literatura francesa
Mes de la Diversidad: leé un avance de «Arcadia», de Emmanuelle Bayamack-Tam
Por Escaramuza / Viernes 16 de setiembre de 2022
«Un viaje fantástico a un mundo en el cual el sexo y las diferencias binarias entre lo normal y lo patológico se disuelven y transmutan, no sin riesgo», escribió Paul Preciado sobre Arcadia. Esta aclamada novela de la francesa Emmanuelle Bayamack-Tam ha sido traducida al español por Lil Sclavo y editada por El cuenco de plata. Lil elige un fragmento para que empiecen a leer este texto irreverente y vertiginoso que pronto estará en librerías.
1-Hubo una noche y hubo una mañana: primer día
Llegamos a la noche, luego de un viaje agotador en el Toyota híbrido de mi abuela: tuvimos que atravesar la mitad de Francia sorteando los cables de alta tensión y las antenas de telefonía móvil y encima soportando los gritos de mi madre, a pesar de que venía envuelta en tela blindada. Del recibimiento de esa noche y de mis primeras impresiones del lugar, no recuerdo gran cosa. Es tarde, está oscuro y tengo que compartir la cama con mis padres porque todavía no hay previsto un cuarto para mí, – en cambio no olvidé absolutamente nada de mi primera mañana en Liberty House, de ese momento en que despuntó el alba entre las cortinas almidonadas sin lograr arrancarme por completo del sueño.
Acostados boca arriba, las manos indolentes entrelazadas sobre el pecho, un antifaz de raso cubriendo sus rostros de cera, mis padres me flanquean cual dos efigies apacibles. Nunca conocí esa paz a su lado. Tanto de noche como de día, me las tenía que ver con los sufrimientos de mi madre y las preocupaciones angustiosas de mi padre, su nerviosismo permanente y estéril, sus rostros convulsionados y sus discursos ansiosos. De ahí que por más impaciente que esté por levantarme y descubrir mi nuevo hogar, me quedo ahí, escuchando su respiración, me acurruco para disfrutar más de su calor y compartir voluptuosamente sus sábanas.
Del exterior, me llegan trinos alegres como si una nidada de aves cantoras invisibles sintonizara con mi alegría de saberme viva. Es la primera mañana y yo también soy nueva. Al final me levanto y me visto sin hacer ruido para bajar por la escalera de mármol, compruebo de paso el desgaste de los escalones en la parte del medio, como si la piedra se hubiese fundido. Me aferro, respetuosa, al pasamano de roble también él ensombrecido y pulido por miles de manos húmedas que lo tocaron, sin contar los miles de muslos juveniles que triunfalmente lo montaron a horcajadas, en una propulsión exprés hasta el hall de entrada. En el preciso instante en que rozo la madera barnizada, me asaltan visiones sugestivas: Mädchen in Uniform, kilts remangados sobre piernas cubiertas con lana opaca, cabellos trenzados, la risa aguda de jovencitas entre ellas. Hay algo que tiene que ver con el propio lugar, con su impregnación de un siglo de histeria puberal y de amistades sáficas – pero la razón recién la conoceré mucho más adelante, cuando sepa cuál era el destino originario del edificio al que acabo de mudarme. Por ahora me conformo con bajar lentamente la escalera, olfateando un cierto aroma a religión en el inmenso hall de baldosas bicolores. Sí, el lugar huele a cera, a pergamino, a vela derretida y devoción, pero me importa un comino: ¡fuera de aquí! lo mío es la libertad, el aire revitalizante de afuera, la evaporación del rocío, la mañana que despunta solo para mí.
