Jeanette Winterson, a la sombra de una madre
¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?
Por Hugo Fontana / Lunes 09 de marzo de 2020
Con más de veinte libros publicados y reconocida como una de las voces más importantes de la literatura inglesa actual, y especialmente en la literatura lésbica y feminista, Jeanette Winterson creció en un ambiente en el que el fervor religioso se imponía frente a la libertad sexual. Hugo Fontana recomienda los cuentos de esta escritora, así como su autobiografía y otras novelas.
Jeanette Winterson nació en Mánchester, Inglaterra, a fines de agosto de 1959, y su madre biológica la dio en adopción apenas seis semanas después. Fue a dar a la casa de una evangelista fanática que consideraba al sexo como el mayor pecado del mundo, y que limpiaba y cocinaba durante las largas madrugadas con tal de no ir a la cama con su esposo. Y tan mal le fue a Jeanette que en su temprana adolescencia se descubrió enamorada de una muchacha que concurría a la misma iglesia que ella y, cuando se lo confesó a su madre adoptiva, esta le dijo que sus opciones eran claras: o dejaba de ver a su amiga o se iba de inmediato. Cuando Jeanette le comunicó que se iba, que cuando estaba con su amiga era feliz, la mujer le preguntó «¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?».
Durmió primero a la intemperie, luego y durante semanas dentro de un auto y finalmente fue aceptada en la casa de una de sus profesoras del colegio. Gracias a una beca, pudo ingresar a Oxford cuando apenas tenía 18 años y a los 26 publicó su primera novela, Fruta prohibida, que de un día para otro le dio premios, dinero y fama. Poco después adaptado por la BBC, el libro narra justamente aquellos episodios de su adolescencia con un alto contenido autobiográfico, dando además el puntapié inicial para una obra que ya cuenta con más de una decena de novelas y un volumen de cuentos (El mundo y otros lugares) que la han convertido en una de las escritoras más importantes de la lengua inglesa. Casi todos sus libros están traducidos al castellano y editados por Lumen, aunque poco y nada han circulado entre nosotros.
A medio camino entre el realismo más desgarrador y la fantasía más desenfrenada, sus historias rastrean por lo general en el mundo de las pasiones, ya sea desde la indefinición de género (Escrito en el cuerpo), desde las historias que un farero ciego le cuenta a una niña huérfana (La niña del faro), desde un extraño encuentro entre el titán Atlas y Heracles (La carga), una niña que vive con su tía y aparentemente es dueña de un reloj con el que se puede controlar el tiempo del mundo (El guardián del tiempo), la misión de una mujer de establecerse en un distante planeta en el que los humanos podrán vivir en paz (Planeta azul) o la relación que un médico trasgénero mantiene con un especialista en inteligencia artificial, mientras que los humanos intentan programar el futuro (Frankissstein: una historia de amor). En 2012 dio a conocer su autobiografía que tituló con aquellas palabras de su madre: ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?, en la que hace públicas muchas de las peripecias amorosas que han nutrido su vida.
En la década de los 80 mantuvo una relación con la editora Pat Kavanagh, quien abandonó a su esposo, el escritor Julian Barnes (aunque luego retornó con él). Fue también pareja de una presentadora de la BBC, de una directora de teatro, de una escritora feminista y de una psicoanalista catorce años mayor que ella, con quien se casó en 2015 luego de que esta dejara a su marido, con el que había convivido 34 años. Jeanette, al igual que la escritora estadounidense A.M. Homes (La hija de la amante), en cierto momento se enteró de que había sido una hija adoptada y salió en busca de su madre biológica. El encuentro no fue bueno, tal como le sucedió a Homes, y las distancias no se pudieron superar.
Los cuentos de El mundo y otros lugares transitan por los mismos temas que caracterizan el resto de su obra (el amor, el sexo lésbico, las máscaras detrás de las que se esconden hombres y mujeres), y son una excelente opción para adentrarnos en el singular mundo de su autora. Ese libro incluye un cuento que es una mezcla deslumbrante de precisión y tristeza: «Veinticuatro horas en la vida de un perro».
Fragmento del cuento «Veinticuatro horas en la vida de un perro»
Era suave como el agua de lluvia. Aquella primera noche lo llevé por un campo minado de faisanes que alzaban bruscamente el vuelto a nuestro paso. Ver cómo sale disparado hacia arriba un faisán justo delante de ti es algo que impresiona. Yo sé qué es, pero nunca deja de sobresaltarme. ¿Qué podía saber él, que tenía dos meses y una cabeza que parecía un signo de interrogación?
Lo llevaba de la correa y él daba brincos de alegría, como los dan los animales y los niños, y como no los dan los adultos, que se pasan la vida preguntándose dónde quedaron los brincos. Tenía unas patas que parecían hechas para dar vueltas. Giraba a mi alrededor. Era como un universo juguetón. ¿Por qué iba yo tan decididamente en línea recta? ¿Adónde iba así? Y aunque él daba vueltas y más vueltas, llegamos al sitio.
