Crónicas
Más sobre las islas: Un atlas y la Isla La Tuna
Por Rosario Lázaro Igoa / Lunes 29 de junio de 2020
Fragmento de portada del libro «Atlas de islas remotas», de Judith Schalansky (Capitán Swing y Nórdica)
Entre islas ha viajado y ha vivido Rosario Lázaro Igoa, autora de una crónica que nos conduce a las fronteras del mar, a paraísos remotos que coquetean con un aislamiento que puede volverse infernal, a territorios que tal vez nunca aparezcan en los mapas.
Las travesías sobre el mar desde los aviones ocurren como si no hubiera más que océano allá abajo. Si los armatostes de metal cayeran en picada o se vieran obligados a un aterrizaje forzoso, sería siempre al agua, ¿o no? Crédulos los viajeros: miran la demostración de los chalecos inflables, posibilidad lejana, como la única permisible. Hay islas, resulta. Ínfimas, remotas, imposibles, plenas de hipérboles. Decoran, espaciadas, la extensión líquida del mar. Ni siquiera aparecen en el mapa de la pantalla, que muestra azul pleno y sin resquicios. Intrusas esas islas. Se esconden en el océano alrededor. Nada más artificial que ellas, las islas. Ni más mágico. Empiezan y terminan en un espacio circunscripto. Tienen todo lo que deben tener, que a veces es escaso, y más nada. Es verdad que los continentes no dejan de ser una gran isla, pero ya nos hemos acostumbrado a llamarlos «tierra firme».
Lejos de esas cuestiones lúgubres, sigo pensando en la Isla La Tuna, allá en el Cabo Santa María, donde no pasan los aviones. Solo las gaviotas o los biguás cruzan ese cielo. Antes eran dos islas. A una la conectaron al Cabo para hacer el puerto. La otra se salvó de ese exabrupto. Hileras de rocas corren de norte a sur en la isla sobreviviente. El Atlántico ruge detrás de la muralla de roca que mira hacia al este. En el costado norte, una plataforma de piedra lisa hace que las olas se desplomen primero y entren como espuma dócil en la Bahía Grande. A la Isla La Tuna se puede cruzar por el oeste, donde estira una lengua de arena y mejillones hacia la orilla de la Bahía Chica. Los días de bajante, la travesía es de unos veinte metros, que un adulto camina sin problemas. Agua caliente encima, agua helada por debajo. Al verla en el mapa, en este preciso momento, me doy cuenta con estupor que desde el aire parece un renacuajo o una versión diminuta del Uruguay, inclinada hacia la izquierda.
La isla palomense está demasiado cerca de la tierra firme. Nunca entraría en el Atlas de islas remotas. Una pena. Sería hermoso verla dibujada en ese compendio. Judith Schalansky escribe en el prólogo: «el mapa bidimensional del mundo supone algo como un pacto entre la simplificación impertinente de la abstracción y la apropiación estética del mundo» (p.11 de la traducción al inglés, que me atribuyo colocar en español, aunque sé que hay una traducción de Isabel G. Gamero para Nórdica que el coronavirus no dejó llegar a esta otra isla donde vivo). En el libro hay «Cincuenta islas en las que nunca estuve y a las que nunca iré», a modo de advertencia acerca de la artificialidad de la empresa. Schalansky las dibuja con detalle, a dos colores. Aparecen formas tortuosas, elevaciones, bahías, en algunas hasta un pueblo perdido. Del lado izquierdo de cada mapa, los datos, irrisorios algunos como el número de habitantes, conviven con relatos que pretenden ser la historia del lugar, aunque no pasen, por suerte, de anécdotas puntuales, invenciones sobre las historias salvajes de esos trozos de tierra en el medio de la nada. El aislamiento exacerba las cosas. Es que, recuerda Schalansky, «El paraíso es una isla, el infierno también».
Varias de estas islas están tan lejos de los países a los que pertenecen, que ni siquiera entran en los mapas nacionales. Salpican el mar, eso es un hecho. Iwo Jima es conocida. La Isla del Coco una vieja obsesión. La mayoría, ilustres desconocidas. Nada más hermoso que la fragilidad de los atolones, aunque las islas en parajes gélidos, menos sutiles, son las que generan la extrañeza. Cómo es que están ahí, tan al norte o tan al sur, se pregunta una al leer las historias. La Isla Franklin, en la Antártica, es justo el tipo de isla nimia. 33 kilómetros cuadrados de puro hielo. Deshabitada, pura roca volcánica. Desde el aire, casi un rectángulo. La descubrió James Clark Ross en 1841. Nadie ha decidido habitarla desde entonces, como a la Isla La Tuna, en el Cabo Santa María.
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