………………
Antes de ser un refugio para frikis, Liberty House era un pensionado para jovencitas y la casa aún conserva rastros de su función originaria: el refectorio, la capilla, las salas de estudio, los dormitorios comunes y sobre todo incontables retratos de las hermanas del Sagrado Corazón de Jesús, toda una serie de bienaventuradas y venerables que de bienaventuradas solo tienen el nombre, a juzgar por la tez de tuberculosas y la tristeza de la mirada. No sé qué manga de obispos, teólogos y médicos se pronunció sobre el caso, pero sin duda confundieron el martirio con la amargura y la frustración. Por suerte no soy tan fácil de intimidar como antes, porque cuando llegué aquí todas esas estampas virtuosas tuvieron más bien el efecto de desanimarme. Le temía especialmente a una de la congregación de Kerala, cuyas mejillas amarillentas y sus ojos de loca me acechaban en el corredor del primer piso. Al pasar frente a ella caminaba pegada a la pared de enfrente y contenía la respiración, lo que no impedía que percibiera la persistencia de su acritud y la exhalación de todas las fiebres maléficas con las que ardió en este mismo lugar. Al contrario que yo, Víctor adora a Marie-Eulalie del Divino Corazón y durante mucho tiempo abrigó el proyecto de que se pintara un fresco que la representara, brazos extendidos, sonrisa extática, pupilas en alto dirigidas hacia el corazón coronado de espinas al que consagró toda su patética existencia. Consultados los residentes de Liberty House, por suerte por escasos votos se negaron a comer bajo esta santa égida – porque por supuesto que iba a ser el refectorio el que tendría el discutible honor de contar con una pintura mural de la iluminada de Kerala.
………………
En Liberty House vivimos en armonía con todos los animales: perros y gatos por supuesto, pero también con un montón de aves de corral y hasta tenemos un modesto lote de vacas y cabras que nos turnamos para ordeñar, intentando evitar sus coces intermitentes y sus pedorreas nauseabundas. Entiendo muy bien que no tengamos derecho a matarlos por el solo placer de consumir el caracú o la chuleta, pero de ahí a tenerles la misma consideración que a los humanos, hay un paso que no estoy dispuesta a franquear, y frecuentar nuestro corral no hace más que reforzar mi convicción de superioridad. Además de poner huevos y cacarear, gallinas y gallinetas no poseen ninguna otra cualidad destacable, y ni siquiera son especialmente simpáticas. Los perros al menos son amigables y entiendo perfectamente que uno no se coma a sus amigos pero ¿un pollo? Dios sabe que amo a Arcady, pero cuando se sube al estrado para defender la causa animal, se me nubla la vista, me zumban los oídos, me evado con el pensamiento, ruedo cuesta abajo por las pendientes, me trepo a los árboles, me revuelco en el pasto moteado de azafrán silvestre, espero que termine con esa regurgitación de sandeces claudelianas. Y sí, Arcady que lee poco pero alardea de literatura, hizo de Víctor Hugo, Marguerite Porète y de Paul Claudel sus autores predilectos, y los plagia a diestra y siniestra para apuntalar sus sermones nebulosos, en lugar de contar con su propios recursos intelectuales que sin embargo son formidables –como si su inteligencia tuviera un punto ciego, un ángulo muerto inaccesible a sus facultades de razonamiento, pero apto para los delirios animalistas y la promulgación de prohibiciones alimenticias tan absurdas como mortificadoras.
A todos los que protestan contra la cebadura de los gansos, los invito a pasar media hora en su compañía. Unos picotazos más tarde, sin duda tendrán menos escrúpulos para deleitarse con su foie gras. Por no mencionar que el ganso es un animal horrible, con sus ojeras amarillas, sus patas escamosas y el cuello que estira como si quisiera batir el récord hasta ahora detentado por el cisne y el avestruz – ambos igual de feos y de malos. Y para rematar, en nuestro corral hay una pareja de pavos reales. La hembra todavía vaya y pase ya que no se hace la graciosa con su plumaje deslucido, pero el macho es insufrible con sus gritos insoportables, con las pantomimas de su buche y el despliegue encolerizado de su rabadilla de gala. Como no podía ser de otra manera, el pavo real se convirtió en el animal tótem de Víctor: figura en filigrana en sus tarjetas personales y hasta en su anillo, joya que alardea que se trata de una herencia ancestral, cuando en realidad mandó fundir unos aretes desparejos y su brazalete de nacimiento para que se lo confeccionaran. Pero ¿no es lo propio del pavo real hacer alarde y pavonearse, animal inútil por excelencia si dejamos de lado su función ornamental?
