Correspondencias
Pizarnik y Bardesio: las cartas y una «flâneur» del archivo
Por Gabriela Borrelli Azara / Miércoles 10 de julio de 2024
De cómo cierta carta en el archivo de Alejandra Pizarnik, alojado en una remota universidad del norte, remite a una poeta uruguaya muy especial, Orfila Bardesio. Además, vueltas por la Feria de Tristán Narvaja y casualidades que nunca son tales.
A estas entregas las encabeza una negativa, se reafirman en la negación. Así, por la negativa, extiendo una línea hacia mí. No soy investigadora, es decir, mis búsquedas poéticas o literarias en un sentido amplio se mueven entre archivos en los que me introduzco torpe e intuitivamente. Leo y recorro, me topo, más bien, con escritos que traman historias propias. En esas tramas complicadísimas me contento con ser una simple voyeur, o una caminante, flâneur del archivo. En su encantador libro La vida en el archivo. Goces, tedios y desvíos en el oficio de la historia, la sí investigadora Lila Caimari dice que la materia prima de la historia es el archivo y que esa materia prima constituye «un suelo irregular, y heterogéneo, hecho de grandes rocas, de misceláneas y de partículas incontables» [1] que luego, en la investigación, se van normalizando, ubicando y reordenando hasta conformar un suelo más estable. Es un libro hermoso el de Caimari, ella es una investigadora generosa que nos avisa que en el oficio de investigación hay algo «gratuito, trasnochado, algo de la artesanía del hallazgo errático». Mis encuentros con archivos tienen mucho de esto último, más errático que normal, más díscolo que ubicable. Es como si siempre estuviera en ese terreno de grandes rocas, al borde de desperdiciar lo hallado, es decir, de caer al vacío y, al mismo tiempo, cerca de la revelación del hallazgo preciso.
Hace unas semanas estuve en Filadelfia, en el barrio de Powelton, muy cerca de la Universidad de Pennsylvania. Preparaba yo un artículo y leía sobre la prosa de Alejandra Pizarnik, el terreno más lleno de partículas incontables dentro de la obra de la poeta. La prosa de Pizarnik desarma cualquier solidez en la idea de su escritura. Todo parece estallar en sus relatos delirantes, sanguíneos, pasionales y llenos de recovecos sonoros. Una imaginación poética realmente fascinante. Una amiga, que es profesora en Princeton, propuso un encuentro en esa ciudad vecina y, sin saber de mis lecturas ni de mi proyecto en ese momento, sugirió la posibilidad de que juntas visitáramos las colecciones especiales de su universidad, en la que se encuentra gran parte (la mayoría, diría) de los manuscritos y archivo personal de Pizarnik. La experiencia fue tan hermosa como inesperada, encontrada como una piedra brillante en el suelo de asfalto.
Recorrer la letra de Alejandra, encontrarse con el aire de su humor que se refleja en sus dibujos, y hallarse así, torpemente, en forma alternativa con postales, cartas, boletos de compra de una mesa fija 160 x 65 engrosado semimate blanco o el recibo por sus colaboraciones en junio de 1970 en la Gaceta de Tucumán. «Writing and correspondence unknown» decía la caja, una de las primeras que pedí. No buscaba nada en particular, sino darme al encuentro con la escritura más salvaje, menos programática de Alejandra, buscaba más un clima que una palabra, una aventura hacia su mundo sin destino fijo. Claro que hubiera sido mejor repasar las prosas con las que estaba trabajando. Sin embargo, sabía que tenía pocas horas en la biblioteca, que no iba a poder regresar al día siguiente y que tenía a disposición el archivo de Alejandra Pizarnik. No lo pensé mucho, o un poco tal vez. En la generalidad de sus papeles podía encontrarme con su letra, con mensajes, con cosas sueltas que me iban a dar ese aire que sí buscaba. Pizarnik tenía, sin lugar a dudas, una personalidad poco asible para su biografía y su maquinaria de escritura es tan potente como apabullante. Hay investigadoras muy serias de su obra, yo prefiero moverme en ella como en las ciudades que amo: sin mapa, sin preguntas, escuchando el ritmo, en este caso tocando papeles por ella tocados, espiando sus cartas recibidas, cuidando el orden de esos miles de papelitos como si en alguna dimensión extraterrestre me estuviera mirando tocarle las cosas.
«Fetichistas del residuo, viudos. Viudos que tienen que andar con cuidado además, viudos que dependen de la suerte y de la astucia; suerte para encontrar el archivo que se salvó del diluvio, astucia para seducir a sus guardianes» continua Leila Caimari en el capítulo III del libro que ya cité. ¿De qué diluvio se habrá salvado la carta con la di, así inesperadamente, mientras pasaba por nombres desconocidos de correspondencia que le escribían a Pizarnik? Delante de mis ojos, como un río tranquilo pero vivo, se sucedían las firmas: «Teresa», «Silvia», «María», «Julio». La biblioteca tiene algunas reglas para visitar el archivo. Una de ellas es nunca levantar los papeles, siempre deben darse vuelta muy cerca de la mesa. Esto obliga a manipularlos con mucha quietud. Es verdad que nadie quiere apurarse cuando está frente a los manuscritos de Pizarnik y ya la distancia y su figura imponen una postura corporal determinada y tímida, así como un cuidado más extremo con los papeles. Pero cuando empiezan a visualizarse la letra de otros, cuando empiezan a aparecer los papeles escritos por otros por ella recibidos, la atención empieza a flotar. La mirada se posa en algunas palabras mientras las manos apenas rozan la carpeta. En uno de esos movimientos mi mirada identificó un nombre: «Orfila». Y, seguidamente, «Bardesio». Unas palabras más adelante, «mi esposa Orfila Bardesio». Y todo se detuvo en ese momento. Yo conocía a Orfila. Tenía su libro. «Ediciones de la Banda Oriental», recordé no sé por qué. «Antología Poética de Orfila Bardesio». Y como el significante no perdona e insiste en confabulaciones secretas, recordé también que ese libro lo había comprado junto al gran académico Gustavo Verdesio. Una mimesis sonora que me hizo sonreír mientras pensaba delante de la carta que tenía en sus primeras líneas el nombre de Orfila.
