Cuarto capítulo
Luz nueva para el cuerpo: Karina Sandra
Por Sebastián Míguez Conde / Martes 13 de diciembre de 2022
La última entrega de «Luz nueva para el cuerpo» trae la revelación de una mentira predecible, pero no por eso menos dolorosa. El personaje de estos textos de Seba Miguez sabe que, en el fondo, es verdad aquel refrán que dice: «quién busca, encuentra».
Karina Sandra tiene el pelo rapado a los costados de la cabeza, el resto teñido de colores primarios. Piercings en la nariz, en el ombligo, en la lengua, en el clítoris. Ojos verdes, pecas. Alrededor de treinta años. Le gusta el sexo fuerte, que le apriete el cuello, le escupa en la boca. Sexo sucio, desordenado, brutal.
Nos hicimos amigos. Ninguno de los dos pretende más del otro que esos encuentros. Ella está en pareja con una mujer en una relación abierta. Yo, en pareja con un hombre en una relación que se pretende monógama.
Conversamos seguido sobre las citas ocasionales que conseguimos por las aplicaciones de encuentros. Le comenté que estaba encaprichado con volver a ver a un tipo con el que cogí una vez. Un hombre que usa el nickname tapadyocasado. Uno de los cientos de casados tapados que se usan diferentes variaciones del mismo apodo de red. Es un motoquero tatuado, con poco tiempo y mucho miedo a que lo descubran. Ronda los cuarenta años, como yo, tal vez un poco menos. Hablamos alguna vez más: inicia la charla él, pero siempre tiene alguna excusa para no encontrarnos. Lo entiendo.
No es que el tipo me haya gustado especialmente, es simplemente que la única vez que lo vi garchamos horrible. Yo no estaba de buen humor, él tampoco. No se nos paró bien a ninguno, él se golpeó la pantorrilla contra el borde de la cama, interrumpimos, me distraje, retomamos sin voluntad. En el momento en el que nos vimos yo estaba flaco. Además, había tenido que viajar muchas horas en auto el fin de semana anterior y el calor del asiento germinó granitos rojos en mi espalda, en las nalgas. Estaba feo, cansado. Quería verlo de nuevo para resarcirme, para mostrarle que lo podía hacer bien, que ese garche nefasto no tenía nada que ver conmigo.
Karina Sandra se ríe de mi ego. Yo me río de su risa. Nos besamos, pero no tenemos tiempo de coger otra vez. Mientras se termina de maquillar, me siento al borde de la cama y entro a la aplicación de encuentros para ver si tengo algún mensaje nuevo. Ella se sigue maquillando. Queda mirando el espejo, seria, como en un trance que dura apenas unos segundos. Sonríe y me dice algo así como que uno de estos días voy a encontrarme con mi compañero en esa aplicación y voy a quedar «de cara».
— José es incapaz de hacer una cosa así. No lo conocés, es buenísimo, el sorete soy yo.
—Eso decís vos.
—¿Por qué no te vas a la mierda, Karina?
—Karina Sandra —dice para corregirme, mientras se acerca ya maquillada y me besa castamente en la boca.
—¿Por qué no te vas a la mierda, Karina Sandra?
También sonrío.
Sus palabras me hacen eco en el cráneo. Hubo un perfil que me hizo ruido, con el que chateé alguna vez, pero ninguno de los siguió la charla. Lo que me hizo ruido fue que estaba muy cerca.
Estaciono en la esquina de casa. Si es posible que mi compañero use aplicaciones para buscar sexo, no va a hacerlo mientras yo esté ahí. Abro varias aplicaciones y filtro por las características de José. Una por una: cuarenta y dos años, en pareja, en la zona, cierro el rango de cercanía a pocos metros, pido que se me muestre solamente hombres sin foto de perfil.
Aparece un mosaico de siluetas masculinas grises en cada ventana del teléfono. Chateo con todos los que me contestan. Son pocos. Pido foto, me mandan rápido la chota o del orto, todos, excepto uno: doyypidodiscreción, el perfil que me llamó la atención antes.