Cuanto más frecuento el mundo animal, menos entiendo la renuncia de Arcady a ejercer su supremacía sobre esas criaturas inferiores, y a sacar de ellas el mejor provecho posible. Lo digo con la mayor serenidad ya que quiero a los bichos y nunca me siento más feliz que cuando me cruzo con un erizo, sorprendo a un zorrillo o a un águila de mirada arisca. Y por supuesto me apasiona nuestra jauría de perros y gatos tullidos.
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Tengo quince años y no quiero morir
Llegué aquí compartiendo los miedos irracionales de mis padres, pero al pasar los años los míos superaron a los suyos. Voy a cumplir quince años, no me pueden asustar con historias de ftalatos o de radiación electromagnética: lejos de mí querer cuestionar su carácter nocivo, pero a decir verdad me preocupa más lo que el hombre le inflige al hombre que los disruptores endócrinos o las sustancias cancerígenas. Si hay que morir de algo, sigo prefiriendo una enfermedad larga antes que una bala de kalashnikov: una enfermedad larga no me tomará por sorpresa, tendré tiempo para hacerme a la idea, tiempo para elegir los amigos que quiero que me rodeen y el lugar preciso dónde esperaré a la muerte –en el centro del corazón de mi reino conozco un valle, ni siquiera un valle, solo un pequeño desnivel del terreno, tapizado de césped tierno y cercado por un bosquecillo de avellanos, que para el caso vendrá muy bien. Pero tengo que evitar morirme antes abatida por una ráfaga de arma automática o por la explosión de una bomba. Y aun cuando en mi caso la probabilidad de una muerte violenta es extremadamente remota, no puedo evitar pensarlo apenas traspaso el murallón de Liberty House, que no tendría nada de disuasivo en caso de invasión, pero que tiene la virtud de materializar lo que nos separa de quienes no eligieron el camino de la sabiduría en siete etapas.
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No pierdo completamente la esperanza en la naturaleza humana, porque creo en el milagro que me posibilitará distinguir un rostro entre tantos, una brecha de claridad en medio de la muchedumbre opaca, un amigo desconocido de quien me llevaré el recuerdo hasta mi castillo suspendido. También ocurre eso: a fuerza de haber mamado el amor loco, a fuerza de escuchar hablar la lengua ardiente del deseo, solo pienso en eso. De ahí que por más miedo pánico que me provoquen las agresiones y los atentados, sigo buscando mi alma gemela en medio de las luces de la ciudad, aunque tenga que volver a toda prisa a refugiarme en mi cuarto en las alturas; aunque tenga que acurrucarme en mi valle secreto o en la horcadura de un nogal; aunque me encuentre con mi padre en su invernadero perfumado de fresias, ahí dónde nada puede sucederme. Salvo que precisamente quiero que algo me suceda, entonces ya no sé si deseo para mí la ternura de los míos, los paneles de vidrio empañados por el aliento de las flores, el arrullo italiano de Fiorentina en su cocina, el bamboleo grotesco pero inofensivo de Víctor, el chorreteo de resina vitrificada en el tronco de mis pinos, el olor embriagador del verano, el boquete de cielo azul en medio de las nubes metalizadas por la tormenta, los rebaños invisibles pero tintineantes, la tozudez de un gato en seguirme por mis caminos secretos –mi zona a defender contra viento y marea, empezando de mis propios deseos de extravío. Me doy cuenta de que soy una amenaza para Liberty House con mis inevitables rebeldías de juventud.
