Gastronomía y cine
Morfis, mañas, corten
Por Macarena Langleib / Sábado 05 de agosto de 2023
Ralph Fiennes en la película «The Menu» (2022).
Con una mirada aguda, Macarena Langleib va tras películas y series en las que comida, opulencia y delirios de todo tipo se dan la mano. La prueba de que, por más refinados los ingredientes y las costumbres, nunca serán suficientes. En suma, dinamismo gastronómico, clientes mañosos y producciones audiovisuales recientes.
«Gente adinerada, de privilegio, este film es sobre ustedes». Suspicaz el gancho para promocionar la última película de Ruben Östlund. Triángulo de tristeza ganó la Palma en Cannes, pero este sobreimpreso acompañaba los afiches dirigidos a los votantes del Oscar (competía en cinco categorías).
La frase podría calzarles a varios clásicos de Hollywood, como The Philadelphia story (Pecadora equivocada, George Cukor, 1940). «Con los ricos y los poderosos, paciencia, mucha paciencia», le explicaba una de ellos, el personaje de Katharine Hepburn, a un escritor y renuente cronista de sociedad, el papel que le tocaba a James Stewart. «Es increíble lo que el dinero puede hacer con la gente; no demasiado sino más que suficiente», lo aleccionaba además Cary Grant, siempre que podía, con una copa en la mano.
En la ficción sueca de Östlund, la tripulación de un yate de lujo es entrenada para una obsecuencia tal que le impide negarles cualquier antojo a los pasajeros. Alerta de spoiler escatológico: los manjares de la cena de bienvenida del capitán oscilan, gelatinosos, con el vaivén del barco y los comensales arrancan un vómito que se colectiviza. Al lado de lo que genera Östlund, los corredores inundados de Titanic son el paraíso.
Como buena sátira, pretende calar ideológicamente, pero hablando apenas de comida y descalabros, cuando un factor externo (piratas, se dijo) los lleva al naufragio, las reservas de palitos salados son la posesión más valiosa, el snack repleto de octógonos es la moneda de cambio. El hambre redistribuye entonces la belleza y el poder, los de arriba y los de abajo; los pretzels determinan la suerte.
«Son como niños», advertía el gerente de un resort hawaiano a su equipo, antes de recibir a los potentados huéspedes, en White Lotus (Mike White, 2021). Para la continuación de la serie, ambientada entonces en Sicilia, el año pasado las notas de prensa comentaban qué clase de gente era esa que apenas salía del complejo hotelero a cenar. ¿Ir a Italia y no probar comida italiana es viajar? ¿Será eso el gusto refinado o una simple niñería?
Hay una clave en la primera temporada, cuando avanzados los episodios, unos versos del inglés Alfred Tennyson (1809-1892) son derramados por un personaje central en evidente alteración de su consciencia. «Los comedores de loto», el poema en cuestión, alude a esos hospitalarios isleños de los que Ulises se forzó a huir en La Odisea. Escapaba de ese fruto que quitaba todo propósito, que solo daba ganas de echarse por ahí, sin pasado ni futuro (cómo culpar a los lotófagos).
«¿Qué vamos a hacer con los ricos?» (What we gonna do about the rich?) cantaba Pet Shop Boys en el álbum Agenda, de 2019. Matarlos, se le ocurrió al guionista de El Menú (Mike Mylod, 2022). A un apartado enclave es conducido un selecto grupo que busca probar las creaciones del chef Slowik (Ralph Fiennes). Entre la crítica gastronómica, el foodie alcahuete, el mediático sin paladar y el acaudalado y aburrido matrimonio que se anima yendo a comer a una isla con frecuencia de bar, se completan las doce reservas. Esa excéntrica sociedad, imposible de satisfacer, va reaccionando a cada paso de la cena de acuerdo a su escala y su punto de partida. Sobre los sabores, la puesta en escena, sobre el convivio, la dimensión individual, sobre la experiencia, la gratificación de haber llegado ahí. El cocinero es el más enterado de ese trastocado estado de cosas y su banquete —muy montado, con piedras, vapores, tuétanos, algas y vinos biodinámicos, nada de pan— es estéticamente imponente, pero transcurre en un clima dudosamente apetecible. Para presentar los platos, el director reproduce las cuidadas tomas de series documentales como Chef´s Table, mientras la película ataca y pretende derribar la banalidad del acto, mutando en un thriller corrector. «No coman, saboreen», ordena Slowik.
El subrayado radica en el personaje común, una escort interpretada por Anya Taylor-Joy. Es alguien que no debía estar ahí y que, como último recurso, pide una simple hamburguesa. Lo popular de su comanda (con algo de la añoranza de Ratatouille), logra desafiar al acorazado chef, que le salva el pellejo. Puta 1 - Snobs 0.
La brigada de The Bear (Christopher Storer, 2022) aprende a preparar los mejores sándwiches de Chicago y a responder «sí, chef» o «voy atrás» para ordenar su trabajo. A los gritos, en la peor, termina entendiendo que es el modo de hacer las cosas bien, así se esté en una cantina de barrio, rodeada de traficantes, como les toca, o se viene de trabajar en restaurantes de alta gama, como saben que le pasó a Carmy, el chef ejecutivo. Claro que cocinar, para mesas con mantel o fondas demandantes, es un asunto que apremia: los ingredientes no alcanzan, los platos se pasan o se desparraman, salen o no salen a tiempo, salen o no salen bien. La cocina está viva o las deudas crecen.
Pero como cada personaje guarda un muerto bajo su casaca, algunos espectadores de «la serie del año» pretendían convencer al resto de que The Bear no era una historia sobre comida («aunque no hay nada de malo en eso», reaccionarían en Seinfeld), como si un almuerzo familiar se tratara nada más que de gente conocida que se junta para alimentarse. Como la vida suele seguirle el apunte al arte, los elaborados beef sandwiches con giardiniera de la serie se pusieron de moda como las cupcakes con Sex & the city, igual que cuando la receta de las costillas con salsa barbacoa que Frank Underwood devoraba a cualquier hora en House of Cards empezó a compartirse como un orgullo de la cocina norteamericana. El rescate gastronómico fue antes de la cancelación de Kevin Spacey, obvio (no habrán caído en desgracia también las costillitas).
Crímenes del futuro, el último intento de David Cronenberg por espantarnos, arranca por el rechazo de una madre hacia su hijo chico, capaz de masticar con fruición una papelera de plástico. Personifica un tabú: si no necesita auténtica comida, cómo reconocerlo como un igual. La trama ahonda en la vigilancia sanitaria institucionalizada, en científicos funcionales, preocupados por contabilizar y rastrear los nuevos órganos que vienen desarrollando los cuerpos. En ocasiones, sus portadores los dejan crecer y los extirpan en operaciones que son lascivas performances artísticas. Aunque lo más inquietante es finalmente un sistema digestivo que permite sobrevivir a base de barritas sintéticas, y es tomado como signo de evolución para un grupo de rebeldes. Esos pobres humanos del mañana, que ya no comen rico ni sano, ni chatarra ni gourmet. Por Bourdain y por Doña Petrona, lo pedimos, que quede en la ficción.
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