Narrativa argentina
Novelones: «Los galgos, los galgos», de Sara Gallardo
Por Cecilia Ríos / Lunes 22 de julio de 2024
Sara Gallargo y portada de «Los galgos, los galgos» (Fiordo, 2024).
Esta vez es el turno de una novela entrañable escrita por la argentina Sara Gallardo (1931-1988) y reeditada por Fiordo. Cecilia Ríos nos ofrece muchas razones para embarcarnos en Los galgos, los galgos, un magnífico novelón, y hasta para sentir cierta simpatía por su protagonista.
Los galgos, los galgos, los galgos
¿Por qué leer una novela escrita hace casi sesenta años por una mujer no muy recordada en estos tiempos? Por la más simple de las razones: es magnífica. Quinientas páginas de placer, salvo el peso del libro en las muñecas. Hay otros motivos, como el redescubrimiento de autoras olvidadas y la valoración de escrituras hermosas y desafiantes.
Una novela nos permite, casi siempre, entrar en una vida y vislumbrar otras que acompañan a la primera en su transcurrir. Leer una novela nos demanda tiempo y concentración a cambio del privilegio de meternos en las experiencias, pensamientos y emociones de sus personajes. En el caso de Los galgos, los galgos son muchas las reflexiones que nos inspira su lectura, vinculadas a los distintos aspectos de esta novela compleja, de trama simple. El hilo narrativo sigue, en primera persona, las experiencias de Julián. Es un niño bien, abogado de un estudio familiar prestigioso, que hereda un campo y decide irse a vivir allí con su novia, sin vocación ni conocimiento: «Frente a ese hombre que sabía su oficio, me daba cuenta de cómo nunca había sabido hacer nada salvo no hacer nada».
Podríamos decir que Los galgos, los galgos trata del paisaje del campo, del cual hay múltiples descripciones apasionadas:
La luna es un pedazo de queso, un pulcro botón de calzoncillo ─dije. Y me sentí un imbécil. Tuve la sensación del que acaba de insultar a un ser poderoso y me metí las manos en los bolsillos. [...] Las sorpresas del cielo cuando atardece. Es la hora de los juegos. Cuando uno observa el vuelo de un pájaro y se encuentra mirando una estrella blanca como un diamante. [...] Y yo, sentado o caminando, sentía que todo era como un regalo inmerecido, esos pájaros, ese bañado, el monte, la piel de culebra que de pronto encontraba entre el pasto y me hablaba de otra vida oculta a mis ojos.
La novela trata también de la relación con los animales, en especial esos galgos amados cuyas presencias y ausencias marcan hitos fundamentales en la vida del protagonista. Pero también los caballos («¿Por qué no hablo del bayo? Porque ya se sabe que los buenos y humildes no tienen historia»), los grillos, las ovejas, los cerdos, los murciélagos, las ranas, los mosquitos. Sobre el final, él y su última amante son llamados «el perro y el canario».
La novela está dividida en cuatro partes, cada una referida a una etapa de la larga vida de Julián. Tiene veinticinco años cuando comienza la historia y está enamorado. Los primeros tiempos de afincamiento en el campo coinciden con el amor absoluto, correspondido y perfecto.
Lisa empezó a pasar los dedos por mi cara, y era como si me la estuviera inventando. Pues ¿para quién tenía yo una cara sino para ella? Para ella era algo y la suya algo para mí, algo como una casa para descansar o exaltarse. [...] No soportamos que los ojos del mundo se posen sobre lo que amamos.
Así como el paraíso vegetal muestra sus zonas áridas ( y Julián debe alternar su experiencia como hacendado novel con el trabajo de abogado en Buenos Aires), también el amor se deteriora sin que el protagonista entienda por qué.
Como un dragón que se incorpora lentamente y está por alzar vuelo, la felicidad demora sus anillos alrededor de mí. Acostumbrado a verlos, dejo que me acunen. Algún día descubriré que se han ido. [...] Cruza los brazos y sepulta la cara en la almohada. La miro un rato más, miro el cuarto en la luz movible de la vela, y es como si un enorme soplo fúnebre nos barriera. [...] ¿Por qué no podremos volver a conocernos, y empezar todo de nuevo de otro modo?