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Por una vez yo tengo un sueño para contar, interrumpo a Epifanio antes de que arremeta con el relato monótono de su último sueño. Porque los sueños, así como los borborigmos intestinales y los olores corporales, llevan la marca de su propietario. Si Malika fantasea con agresiones, Epifanio sueña que toma el autobús a Èze o Menton, que perdió los lentes o que lleva a las mellizas a control médico. Les pregunto a ustedes ¿para qué soñar si los sueños son el calco de una vida desprovista de interés? Y me atrevo:
–Estábamos todos en la casa y oímos ruido, como detonaciones. Salimos y vimos que había tormenta: el cielo estaba negro, pero allá a lo lejos, en las alturas. Pensamos que esa era la causa del ruido. Pero de pronto vimos que miles de personas se deslizaban hacia nosotros, como una avalancha o un alud de lodo. Y ahí comprendimos, no sé cómo, a la manera como se comprende en los sueños, de que en verdad se trataba de un ataque terrorista, allá en lo alto, en las ciudades y que la gente huía. Sabíamos que había miles de muertos y que eso no iba a parar. Volvimos a entrar todos y Arcady nos dijo que cerráramos los postigos, las puertas y que no hiciéramos ruido, que hiciéramos como si la casa estuviese inhabitada, que esa era nuestra única posibilidad de sobrevivir. Y así lo hicimos, pero oíamos a la gente que llegaba, empezaban a golpear las puertas y ventanas para que les abriéramos y los salváramos, pero nosotros permanecíamos en absoluto silencio, después me desperté porque tenía mucho miedo de que nos mataran, eso es todo.
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Con una última zancada llego a mi escondite con su dosel que se volvió pesado por el agua de la lluvia, me apresuro a descolgarlo y ponerlo a secar. Me llama la atención un embalaje arrugado de Pavesini: quienquiera que sea el ladrón de galletitas de Fiorentina, anduvo por aquí. Me importa un rábano: no va a demorar en llegar Arcady y me recuesto sobre la hierba aún húmeda pero ya caliente. Mientras me estiro voluptuosamente, los párpados cerrados ante un caleidoscopio rojizo, percibo un crujido entre los avellanos, luego una sombra que se interpone entre el sol y yo. Abro los ojos: un desconocido me mira, una aparición que se recorta sobre el fondo del aire azulado. A medida que se disipa el encandilamiento, distingo, no, percibo afectada y en un desorden total, el esplendor de su piel morena, la masa inestable y crespa de su cabello, el destello plateado en su puño delgado, su boca huraña y sus pómulos eritreos. Un inmigrante.
………………
Impresionada por el horror, camino los tres pasos titubeantes que me separan de mi familia sustituta, mis hermanos y hermanas de religión, esa religión que por error creí era una buena nueva, un torrente de amor, un mensaje de paz y tolerancia. Hasta ahora no me había dado cuenta de que el amor y la tolerancia solo estaban reservados a los bipolares y a los electrosensibles blancos: pensaba que teníamos el corazón lo suficientemente grande como para querer a todo el mundo. Pero no. Los inmigrantes pueden atravesar el Sinaí y ser torturados, ser esclavizados, ahogarse en el Mediterráneo, morir de frío en un reactor, ser arrollados por un tren, tragados por las aguas tumultuosas de la Roya: los residentes de Liberty House no moverán ni un dedo para auxiliarlos. Guardan sus atenciones para los conejos, las vacas, las gallinas, los visones. Meat is murder, pero setenta sirios bien pueden morirse apiñados en un camión frigorífico, no sé qué crimen o carcasa los escandaliza más. O más bien sí, lo sé, conozco demasiado bien su mecánica emocional, su enternecimiento fácil cuando se trata de nuestros amigos los animales y su crueldad pragmática cuando se trata de nuestros hermanos inmigrantes. Ya no comen carne y le temen a la jungla, pero toleran que impere su ley hasta en sus corazoncitos sensibles.
