Conociendo a Edna O’Brien
La amante nocturna
Por Hugo Fontana / Miércoles 18 de diciembre de 2019
Recientemente traducida al español, Edna O’Brien es una de las plumas contemporáneas más destacadas que ha dado la literatura irlandesa. Hugo Fontana nos recuerda las novelas, cuentos y guiones de esta escritora que, a sus noventa años, sigue desafiando con sus letras las atmósferas más opresoras de la ruralidad y el fundamentalismo religioso.
La literatura irlandesa ha dado grandes nombres. James Joyce, Oscar Wilde, Bram Stoker, Sheridan Le Fanu, Bernard Shaw, Samuel Beckett… Entre los contemporáneos, es ineludible nombrar a William Trevor, Roddy Doyle, John Banville, la exquisita Claire Keegan y la no menos admirable Edna O’Brien. Ya del Norte o del Sur, ya marcados por el catolicismo o por el protestantismo, las dos Irlanda son un generoso mundo de grandes escritores que, lamentablemente, no llegan a nosotros con la frecuencia deseable.
Una de estas estupendas plumas es la mencionada Edna O’Brien, nacida en 1930 en el condado de Clare, Irlanda del Norte, en una familia troquelada por el nacionalcatolicismo, una suerte de fundamentalismo que impregna la vida cotidiana de una sociedad en permanente conflicto con sus vecinos del Sur y, a través de estos, con la propia corona británica. De rígidas costumbres cargadas de prohibiciones y rituales, las poblaciones rurales han sido las más afectadas por esta mirada integrista del mundo y de la modernidad. En ese ambiente creció O’Brien hasta que se casó en 1954 y se mudó a Londres con su primer esposo y padre de sus dos hijos, donde además empezó a escribir una obra extensa que recién en los últimos años ha comenzado a traducirse al castellano.
En 1960 publicó su primera novela, Las chicas de campo, primera también de una trilogía completada con La chica de ojos verdes (1962) y Chicas felizmente casadas (1964), protagonizadas por dos muchachas, Kate y Baba, que de algún modo repiten el periplo vital de la autora y logran escapar de un ambiente opresivo y castrador. La trilogía es también una dura denuncia de esas condiciones y enfureció en su primer momento a las autoridades irlandesas y hasta al cura de Clare, quien llegó a quemar algunos ejemplares en plena plaza pública. Los tres títulos han sido publicados por la editorial española Errata Naturae, de muy escasa distribución en las librerías montevideanas.
Hay otras viejas ediciones, como por ejemplo las novelas Agosto es un mes diabólico (Grijalbo, 1972), Noche (Lumen, 1992) y La luz del atardecer (Espasa, 2009), y poco tiempo atrás apareció su autobiografía Chica de campo (parafraseando el título de su primera novela) y un volumen de cuentos, Objeto de amor (Lumen, 2018), dedicado a su amigo Philip Roth e integrado por una veintena de notables relatos escritos con mano severa y exacta. De estos cuentos y del resto de la obra de O’Brien, la premio Nobel Alice Munro ha dicho que esta «escribe las historias más bellas. Ningún escritor o escritora puede compararse a ella, en ningún lugar».
O’Brien es hoy, a sus noventa años, una de las escritoras más respetadas del idioma inglés, pero esa consideración comenzó hace cincuenta años y nunca entró en declive. Su trilogía obtuvo un formidable éxito que llevó a Hollywood a fijarse en ella y a contratarla como guionista, momento en que escribió entre otros el guion del filme Salvaje y peligrosa (1972), protagonizado por Elizabeth Taylor y Michael Caine, y trabajó con el director John Huston y con el escritor de novelas policiales Walter Mosley. Su breve estadía en el mundo del cine le permitió conocer a algunos actores como Robert Mitchum y Marlon Brando, con quienes llegó a tener algún que otro amorío, tal como ella misma ha confesado en sus memorias en uno de los capítulos que tituló «Nocturnos» (por allí también aparece citado, por iguales razones, un joven Paul McCartney). «¿Cómo era Mitchum?», se preguntó en un reportaje concedido en 2016 a Javier Salas para una publicación española. «Los hombres o son amantes o son hermanos. En los hermanos puedes confiar. Mitchum era un hombre maravilloso. Probablemente demasiado autodestructivo. Odiaba Hollywood.»