Hace calor, pero no tanto como para justificar las gotas de sudor que me empapan la camisa. Charlo un rato, miento que soy casado, padre, abogado, y no sé qué más. Tengo poco tiempo. Es todo rápido, ya habíamos estado hablando antes, doyypidodiscreción está en pareja, usa la aplicación muy poco, no quiere poner en riesgo su relación, bla, bla, bla, pajerías que decimos todos. Lo convenzo de vernos, le propongo encontrarnos ahora, cerca, pero él dice que no, que, si nos vamos a encontrar, tiene que ser en otro lado. Acepto. Quedamos para mañana en un bar que elijo yo, escondido en el centro.
Entro a casa. José está en la cocina. Guarda el celular en el bolsillo y me besa en la boca, contento. Estás empapado, no hace tanto calor, ¿está todo bien? . No, no está todo bien. Sí, tuve un día largo, ¿cómo te fue a vos?.
Empieza a contarme sobre su laburo, entregas, clientes. Está de espaldas, picando morrón y tomate para una salsa. Lo miro en silencio desde la puerta, tengo los brazos a los lados. No es posible que haya quedado en encontrarse con alguien mientras me prepara la cena. Le pregunto qué va a hacer al otro día, a la hora del encuentro. Por un microsegundo, por un momento casi imperceptible, detiene el movimiento y enseguida sigue cortando. Me contesta que se va a encontrar con un cliente. Sirve una copa de vino y me la alcanza.
—Relajate, y andá a bañarte que sos un asco.
Ríe. No es posible, pienso, tiene que ser otro.
Entro al baño, chequeo la aplicación. doyypidodiscreción está desconectado. Tengo un mensaje de Karina Sandra. Quedamos en encontrarnos mañana a la tarde, cuando yo salga del trabajo. Me pide una copia autografiada de mi última novela para regalarle a su novia. Le escribo que no puedo, que se la dejo en la recepción de mi trabajo a su nombre, sé que vive a pocas cuadras. Contesta: Mejor, mañana va a ser un día de locos, además va a haber una tormenta tremenda y yo estoy sin el auto, me va a complicar llegar al Geant. Dejamos para la semana que viene. Es una excusa, no hay ningún pronóstico de lluvias hasta el fin de semana. Además, pudo haberme pedido que pase por su casa a buscarla.
No duermo en toda la noche. Salgo a trabajar como siempre, pero falto y voy al Centro a hacer tiempo hasta la hora del encuentro. Tuve cuidado de elegir un bar con ventanales grandes para poder ver todo el local desde afuera. Estaciono a media cuadra. Debo dejar los limpiaparabrisas andando porque la lluvia intensa no me deja ver. A la hora que acordamos, aparece él. Entra, mira a los costados. Hay pocos clientes. Se toca el cuello como hace siempre que está nervioso. Mi compañero de tantos años se acomoda en una mesa. Pide algo a un mozo gordo y pelado, saca el celular del bolsillo. Desde la aplicación me llega un mensaje de doyypidodiscreción diciendo que ya está ahí, que me espera, que está nervioso.
Estoy furioso, tengo ganas de entrar y agarrarlo a piñazos. Me duele el pecho. Espero en el auto, en silencio, José está inquieto, mira el celular. Pasan veinte minutos que para mí son diez segundos. José me escribe otra vez, doyypidodiscreción me escribe otra vez: ¿No vas a venir?. Me tiemblan las manos de bronca, pero me da el pulso para responder: Ya fui, te vi, y no me gustaste, no me escribas más. José me bloquea el usuario, paga, sale del bar y vuelve por donde vino. Lo veo aparecer y desaparecer entre la cascada de lluvia con cada movimiento del limpiaparabrisas, hasta que se pierde en la esquina.
Me llama Karina Sandra para decirme que olvidé dejar dicho quién iba a buscar el libro, está mojada, de buen humor. La flaca descarnada que me entregó el libro es tremenda chusma. Le pido que nos encontremos, por favor, tengo muchas ganas de verte, yo te paso a buscar por tu casa. OK. Tengo un WhatsApp de la recepcionista: El paquete que dejaste lo vino a buscar una tal K. Sandra. No me aclaraste quién venía y se lo di a ella porque lo pidió, espero que esté bien. Besos. Está bien, sí, gracias.
