Más allá de la educación sentimental
Galanes: del amor donjuanesco al final feliz
Por Tamara Tenenbaum / Miércoles 22 de enero de 2020
«L'indifférent», de Antoine Watteau (1717)
Hombres seductores, ladrones de primeras pasiones, tan fugaces como fogosos; varones protectores, príncipes azules que auguran un final feliz, caballeros confiables. Tamara Tenenbaum disecciona los distintos estereotipos de galanes en la literatura según sus prácticas amorosas.
Hace unos meses ya le comenté a mi novio que, entre los arquetipos que pensaba tocar en esta columna, estaría el del galán. «Buenísimo —me dijo—, yo tengo unos papersprínc sobre la figura del Don Juan, quizás te sirven». Me di cuenta de que, en el tiempo que llevaba repasando galanes en mi cabeza, los donjuanes no se me habían cruzado ni remotamente en el pensamiento. Cuando yo pienso en galanes, una palabra curiosamente ambigua y que no parece tener traducción directa en muchos idiomas —proviene del francés galant, que se traduce como galante, pero no parece tener versión sustantivada en ese idioma— pienso en el príncipe azul, en el objeto de amor de la heroína; pienso en el muchacho que termina con ella. Pienso en Darcy de Orgullo y prejuicio, en el señorito Jervie de Papaíto piernas largas, en Hugh Grant antes de que empezara a hacer de malo en Bridget Jones. Pero lo genial del galán, creo ahora, es que ampara acepciones muy diversas, tan diversas como los deseos, afectos, erotismos y expectativas que depositamos en los varones.
Si intento ir a las partículas elementales, encuentro dos tipos básicos de galán que suelen estar presentes en la literatura y la cultura popular: para ponerles nombres binarios, «el malo» y «el bueno». El malo es el clásico Don Juan: un seductor incurable, un encantador de serpientes que va por la vida haciendo promesas que no puede ni quiere cumplir. A veces es tan buen mentiroso que engaña no solo a la heroína sino también a la sociedad que la rodea, apareciendo en un principio como un hombre honrado, revelando su modus operandi mucho más adelante en la historia; otras veces, en cambio, su reputación es más o menos o menos conocida, pero así y todo la heroína no puede evitar caer en sus garras con todo el deseo.
Esa caída puede tomar varias formas: o bien la heroína sabe perfectamente lo que está haciendo, o bien —otra vez, la relación intrínseca entre nuestras ideas sobre el amor y sobre la especificidad del individuo— la heroína cree que será ella quien cure al Don Juan; ella será la última, la definitiva, la que convierta al picaflor en un monógamo domesticado. Y no es extraño que lo crea: porque en muchas ficciones, de hecho, el modelo del galán donjuanesco y el del galán del final feliz están encarnados por el mismo personaje, que atraviesa una transformación subjetiva a partir del amor de la heroína —y quizás también de alguna otra experiencia de sufrimiento—. Esto sucede, por ejemplo, en una telenovela protagonizada por Thalía que fue muy popular en toda América Latina en los años 90, Marimar: en la novela, al principio, Marimar es una niña ingenua con un gran corazón, mientras que el galán Sergio Santibáñez es un muchacho altivo y mujeriego que decide seducirla solamente para contrariar a su familia aristrocrática. Pero ideas y vueltas mediante, Marimar y Sergio terminan transformados —ella, en una mujer de la alta sociedad, que quiso ser vengativa pero no pudo por su pureza de corazón; él, en un hombre arrepentido con ganas de hacer el bien— y unidos.
En las novelas de Jane Austen, en cambio, el galán donjuanesco y el galán del final feliz aparecen desde el principio encarnados en dos personajes diferentes: lo que cambia, a lo largo de la novela, es la perspectiva de la heroína, que crece y abandona su flechazo adolescente para engancharse con un galán verdaderamente valioso. Este esquema es particularmente claro tanto en Emma como en la historia de Marianne en Sensatez y sentimientos. En Emma, la protagonista homónima pasa un tiempo flirteando con Frank Churchill —un muchacho alegre y liberal, que coquetea con Emma a pesar de estar comprometido en secreto con otra mujer—, pero al final de la novela, luego de aprender algunas lecciones sobre moral y seriedad, entiende que el verdadero merecedor de su amor es su cuñado Mr. Knightley, el que siempre la reprendía y trataba de hacerla mejor persona.
En el caso de Marianne, la primera mitad de la novela está tomada por un romance cortés pero intenso con Willoughby, un joven que la rescata cuando ella se tuerce el tobillo caminando sola en una tormenta —más romántico no se consigue—. Lo que hace Willoughby luego califica como el primer caso de ghosting, que yo recuerde, documentado en la historia de la literatura: sin haber hecho promesas formales —de modo, que en sentido estricto, nada se le puede reclamar— nuestro galán desaparece del círculo social de Marianne y contesta sus ardientes cartas con apenas una nota formal. Cuando se encuentran en una fiesta, Willoughby prácticamente pretende no conocerla; finalmente, Marianne descubre que se va a casar con una mujer rica. Luego de transitar el duelo —agravado, además, porque en una época en que los cortejos eran asunto público ser ghosteada era una deshonra igualmente pública—, Marianne desplaza sus afectos del encantador pero inconstante Willoughby al gris coronel Brandon, que a pesar de ser un hombre mayor y taciturno tiene un historial de enamorarse de chicas pobres y protegerlas en lugar de humillarlas.