Me apetecía darme un baño. Me apetecía diluir en el agua las ardientes marcas de cansancio del día. Deseaba abandonar mi cuerpo en el agua complaciente y borrar con mis pies las estrellas de la superficie. Até la correa del perro a la anilla de un abrevadero y me desvestí. Oh, aquello era divertido: unos calcetines nuevos que mordisquear y unas botas viejas sobre las que tumbarse. El signo de interrogación que era su cabeza se convirtió en un punto final y no me vio desaparecer bajo el agua. La noche olía a romero y a heno. Oh, aquello no era divertido; su sol se había hundido en el agua y él estaba perdido en un mundo oscuro donde su nombre no existía. Se puso a ladrar, con ese ladrido inseguro que acababa de descubrir y de pronto entendió que podía utilizar su largo hocico como cañón con que disparar su desdicha contra el aterrador lugar donde antes no existía el temor.
Salí del estanque impulsándome con los brazos y le hablé. Él atrapó mis palabras con la misma destreza que habría empleado si se las hubiera lanzado. Aquello era el límite del tiempo, el límite entre el caos y la forma. Era el instante de la evolución que se repite una y otra vez en todo lo que es joven y acaba de nacer. En ese instante no existen los autos ni los aviones. La capilla Sixtina aún no se ha pintado ni se han escrito libros. Existe la luna, el agua, la noche, un ser que necesita ayuda y otro que se la da. Es el instante entre el caos y la forma, yo pronuncio su nombre y él me oye.
Tuve que llevarlo a casa en brazos. Tenía las patas encogidas y el hocico metido en mi chaqueta, y aun así abultaba dos veces más que un gato adulto, aunque era lo bastante pequeño para caber entre mis brazos. Lo había recogido esa misma mañana, separándolo de sus hermanos, de su madre y de sus amigos de la granja. Iba a ser mi perro, salido de una camada de primavera, un ovillo de felicidad. Poco a poco se desenrollaría.
Le gustó mi auto deportivo hasta que se movió. Para él, el movimiento era a cuatro patas o como mucho a dos. Todavía no había inventado la rueda. Iba tumbado detrás, presa de una desesperación primordial, no rígido pero sí inerte, porque su vejiga consumió todas sus energías y los asientos de cuero azul quedaron encharcados de su lluvia de cachorro.
Llegamos a casa en menos de cinco minutos. Bajó del auto tambaleándose como si saliera de la bodega de un buque negrero donde lo hubieran tenido encerrado seis meses o quizá más. Pisaba vacilante la gravilla con sus patazas como si temiera que el suelo fuera a salir despedido con él encima. Le señalé la entrada, una pequeña puerta en medio de una enorme verja. Se quedó mirándome: ¿qué debía hacer? Tuve que enseñarle que si movía primero las patas delanteras y luego hacía lo propio con las traseras saltaría la barrera del pequeño umbral de madera. Tropezó, pero movió la cola.
Me había pasado media mañana fingiendo ser un perro. Recorrí la cocina y el fregadero a cuatro patas para ver si había, al alcance de un perro, sustancias tóxicas (lejía), peligros nocivos (betún), placeres prohibidos (botas de goma), trampas mortales (cables eléctricos) y todo aquello que puede tragarse, masticarse, morderse, además de herramientas y tijeras que pudieran cortar a un perro por la mitad. Estuve todo el día anterior poniendo nuevos estantes y organizando los armarios. Una amiga de Londres me preguntó si estaba haciendo feng shui. Tuve que explicarle que no lo hacía para alinear energías, sino para encontrar un sitio donde guardar las galletas del perro. Cambié de lugar los tubos de la lavadora. Había leído en mi manual que a los perros de caza les gusta mordisquearlos, aunque solo cuando la máquina está en marcha; así no se electrocutan, pero te inundan la cocina. La semana anterior había mandado a mi pareja a los almacenes Mothercare a comprar una barrera de seguridad para bebés. La experiencia casi acabó con ella. No por los colores pastel, ni por el hilo musical, ni por la proyección de dibujos animados, ni por las dependientas, especializadas en edades mentales que iban de los dos a los cuatro y de los cuatro a los seis años, ni por las ofertas especiales —cien mamaderas al precio de cincuenta—, sino porque la atropelló un toro mecánico que llevaba una remesa de orinales.
Monté la barrera. Intenté reconciliarme con mi pareja. Pasé una noche de insomnio acostada en la nueva cama canina. Fingí ser un perro.
Winterson, Jeanette. El mundo y otros lugares. Buenos Aires: Lumen, 2015.
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