Cuerpo y sociedad II
Vestirse para comunicar
Por Teresa Porzecanski / Miércoles 10 de abril de 2019
Cómo nos vestimos, cómo nos adornamos o incluso si decidimos no hacerlo, son elecciones más o menos conscientes que realizamos cotidianamente para transmitir una imagen determinada a quien nos observa. Teresa Porzecanski continúa, con esta nota, una serie de reflexiones sobre las relaciones entre los cuerpos y la sociedad, desde una mirada histórica y antropológica.
Lejos de constituir un aspecto superficial de la vida, el vestido y el adorno configuran una manifestación compleja que involucra innovaciones tecnológicas —telares, ruecas, bastidores, máquinas—, y formulaciones estéticas y expresivas, cuyo propósito es enviar un mensaje. Como lenguaje y como comunicación, la moda adquiere igual función que la palabra o la propaganda: propone un diálogo. El término «moda», del latín modus, instala un mecanismo regulador de elecciones vinculadas al gusto, las costumbres, y a la interlocución con los otros. La pintura corporal y facial, el adorno y el vestido cumplen, entonces, una función similar a la de los gestos: son códigos que funcionan como señales.
Con vestido bien ceñido al cuerpo, cabellos cuidadosamente peinados, el blanco cuello resaltado por el ámbar del collar, describe Homero a Helena de Troya, motivo de la más cruenta guerra por amor que registra la historia. Las antiguas mujeres griegas tejían personalmente su peplos: pliego de tela de un ancho mayor que la altura de la persona, que envolvía todo su cuerpo. Los extremos laterales se sobreponían sin costura alguna. Pero fue cretense la mujer más audaz de aquellos tiempos. Los murales polícromos del palacio de Cnosos la muestran peinada con bucles largos y esponjosos, ataviada con joyas hechas de conchas que aludían a lo femenino y lo fértil, y con escotes que dejaban al descubierto los senos.
Muchos de los refinamientos de las mujeres españolas medievales vinieron de sus hermanas moras, cuya presencia en España durante ocho siglos marcó estilos de vida. Las odaliscas de los harenes dominaron el arte del embellecimiento y de la higiene personal (los primeros jabones proceden del antiguo islam), e influyeron sobre la vida retirada de las mujeres nobles. Detrás de sus enrejados de madera, tejían y bordaban las fibras más preciosas: lana y seda juntas para telas satinadas. Los mantos bordados cubrían la púdica túnica, forrados en telas contrastantes, y sostenidos por broches enjoyados unidos frente al busto. Un velo, similar al hiyab musulmán, cubría la cabeza de las casadas, pasaba por debajo del mentón, y enmarcaba severamente el rostro
La mujer más desenvuelta aparece en la grandeza del pre-Renacimiento florentino, barroca en terciopelo, talle estrecho, profundo escote y larga cola. Escribe Huizinga que los colores tuvieron, durante todo el Medioevo, un significado en las formas del trato amoroso. Una crónica dice: «cuando Guillaume de Machaut se encuentra por primera vez con su amada desconocida, queda embelesado al ver que lleva, además de un vestido blanco, una cofia de tela azul celeste, con papagayos verdes, pues el verde es el color del amor nuevo, y el azul, el de la felicidad».
Andando el tiempo, la revolución industrial cambiaría el carácter fuertemente simbólico y personalista de cada traje, y la emergencia de la producción masiva del vestido, democratizaría los atuendos y propondría apariencias más uniformes. Pero es el avance de la modernidad el que abrirá el desafío mayor de la moda: su funcionalidad y versatilidad. La entrada masiva de la mujer al mercado de trabajo, las transformación drástica de las concepciones culturales en torno a masculinidad y femineidad, la influencia del mundo deportivo, la incorporación de nuevos tejidos, resultarán en un sujeto con muchas más alternativas sobre cómo lucir y qué transmitir a otros a través del atuendo. Seducción, rebelión, invitación o desapego, todo ello estará presente en las opciones del sujeto contemporáneo cada mañana cuando que se levanta y, frente al espejo, se interroga: «¿cómo me visto hoy?».
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