Al igual que en el caso de Emma —y de forma un poco parecida a lo que sucede en Orgullo y prejuicio, aunque en este último caso el galán que terminará siendo «el bueno», Darcy, empieza siendo orgulloso y deviene mejor persona a lo largo de la novela, como sucedía en Marimar—, el verdadero amor emerge en las novelas de la protestante Austen como fruto de la admiración moral por el que termina siendo el príncipe azul, en contraposición al atractivo más sensual que despiertan los seductores como Willoughby, Frank Churchill o Wickham en Orgullo y prejuicio.
Tanto en el modelo de Marimar como en el que se ve en la obra de Austen, la sensación es que se identifica a la honradez con la autenticidad. En ambos casos —sea porque el galán donjuanesco revela luego su esencia honrada, o porque la heroína se da cuenta de que su afecto por el galán donjuanesco era superficial e inmaduro y transfiere sus afectos al hombre honrado— la figura del Don Juan queda del lado de lo superficial y lo falso, de aquello que es lo contrario a la verdad y al verdadero amor y que por eso es superado en la historia de crecimiento de la heroína. Esta narrativa tan clásica en su metafísica de la presencia y su vocación optimista —de lo falso a lo verdadero, de lo aparente a lo real, de lo malo a lo bueno— da mucho que pensar sobre nuestros sueños y pesadillas con el sexoafecto y la otredad. A primera vista, salta una casi obviedad: en estas historias, el primer deseo de la heroína, ese que parecía más atado a la sensualidad y el capricho, no aparece como un legítimo deseo frustrado; aparece como un falso deseo, una forma de malentender el amor. Incluso en el caso en que el deseo termina depositado en el mismo galán y no en otro (el esquema Marimar, como lo vengo llamando) el deseo original de la heroína se suspende justo antes del desenlace, cuando en teoría ella busca venganza y no amor, para luego volver siendo algo diferente; ambos sujetos tienen que transformarse para que aparezca un segundo amor, verdadero y maduro, ya no orientado a falsedades como la belleza y el placer sino a verdades como el compromiso y el valor moral, la famosa «belleza interior». El deseo sensual queda fijado en su rol de falsa búsqueda, de apariencia que hay que desmontar para llegar a la verdad del desenlace. Y esto no es solamente pacatería, aunque en gran medida sí lo es, pacatería y miedo al sexo, norma monogámica y todo eso: es también, e incluso más, miedo al amor.
En su libro The Scandal of the Speaking Body. Don Juan with J.L. Austin, or Seduction in Two Languages (El escándalo del cuerpo que habla: Don Juan con J.L. Austin, o la seducción en dos lenguajes), la teórica Shoshana Felman propone una lectura de J.L. Austin y sus ideas sobre hacer cosas con palabras a la luz del mito del Don Juan. Para resumirlo en dos líneas insuficientes y equívocas, J.L. Austin es quien formuló el concepto de acto de habla, la idea de un tipo de acción —es decir, algo que opera sobre el mundo, produce cambios en el mundo— que involucra el uso de una lengua natural. Uno de los casos paradigmáticos es el de una promesa: prometer, estrictamente, no es más que decir algo, pero ese algo que se dice —suponemos, queremos, esperamos— tiene alguna consecuencia sobre lo que va a pasar en el futuro. Y por eso a Felman le interesa el mito del Don Juan, que no es otra cosa que un hombre que hace promesas que no puede o no quiere cumplir; el Don Juan, explica Felman, claramente abusa de la institución de la promesa, pero ¿qué dice este abuso de esa supuesta institución? ¿Qué hace una promesa, si por su propia naturaleza puede ser violada? Felman tiene casi 90 páginas para rondar esa pregunta, pero antes de eso, ya en el primer capítulo, deja sembrada una mina subterránea: «la promesa de amor —escribe—, es por excelencia la promesa que no se puede cumplir.»
Es esto, me parece, finalmente, lo que angustia del Don Juan, lo que el Don Juan nos dice sobre nuestro propio amor, y la razón por la cual es tan reconfortante que reciba finalmente un castigo, que no sea el protagonista de la novela, que sea reemplazado por el modelo del galán confiable y seguro. El Don Juan, en todas sus apariciones novelescas y telenovelescas, nos recuerda que el amor es lo que no se puede prometer; que el «nunca voy a dejar de amarte» es siempre teatro, siempre pacto ficcional; incluso, cuando lo decimos nosotras mismas.
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