A cualquier costo
Faroles del deseo: mujererío y destino en Paco Espínola
Por José Arenas / Jueves 13 de junio de 2024
Intervención sobre «Found Drowned» (1848-1850), de George Frederic Watts. Watts Gallery, Compton.
En este nuevo ensayo de José Arenas hay una revisión del cuento «María del Carmen», de Paco Espínola, desde el lente del deseo y la violencia. Sobre el destino de las mujeres y un texto de «carácter gótico-criollista que parece repetir algunos patrones de esta construcción santa y pagana, pero con diversas variaciones».
Según cuenta el mito de la Difunta Correa, Deolinda Antonia Correa fue una mujer que, tras ir con su bebé en brazos, en busca de su marido reclutado en alguna montonera de las guerras civiles argentinas del Siglo XIX, murió deshidratada en algún desierto de la provincia de San Juan logrando un milagro. El bebé sobrevivió un par de días mamando leche de sus pechos muertos hasta que lo encontraron unos buenos samaritanos que pasaban por ahí y vieron la escena prodigiosa y macabra.
De este mito pueden desprenderse dos simbologías. La primera: Deolinda fue tras su marido porque sin el líder fálico la familia estaba destrozada y su tristeza era infinita. Cristianismo mediante, la Santísima Trinidad de la burguesía doméstica es falo, mujer que procrea, hijo que crece aun con la leche de su madre muerta. La segunda es que Dios hizo a la mujer madre —no mujer, sino madre— y será madre y dará su cuerpo en ofrenda de su condición incluso luego de que su carne quede yerma bajo el sol calcinante de una leyenda. Así se forma la trinidad de los cuerpos y sus funciones sexuales y morales: papá heroico, mamá santa, nene milagroso.
«María del Carmen», de Francísco Espínola, es un cuento de carácter gótico-criollista que parece repetir algunos patrones de esta construcción santa y pagana, pero con diversas variaciones. Y aunque sus signos difieran en algunas cosas quedará claro que «no se puede torcer al destino como débil varilla de estaño», como decía un antiguo vals. Sobre todo si el destino lo escriben los varones.
En este cuento, el milagro no será tal porque nacerá del pecado. En el relato se produce, en realidad, un rito de la trinidad con intenciones de consagración divina pero, al mismo tiempo, con rencores de castigo sacrílego.
Desde la primera escena del cuento de Espínola en la que se da la noticia del suicidio de la joven María del Carmen se establecen varias fórmulas respecto al género en el texto: el tono de la historia estará marcado por un aura femenina, por un sexo de mujer que todo lo lleva adelante con el personaje que da título al cuento y las mujeres involucradas: las madres, sus cuñadas, y el nombre de la Virgen María sobrevolando la historia para ser roto con una «vergüenza». Aunque los hombres dominen el relato, son las mujeres quienes cuidan la historia. Luego, la muerte que quita toda posibilidad de salvación cristiana. A partir de este momento, la trinidad estará marchita. Hasta aquí solo sabemos de una mujer que ha cometido un pecado, «la finadita María del Carmen se ha matao» se comunica en una construcción que pone énfasis en la muerte como si María del Carmen ya fuera «finadita» antes de haberse suicidado. ¿Qué mata a una mujer antes de la muerte? ¿Qué la despoja de su ser? ¿Qué maldición guarda su cuerpo? La forma en que la protagonista decide quitarse la vida también rompe con lo divino: se arroja a un pozo de agua y realiza el proceso inverso del bautismo. Su cuerpo quiebra el acto divino del perdón metiéndose en el líquido que le dará la muerte por decisión propia y del pozo la sacan envuelta en el agua podrida de la muerte.
A pesar de la llegada de los hombres que deciden sobre el cuerpo muerto de la joven como, seguramente, han decidido en vida, el aura femenina se mantiene. Son las mujeres —«el mujererío»— las que sacaron del pozo el cuerpo de María del Carmen y lo siguen protegiendo, las que arreglan el cadáver, las que ponen un poco de ternura en el lugar que su padre acongojado y el padre de su novio —avergonzado por saber que la muchacha se ha matado gracias a un desconocido desaire del muchacho— proponen un ejercicio de terror.
Los falos que dominan pretenden casar a la muerta con el muchacho para salvarla de perder su destino cristiano de mujer. Metida con fórceps, la pureza se hará presente hasta cuando el chico contraiga matrimonio con el cadáver. El hombre y la mujer, sus deseos y sus sexos cumplirán el destino que anhelan sus mayores más allá de la muerte. No hay salvación para María del Carmen porque, si ha decidido matarse, significa que escapaba de algo, quizá de todo eso que están intentando hacer con ella y su cuerpo sin vida. Su única decisión genuina en torno a su cuerpo femenino fue deshacerse de él. Pero la fuerza masculina vela aún en el hades para que una mujer sea una mujer a partir de la manera tradicional: la maternidad.
El conocimiento de «la infamia» apura el destino para evitar la deshonra. Cuando el padre de María del Carmen toca el vientre de su hija muerta y lo saca «como si hubiera tocado brasas», se produce la anagnórisis del pecado mayor de la muchacha. No solamente escapaba de la vida de mujer: escapaba de su destino de madre, y el sexo ejercido con su novio, Pedro, hace estallar los cristales de cualquier pureza. Ya no hay una formación divina del cuerpo del hombre o el cuerpo de la mujer: ha sido el diablo quien ha metido la cola y ha «desgenerado» a los jóvenes. Estamos en presencia del cadáver del mandato. Todos huyen de sus roles, pero la fuerza del macho, puesta en las figuras del padre de María del Carmen y el padre de Pedro, quiere que todo vuelva a su lugar. La mujer ha de ser mujer a la fuerza, y ha de ser madre aunque su niño también sea finado. El padre será hombre/héroe más allá de «la infamia» y su deseo irresponsable se reparará casándose con su mujer yerta.
Dios se hará presente en la figura del cura que, en principio, se niega a casar al joven con la muchacha. Pero por insistencia del padre de ésta, que además es su amigo, accede. Sin embargo, Dios huye de la escena cuando, en medio de la misa negra que debe oficiar, el cura se va despavorido de miedo. Allí no hay divinidad, el destino no es bíblico esta vez, son los hombres los que han decidido el destino de la mujer como si fuera una muñeca. El padre de María del Carmen monta una obra de teatro para que quede marcado el sino de mujer y madre de su hija. Si la hija quería huir de los preceptos que la convertían en instrumento femenino, incluso muerta le resulta imposible lograrlo.
Finalmente, la familia se consolida, no solamente con ese grotesco casamiento, sino cuando el padre de María del Carmen apuñala por la espalda a Pedro y su cuerpo sangrando cae sobre la cama. El joven también es víctima del falo dominante que se presenta en forma de cuchillo para poner las cosas en su lugar.
Las sexualidades muertas se encuentran, ahora sí, en el formato de la familia, pero esta vez, corrompida. El padre infame, la madre suicida, el niño nonato. Cuando el padre de Pedro le da la razón a su compadre por haber matado a su hijo se consolida un pacto masculino, una animalia macha que se reconoce en códigos tácitos de «lo correcto». Allí, frente a ellos, hay una manera de la cópula como se debe en una pareja de cristianos que concibe una familia. El destino de los géneros, ante la vista satisfecha de los machos alfa, se cumple a cualquier costo.
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