En otro pasaje de esa entrevista, Salas sostiene que O’Brien se ha pasado la vida huyendo. «Del ultracatolicismo de su madre, del alcoholismo de su padre, de la mezquindad de la vida rural. ¿Cuándo decidió parar?», le pregunta. Y ella responde: «No creo que me diera cuenta, pero tiene razón, siempre he huido. Pero me he llevado los problemas conmigo. No he huido nunca hacia la amnesia. No me interesa olvidar. Tengo el cubo de la memoria cada vez más lleno y no podría vivir sin él porque la memoria es una de las gallinas de los huevos de oro de la escritura».
Fragmento de Objeto de amor:
Simplemente pronunció mi nombre. Dijo: «Martha», y una vez más sentí que estaba ocurriendo. Me temblaron las piernas bajo el gran mantel blanco y la cabeza me dio vueltas, pese a que no estaba borracha. Así es como me enamoro. Él estaba sentado frente a mí. El objeto de amor. Mayor. Ojos azules. Pelo rubio oscuro. Le encanecía por los lados y se había extendido los mechones grises por toda la cabeza, como para ocultar el rubio, del mismo modo que hacen algunos para tapar una calva. Tenía lo que yo llamo una sonrisa muy religiosa. Una sonrisa interior que iba y venía, gobernada por la alegría íntima que le procuraba lo que oía o veía: un comentario mío, el camarero que recogía las bandejas decorativas frías y traía otras, calientes, de una vajilla distinta, la cortina de nailon que se hinchaba y me rozaba el brazo desnudo y bronceado por el sol. Estábamos a finales de un cálido verano londinense.
—Tampoco son santo de mi devoción —reconoció.
Estábamos cotilleando un poco. Hablábamos de una famosa pareja que ambos conocíamos. Él mantenía las manos juntas todo el tiempo, como si rezara. No había barreras entre nosotros. Éramos desconocidos. Yo soy presentadora de televisión; habíamos quedado por trabajo, y él tuvo la amabilidad de invitarme a cenar. Me habló de su mujer —que tenía treinta años, como yo—, de que en el instante mismo en que la vio supo que se casaría con ella. Se trataba de su tercera mujer. No quise preguntarle cómo era físicamente. Sigo sin saberlo. El único recuerdo que conservo de ella es el de sus brazos enfundados en unas amplias mangas de croché color malva; esa imagen no me abandona, y veo las manos rosadas y orantes de él perdiéndose bajo las mangas, y a los dos bailando un vals en una sala grande y tétrica, sonriendo extasiados por la suerte de estar juntos. Pero eso sucedió mucho después.
La cena fue estupenda y tomamos higos de postre. Los primeros higos que comía en mi vida. Él los palpó con delicadeza y me sirvió tres en el plato. Yo me quedé mirando la piel negra violácea, porque los temblores me impedían pelarlos. Me sacó de mi nerviosismo contándome la historia de una chica que durante una entrevista por la radio reconoció que poseía treinta y siete pares de zapatos y que todos los sábados se compraba un vestido que luego intentaba revender a alguna amiga o pariente. De algún modo supe que se trataba de una anécdota escogida especialmente para mí, y también que no se arriesgaba a contársela a mucha gente. Era, a su manera, un hombre serio y famoso, aunque eso carece de interés cuando se cuenta una historia de amor. ¿O acaso importa? En cualquier caso, mordí uno de los higos sin pelar.
¿Cómo describir un sabor? Los higos eran un alimento nuevo, y él era un hombre nuevo, y aquella noche en mi cama fue un desconocido y un amante a la vez, el tipo de compañero de cama ideal.
O’Brien, Edna. Objeto de amor. Buenos Aires: Lumen, 2018.
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