Enero 1972.
Alejandra Pizarnik:
Orfila Bardesio, mi esposa, recibió una carta suya que nos regocijó: llena de talento, simpatía, duende y también muy humana (detrás de la fiesta de las palabras y del encantador dibujito hay mucha razón)
Visitar con Gustavo la feria Tristán Narvaja debería calificarse como una de las atracciones culturales más hermosas de Montevideo. Personalmente, es uno de los lugares en los que soy más feliz. Con él y con Laura, un domingo a la mañana, recorriendo calles y libros, tengo esa sensación de que nada en el mundo me falta. La atracción que brinda Gustavo es un show para un público muy pequeño: tal vez solo para Laura y para mí, y para aquellos que conocemos a Gustavo y disfrutamos de su conversación. Gustavo sabe de libros, de autores, de literatura, de historia, y de cosas que yo, como buena flâneur de los archivos, no podría ni explicar. Pero él las sabe. Recuerdo que caminábamos con él por una de las calles del costado de los puestos de la Feria Tristán Narvaja cuando nos detuvimos frente a una lona llena de libros extendida en el piso. El vendedor parecía saber mucho de poesía, y se puso a hablar con Gustavo mientras yo «investigaba». En realidad, invocaba algo que nunca sé qué es cuando estoy frente a los libros de esa feria: una resonancia, un parentesco, una señal. «Orfila Bardesio». Un nombre, el dibujo de la tapa. Agarré el libro y tanto el vendedor como Verdesio asintieron con algunos comentarios. La conocían. Era una profesora, una poeta a la que Jules Supervielle le había escrito un poema. La autora de este poema que encontré en cuanto abrí el libro y adoré:
Oh mar, mar grande y solitario,
tú, si puedes, vuélvete pequeño
como la cuenca de mi mano,
y yo en secreto te llevaré
entre mis dedos como una avellana
bien rodeada
por el castillo de su dureza,
y te dejaré como un reloj
que esperamos nos despierte
con su campanilla al amanecer,
te dejaré como un pequeño objeto
sobre mi mesa árida.
Casi un año después, estaba en Princeton frente a una carta que tenía el nombre de la autora pero no era de ella. Una carta que escondía un poema. Una carta que encontré buscando otra cosa o no buscando nada. Viviendo de prestada una vida en un archivo que nunca me corresponde.
Orfila ahora está muy enferma, y no puede escribirle, pero pronto lo hará. Yo solo soy un adelanto. Siento simpatía por todo lo suyo. Reciba mi amistad. Releo su carta y me emociona y le agradezco profundamente sus palabras sobre la poesía de Orfila. Yo también pienso como usted, creo que es una maravillosa voz de poesía. Copié para usted, en mi pobre máquina un poema de Orfila.
Gracias Su amigo.
Julio.
Lo que más me gusta de la carta que el marido de Orfila Bardesio le manda a Pizarnik es que parecieran los dos hablar bien de la poesía de ella. ¿Qué poema le habrá copiado? ¿Qué papel adjunto a esa carta no sobrevivió al diluvio? Julio le responde a Pizarnik una carta que la poeta argentina le envió a su esposa celebrando su poesía. Nos avisa además que Orfila está muy enferma y no puede responder, pero que él lo hace con mucho gusto compartiendo el entusiasmo por los poemas de Orfila. Agrega que no se conocían personalmente pero que ansiaban el encuentro. La carta es de enero de 1972. El primer mes del año de la muerte de Alejandra, una muerte que la encuentra en septiembre. Intuyo, imagino, creo que ese encuentro nunca se produjo. Que Alejandra leyó a Orfila y a Julio Fernández, su esposo y autor de la carta, pero que nunca se conocieron personalmente. Imagino también a Orfila y Julio consternados por la noticia de la muerte de Pizarnik a tan pocos meses del intercambio epistolar. Imagino que el Río de la Plata que los separaba se hizo en ese momento más grande, más infranqueable y a la vez tan pequeño como para caber en la mano de Orfila, que ya recuperada se sentó en su máquina y escribió:
Ven conmigo a escuchar en el río
el agua de campanas que jamás retornan,
ven al espejo de la sangre.
Dejemos a las hojas
nuestros pasos
mientras suena el otoño
el violoncello de los arces rojos,
y el canto de un pájaro
enciende su lámpara furtiva
en el sueño del bosque.
-De la mano, flanqueados
por nuestras sombras fieles-
Y cuando nuestras cabezas inclinadas
nos devuelva el río,
una sola Cara
sostenga nuestras caras juntas
en el misterio eterno del agua.
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Nota
[1] Caimari, Lila. La vida en el archivo. Goces, tedios y desvíos en el oficio de la historia. Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2002.
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