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Más allá de la educación sentimental

Putas: mujeres más allá de un oficio

Por Tamara Tenenbaum / Miércoles 26 de febrero de 2020
Fragmento de la obra «La virgen», de Gustav Klimt (1913)

Mujeres adúlteras, sensuales, llamativas y «provocadoras» son las putas, más allá del trabajo sexual, que Tamara Tenenbaum examina este mes: arquetipos de mujeres en la literatura que se exhiben, se muestran y «flaquean» ante el deseo. Mujeres santas o putas, según la perspectiva del relato.

Viví hasta mis veintitrés años en Once, un barrio porteño lleno de putas; en mi propio edificio, incluso, vivió una con la que conversé una vez en el ascensor. En la puerta de cada hotel que había en la zona, y eran varios, había siempre dos o tres esperando, charlando o fumando un cigarrillo. Así y todo, no reparé en ellas hasta bien entrada la adolescencia.

La primera imagen que me evocó de chica la palabra puta fue muy distinta a las putas de verdad que habitaban mi ciudad: una amiga un año mayor que yo que solía recomendarme libros me prestó, a mis diez u once años, La dama de las camelias de Alejandro Dumas hijo. Recuerdo que me llamó la atención una cosa: la fragilidad del personaje de Margarita, la idea de que ella era una mujer endeble y que necesitaba ser cuidada, una pobre chica. El uso de la palabra puta con el que estaba más familiarizada es el que la vuelve un adjetivo, ese que dice que no podés ponerte tal cosa porque «es de puta» —en la comunidad en la que yo nací esa cosa podía ser sencillamente una musculosa de algodón—  ni andar sola a tal hora o por tal lugar porque «esas son cosas de puta». Hasta que leí La dama de las camelias yo no había pensado demasiado en la relación de la palabra puta con el trabajo sexual, aunque a algún nivel la entendía. Ser puta era exhibirse, era mostrarse, pero sobre todo era hacer lo que una quería sin atender a las consecuencias, a lo que otros pensaran de una, a los riesgos que corrías. Casi todas las cosas que a esa edad me decían que eran de puta —usar ropa «provocativa», tomar algo sola en un bar y pintarse mucho la cara— me parecían profundamente divertidas. En el sentido de coger por plata no había pensado jamás.

Intenté rastrear cuándo fue que estos dos sentidos —el que designa un oficio y el que caracteriza una «forma de ser»— se empezaron a mezclar en occidente, si es que no nacieron ya mezclados; es decir, cuándo se empezó a pensar en que la palabra que designaba a las prostitutas podía también utilizarse para hablar de otras mujeres, pero no encontré nada claro o concluyente a primera vista. Sí podemos decir que la relación entre ambos significados tiene varios siglos: la historiadora Laura Gowing documenta en su artículo «Gender and the Language of Insult in Early Modern London» que ya en la Inglaterra del siglo XVI se utilizaba whore como insulto a mujeres que no cobraban por sexo, y que la palabra ya se asociaba también a las mujeres adúlteras y a ciertas formas de vestir; no solamente sensuales, sino incluso lujosas o simplemente llamativas.

Después de La dama de las camelias no volví a encontrar demasiadas prostitutas en la literatura, al menos no muchas que fueran más que «decorado», pero sí putas en el sentido más amplio. Lo interesante es que muchas de estas putas, además de tener esa valentía irreflexiva que yo asociaba con la palabra de chica, tenían eso otro que me sorprendió en Margarita Gautier, protagonista de La dama de las camelias: la fragilidad y el consecuente destino trágico. Pienso primero en las novelas de adulterio, en Madame Bovary y en Ana Karenina; Flaubert y Tolstoi construyen personajes muy distintos —al menos en un nivel superficial, Emma Bovary es mucho más vana y ridícula que Ana Karenina, probablemente también por razones de posición de clase social—, pero en ambos casos, las heroínas son al mismo tiempo osadas y débiles. Rendirse ante el deseo —por algo le dicen rendirse— aparece como una forma del coraje y una forma del capricho, de flaqueza. Es una forma del sacrificio también: de entregarse a algo más grande que una misma, pero para adorarse a una misma, como a una diosa en el altar del narcisismo y del amor, que si una quiere son más o menos lo mismo.

En las novelas de Jane Austen casi siempre hay una puta en alguna parte. En algunos casos son personajes secundarios, como la adúltera Maria Bertram en Mansfield Park o Lydia Bennett, la hermana menor de Elizabeth Bennet en Orgullo y prejuicio; en otros, directamente se trata de personajes que no aparecen y son solamente nombrados, como la joven Eliza Williams de Sensatez y sentimientos, que tuvo un hijo ilegítimo con Willoughby y es protegida del coronel Brandon. Pero incluso cuando no llegan a aparecer en escena, las putas cumplen en las novelas de Austen una misión muy clara: demostrar, por contraste, la entereza moral de la heroína. Las heroínas sienten compasión por esas pobres muchachas caídas en desgracia, víctimas de su juventud, del mal juicio y de los «chantas» —esa es otra función que cumplen las putas en las novelas de Jane Austen, dejar en evidencia a los «chantas» al devenir sus presas—, pero todas ellas se saben demasiado fuertes en sus convicciones como para caer en situaciones parecidas. Incluso la apasionada Marianne Dashwood, en Sensatez y sentimientos, parece tener la certeza de que ella jamás podría haber terminado como Eliza.

No hay rastros, en las putas de la protestante Austen, de esa fascinación que de chica me producían —y todavía me producen— las mujeres que hacían lo que querían sin pensar en el qué dirán. Sí los hay, en cambio, y en abundancia, en Pantalones azules de Sara Gallardo; en esta novela, de hecho, Gallardo toma la perspectiva de un muchacho oligarca, filonazi, misógino y francamente desagradable para mostrar cómo él se fascina con Irma, esta puta judía que hace lo que quiere, al menos mientras puede. Gallardo trabaja con cuidado y sensibilidad la figura de Irma y también la de Elisa, la novia supuestamente pacata y aburrida de Alejandro; lejos de pintarla como una villana, Gallardo la trata con tanto amor como a Irma.

Al contar estos personajes desde la perspectiva de su protagonista masculino, Gallardo introduce sin bajadas de línea una capa de sentido y una pregunta: hasta dónde todo eso de las putas y las santas, y la católica aburrida y la judía regalona, más que identidades a reclamar o discutir, no es solamente el modo que una determinada perspectiva elige —sin inocencia— para contar una historia.

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