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Todo debe desaparecer menos nosotros que nunca le deseamos el mal a nadie, y solo fuimos culpables de nimiedades sin punto de comparación con las atrocidades que se cometen en el mundo exterior. Merecemos ser perdonados y es por eso que no creo en absoluto que esta vida sea nuestro único modo de existir. De una u otra manera, estaremos aquí para ver la edad de oro poscolonial y post-apocalíptica prometida por Arcady. Por supuesto Maureen, Daniel y yo, pero también mis hermanos y hermanas que se durmieron con la esperanza de una resurrección. Es junto a ellos que descubriré un mundo libre de centrales nucleares, de instalaciones industriales, de redes de carreteras, de explotaciones petroleras y de antenas de telefonía móvil; junto a ellos aplaudiré la derrota de nuestros enemigos: las radiaciones ionizadoras, las nanopartículas, las dioxinas, los ciclodienos clorados, los PBC, el radón, los disruptores endócrinos, todos esos agentes patógenos invisibles con los que aterrorizaron mi juventud.
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Mi carta al mundo, ya la escribí: está enterrada seis pies bajo tierra en un prado en una suave pendiente dónde las vacas pastan tintineando, y ella atravesará el tiempo al igual que una sonda espacial; mi carta al mundo se reduce a algunos objetos: una pluma de arrendajo, conchillas de mar, los efluvios chipriotas del perfume de Arcady, una chicharra de baquelita y un carozo de durazno un poco alveolado pero que contiene en germen todo un verano interminable; mi carta al mundo se reduce a pocas palabras que mis hermanos humanos no tendrán ninguna dificultad en traducir, pase lo que pase con la lengua en el intervalo que nos separa de su exhumación: el amor existe.
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Emmanuelle Bayamack-Tam (Marsella, 1966) es profesora de letras modernas. Dirige la asociación Autres et Pareils, de la que es miembro fundadora y la editorial Contrepieds. Es autora de dieciocho novelas y dos piezas de teatro: 6P. 4A. 2A. (nouvelles, 1994), Rai-de-cœur (1996), Tout ce qui brille (1997), Pauvres morts (2000), Simple Figuration (2002), Hymen (2002), Le Triomphe (2005), Une fille du feu (2008), La Princesse de. (2010), Si tout n'a pas péri avec mon innocence (2013), Je viens (2015), Mon père m’a donné un mari (teatro, 2013) y À l’abordage ! (teatro, 2020). Y, bajo el pseudónimo de Rebecca Lighieri, de Husbands (2013), Les Garçons de l’été (2017), Eden (2019), Que dire ! (en colaboración con Jean-Marc Pontier), Il est des Hommes qui se perdront toujours (2020). Su nueva novela, La Treizième heure, aparecerá en 2022, en P.O.L éditeur.
Lil Sclavo es traductora literaria profesional. Realizó estudios de Psicología en la Universidad Católica del Uruguay, donde obtuvo la maestría en 1978. Siguió estudios de francés en la Alianza Francesa de México, realizando una especialización en traducción (1983). En la editorial Federación Mexicana Editorial, trabajó como traductora y ocasionalmente como intérprete francés-español. Entre 1984 y 1986 realizó varias residencias de estudio en Francia y en 1986 obtuvo el Diploma de Estudios Superiores de Francés (en la opción Traducción-Interpretación) con mención Très Honorable en la Alianza Francesa de París. Tradujo innumerables libros del francés al castellano para editoriales internacionales, ha presentado su trabajo en congresos y obtenido becas de reconocimiento. Obtuvo el Premio a la traducción literaria en el marco del concurso internacional Premio Juan Rulfo (2003), por su traducción de la novela Estupor y temblores, de Amélie Nothomb. Obtuvo el Diploma de especialización en Traducción Literaria (opción francés) en la Udelar (mención excelente 12/12). Publicó, en coautoría con Eliane Hareau, un libro que reúne artículos sobre la traducción literaria, El traductor, artífice reflexivo (2018).
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