pensamientos alternativos
Tarot de Marsella: ¿Es posible conocer lo que vendrá?
Por Teresa Porzecanski / Miércoles 07 de noviembre de 2018
Desde los comienzos de la especie humana, consultar «fuentes divinas» para conocer el futuro ha sido moneda corriente. Con un origen incierto, el Tarot de Marsella se presenta como un oráculo que tanto gitanos de antaño como psicólogos de la actualidad han utilizado para guiar a la humanidad en el camino del autoconocimiento.
A lo largo de la historia de las culturas humanas, los sistemas adivinatorios han sido tan diversos como las formas de vida, pero todas las culturas dispusieron de ellos. Entre los azande de África Central, según Evans-Pritchard, el principal sistema oracular manipulaba el veneno de una enredadera llamaba bengé, el cual, dado de comer a un pollo, «respondía», con la alternativa de que el pollo viviera o muriera, a la pregunta dicotómica básica de un consultante: «¿Viviré o moriré en esta pelea?», «¿ganaré o perderé esta batalla¨?, etc.
A medida que las preguntas sobre el porvenir se vuelven más complejas, aparecen procedimientos de adivinación más elaborados. Los thoga, de Mozambique, usaban seis mitades de cáscaras de un fruto, que el adivino arrojaba sobre una estera. La forma en que caían era señal de éxito o de fracaso. Los basuto, en cambio, usaban una serie de huesos, principales y secundarios, decorados de tal manera que la caída de cada uno de ellos era pasible de ser interpretada de cuatro maneras diferentes.
Andando el tiempo, la enorme diversidad de procedimientos se va haciendo gradualmente más variada: contemplar el agua de un recipiente a la que se arrojan huesos y nueces, atar carozos a una serie de cuerdas que se arrojan al suelo, derramar un conjunto de caracoles (o buzios) sobre un tablero cuyas zonas previamente divididas adquieren significación. En última instancia, la naturaleza toda, y sus manifestaciones múltiples, adquieren, dentro del mundo mágico, los caracteres de una señal. El mundo «habla», se expresa ante el consultante, y, por lo tanto, es un mundo «sabio», en el que el futuro ya se encuentra, aunque cifrado, en el presente.
Los sistemas adivinatorios se vuelven más y más elaborados en la medida en que la vida en sociedad exigirá mayor variedad y precisión en el conocimiento del futuro: cuantos más elementos indicativos contenga un conjunto de elementos simbólicos, más adecuación y especificidad tendrá la respuesta oracular. Un clásico ejemplo de alta complejidad es el tarot, un sistema de setenta y ocho unidades bivalentes y combinables en subconjuntos de variada conformación, introducido presumiblemente por los gitanos, en la Europa Occidental de fines del siglo XV, como un simple juego de baraja.
En 1775, las cartas del Tarot de Marsella fueron vistas por Antoine de Gébelin, quien, fascinado por sus imágenes, y apoyado por su intuición, incursionó en su pasado esotérico y publicó un estudio sobre ellas, que las consagró en su función adivinatoria. El tarot más antiguo que ha llegado a nuestros días es, sin embargo, el Visconti-Sforza, realizado por Bonifacio Bembo a mediados del siglo XV, quien lo pintó por encargo para la boda de la hija del duque de Milán, Bianca María Visconti, quien, en el año 1441, se casó con Franceso Sforza.
Si puede pensarse que la realidad se refleja en la combinatoria aparentemente azarosa de las setenta y ocho unidades del tarot, es porque, como en un holograma, cada trozo de lo real podría estar constituido por la misma sustancia que la totalidad. Y, por lo tanto, la secuencia de las barajas del tarot, tanto en una línea temporal, como en la instantaneidad de una situación específica, es una imagen fiel de los elementos básicos que importan en la situación del consultante.
Como en la teoría jungiana de las coincidencias significativas, es la sincronía entre lo real y el «azaroso» ordenamiento de las imágenes, lo que ilumina a quien consulta, siendo esta la cualidad más sorprendente (y misteriosa) de una realidad que, sin embargo, se nos aparece como caótica, sin sentido, o arbitraria.
El Tarot de Marsella (por elegir uno entre cientos) cumple, por ejemplo, con todos los requisitos de un sistema oracular: 1) debe estar constituido por un conjunto finito de elementos (imágenes, huesos, semillas, cáscaras de frutos, conchas, plumas, figuras marcadas en la caparazón de una tortuga, etc.); 2) cada uno de esos elementos debe portar un significado único y excluyente, pasible de ser contrastado con los otros del conjunto; 3) cada uno de los acontecimientos representados por cada uno de los elementos combinables debe ser pasible de ocurrir con la misma frecuencia dentro del conjunto; 4) la combinatoria de los elementos del conjunto debe ser azarosa o randómica (aunque tanto se trata de un «azar» aparente, pues siempre refleja el ordenamiento nada azaroso de lo real.
Si estas cuatro condiciones están presentes en cualquier conjunto finito de elementos, sean los que sean, es posible entonces que podamos interrogarlos y aceptar leer en ellos lo que vendrá.
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