonra a la luz de las madres que construye el cine rioplatense: Tita Merello siendo pobre, negada por un hijo al que le dio todo desde su maternidad juvenil, lavando la ropa para mantener un hogar miserable.
Para la idiosincrasia de la canción, «La hermana de la Coneja» debió ser y morir allí donde todo sucedió, si ha tenido hijos ahora que es «Señora de Tal», no cuentan como legítimos una vez que se quebró su relación primera con el destino. No hay reproches, claro, para el Flaco Tito. No es el protagonista de la milonga, no es el foco de nuestra atención, no es mujer. Su desaparecido destino luego de haber conseguido «la guita» es parte del periplo natural del varón. A él no se le exige nada más que «cuatro caricias».
En la creación de la etopeya de la protagonista se propone una diferenciación lingüística en la que «chicos», «colegio», «regio» y «psicoanalista» son palabras de una clase tilinga en tanto quien narra la historia se salva a sí mismo con el uso del lunfardo («anda en checo bien de bute»). Al parecer, la historia de la mujer que hizo su destino es mancha venenosa, tanto que la voz cantora se pone en un camino distinto de la lengua. El uso artificioso de las palabras «aporteñadas» vuelve todo tilingo, no así el uso igual de artificioso de palabras lunfardas o al vesre. Como diría Enrique Maroni, volviendo a la milonga del inicio: «bajá el copete m'hijita/ con tu pinta abacanada.../ ¡Pero si sos más manyada/ que el tango La Cumparsita!».
Y siempre será la moral del macho burgués la que marque el terreno de lo que debe o no debe hacerse, especialmente cuando aquel colchón apolillado en el que una mujer sin nombre empezó es trocado por «pavada de colchón», donde «ahora sí que se divierte», el cuerpo se explaya, el sexo es practicado y se propone una forma de salvar aquel sexo primero: en el inicio fue instinto, chucho, vida, ahora es diversión, banalidad o promiscuidad plásticas. El fantasma grita «puta» con voz enfurecida.
La «sombra» del inicio que marca a la hermana de la Coneja no la borrará ni el psicoanalista ni un sueño cómodo en un colchón nuevo. La no/mujer ha desaparecido, solo ha quedado el espectro de una frívola hetaira que «a la hermana ni la nombra», es decir que ha perdido la poca identidad que tenía, la ha cambiado por los lujos y el placer y eso, en la jaula masculina que dibujan los barrotes de la norma/macho, es imperdonable. Por eso estará condenada para siempre: «pero la marca una sombra/ que nunca pudo esquivar// cómo la vino a quedar// allá…// por la Ciudad Vieja// la hermana de la Coneja». A la fuerza se la trae hacia su «nombre» inicial. A golpes de espectro alguien recuerda la escena primera del sexo, se hace becerro en leyenda de su embarazo interrumpido y de la virginidad rota usando la misma expresión que se utiliza para nombrar a la muerte: «la vino a quedar».
Aquella, la de Tito, la del depósito sucio, la de los mimos, ha muerto. Esta mujer que pareciera gozar sin culpa no es la hermana de la Coneja, es otra, es ella. Y eso pareciera imperdonable.
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