Paso a buscar a Karina Sandra por su casa. Ya en la penumbra triste del hotel, empiezo a hacerle el amor con ternura, sexo vainilla, dulce, calmo. Parece que lo disfruta. Pero algo le pasa a mi cuerpo, algo que hace erupción desde adentro, algo que con cada embestida se vuelve cada vez más violento, más bestial. Me susurra en el oído, jadeando: Un poco más despacio, papi, que me vas a lastimar. Pasa el piercing de su lengua por mi oreja. Me calmo, espero que tenga su orgasmo, pero yo no llego. Salgo de ella sin decir nada, molesto. ¿Qué pasa, no te gustó?.
Mientras nos vestimos le cuento sobre José, la aplicación, el encuentro. Ella se está recogiendo el pelo de colores en un moño.
—¿Qué vas a hacer?
—No voy a hacer nada, no voy a decir nada tampoco. Me la voy a bancar y seguir así para siempre.
Karina Sandra queda un momento en silencio, inmóvil, mirando casi a través del espejo. Se termina de arreglar el pelo y sentencia que no voy a poder, así lo dice: no vas a poder. Predice que voy a aguantar un tiempo hasta que explote y mande la relación a la mierda; va a ser por una pavada, por el desorden, una pelea por la plata, porque se olvidó de sacar la basura. Se equivoca. No me conoce. Decido que no quiero volver a discutir ese tema con ella.
En el camino, para hablar de otra cosa, le comento que en algún momento de la tarde me escribió el motoquero al que estoy encaprichado en ver una vez más. Karina Sandra vuelve a quedar en silencio, con la cara relajada, recupera la expresión y asegura que estoy equivocado, que a él sí le gustó el garche y que es una mala idea que nos veamos de nuevo. Eso no va a terminar bien. Está complicado poder mantener una conversación con ella. Seguimos sin hablar. Llueve mucho. Atraviesa corriendo el jardín para no mojarse, saluda con la mano desde la puerta. Arranco.
Antes de entrar le escribo al motoquero, no lo quiero presionar, cuando lo hago se caga, pone alguna excusa y vuelven a pasar semanas sin que me conteste. Voy a charlar un poco y luego que el encuentro se dé solo. Le aviso por chat a tapadoycasado que la seguimos mañana porque ya estoy en casa. Salgo de la aplicación.
—Te voy a pegar una cogida que te va a dejar acabando una semana —le digo en voz alta a la pantalla ya negra del teléfono.
José está en la cocina otra vez, de espaldas. Me vuelve la bronca y el impulso de lastimarlo, de romper todo a trompadas. Se da vuelta sobresaltado. La lluvia no dejó que me escuchara estacionar el auto. Está triste, muy triste. Me saluda.
Troza lechuga con un cuchillo grande. Hay arroz en el fuego, la olla humea. Dejo el pan que traje sobre la mesa. Él me muestra una mueca que pretende ser la sonrisa más desamparada del mundo, y me cuenta que quiere empezar a comer más sano. Se toca la panza.
—Tengo que bajar algunos quilos, estoy hecho un chancho, ¿verdad?
La pregunta, su orgullo herido, su vulnerabilidad, los ojos brillantes. Me asaltan en imágenes sueltas todos los años que pasamos juntos. La pobreza de la juventud, las pensiones, las dieciséis horas de trabajo por día para poder pagar las cuentas, el agotamiento, la facultad, el salir de las deudas, la casa nueva con jardín, los perros, los autos, las pérdidas, las discusiones, mis excesos de drogas, de alcohol, él siempre ahí, siempre.
—No sos un chancho, José. Sos perfecto —contesto sin mirarlo mientras pongo la mesa.
No vas a poder, me dice Karina Sandra desde el recuerdo. José cena en silencio, está pasando mal, se le nota en la mirada apagada, en la voz sin brillo, sin ganas, en la forma en la que come lechuga insípida. Mi furia se transformó en compasión, por él y por mí. Ojalá supiera cómo se hace para llorar. No vas a poder, repite Karina Sandra. Me sigue doliendo el pecho. Sí, voy a poder, le contesto. Me sirvo vino. Voy a poder, repito en mi mente, y me convenzo por un rato. Al fin y al cabo, ¿qué sabe K. Sandra?
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