El resto de la historia incluye una larga estadía en París, mejorías económicas derivadas de arrendar el campo (una forma de no hacer nada salvo aprovechar los beneficios de su clase) y una nostalgia permanente por el amor perdido, que Julián nunca intenta recuperar. «¿Ignora que los humanos solemos tener la costumbre de perder lo que es único?».
Julián disfruta y escapa del amor de varias mujeres a quienes las atraen su cinismo e indiferencia, y a quienes trata benévolamente o con golpes violentos. Su objetivo es distraerse: salir, almorzar, caminar, asistir a la ópera o reuniones sociales, tener sexo o beber con amigos ocasionales. «Si no hubiera pan, café, manteca, qué cruel la vida. Las chicas pelirrojas se irían de sopetón, los amigos borrachos se esfumarían de golpe».
El paisaje ya no es idílico. La gran ciudad europea muestra sus oscuridades, su hostilidad: «Algo de infernal tiene este río, como tantos otros. Indiferente y malvado, no lava, no responde, no refresca. Frío y sagaz, escapa».
Las reflexiones de Julián se hacen más irónicas, crueles e ingeniosas. La propia Sara Gallardo, dicen, tenía un humor mordaz y las respuestas de Julián a las preguntas incómodas son muestra de ello. Ante una amante que le reclama compromiso y cariño, piensa:
¿Podía decirle: sonaban grillos, ranas de zarzal, era la última vez, si lo hubiera sabido me hubiera muerto? ¿Podría decirle: la palidez, el espesor, la transparencia de los ojos, el grosor de los labios, la brusquedad, la distracción, las largas batallas del amor, las comidas, eran yo mismo y resultaron no serlo?
Prefiere no decir nada y seguir caminando hasta que ella se canse de su soliloquio y cambie de tema.
Una de las virtudes de esta novela es que entretiene, que atrapa en las vicisitudes de ese privilegiado que va perdiendo su convicción de ser capaz de algo en el transcurso de su vida. La escritura es diáfana, los diálogos exactos, la descripción de los hechos se entrelaza con las dudas y reflexiones de su personaje, un ser bastante antipático con el que, sin embargo, simpatizamos en ocasiones. La mirada aguda e impiadosa de la escritora, que no se regodea en las dificultades ni esconde las alegrías de esa vida que ha creado, es admirable. Hay pasajes excepcionales, de esos que al leer nos preguntamos «¿cómo lo hizo?» y una riqueza en la prosa que nunca es pretensiosa, pero se destaca por la precisión, ritmo y fluidez. El estilo es realista, pero hay anticipaciones a lo onírico y experimentaciones con el lenguaje que la autora profundizó más tarde en la novela Eisenjuaz, de 1971.
*
En una revista literaria cuyo nombre no recuerdo leí por primera vez una nota sobre Sara Gallardo. Estaba su foto más popular, en la que está de perfil, con aire altanero. La nota se balanceaba entre el elogio por su obra y la conmiseración por su familia prestigiosa y por su forma de ser. Había un párrafo entero dedicado a sus preocupaciones por no envejecer ni perder la elegancia. Hablar de una escritora implicaba mencionar datos que estarían ausentes si se tratara de un varón. La nota no decía que Gallardo fuera parte del grupo «grandes escritores argentinos», como debía ser evidente para sus lectores. La escritora Dolores Reyes, autora de Cometierra, en una entrevista conjunta con Michelle Roche y Mónica Ojeda, realizada por Escaramuza en el año 2021 en la que le preguntaron por «solo una» escritora que la hubiera influido, nombró a Sara Gallardo. Esto muestra el respeto y la influencia que esta escritora tiene entre sus pares más jóvenes.
Sara Gallardo nació en Buenos Aires en 1931 y murió allí a los 57 años. Fue periodista, traductora y autora de seis novelas, un libro de cuentos y varias obras infantiles. Los galgos, los galgos fue publicada en 1968 y recibida con elogios y éxito de ventas. Como en toda gran novela, por más que hablemos de ella, hay cosas que se comprenderán recién al leerla. Fiordo ha reeditado tanto Los galgos, los galgos, como Pantalones azules, La rosa en el viento y Enero.
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