Luz nueva para el cuerpo
Luz nueva para el cuerpo: Adela
Por Sebastián Míguez Conde / Jueves 14 de abril de 2022
Sebastián Míguez Conde empieza una serie de textos sobre lo carnal, la tiranía del tiempo y el sexo acordado por medio de aplicativos. En «Luz nueva para el cuerpo», el autor de La raíz de la furia y de Nadie está muerto mucho tiempo vuelve a una prosa voraz, deseante y despiadada que tritura la contemporaneidad y los modos de encontrarse.
Manejo en silencio por la rambla de la Costa de Oro, música olvidable en la radio. Gabriela en el asiento del acompañante. Mira el celular y me ignora un poco. Me distraigo a veces en su escote. Ella se da cuenta y se acomoda desentendidamente el pelo ondulado y oscuro para dejarme ver mejor. Cree que estoy enamorado de ella. Yo no la contradigo, le hace bien saberse linda. Definitivamente no estoy enamorado, ni mucho menos, pero me gusta mucho mirarla, y a ella que la mire.
Si nunca le hice el amor a Gaby no es por falta de deseo mutuo, o atracción, ni porque yo viva con un hombre en una relación que se pretende monógama; es por la sencilla razón de que yo no quiero que esté con otros varones mientras está conmigo. Ella no lo acepta. Sigo manejando en silencio.
Gabriela es enfermera. Trabaja cuidando a Claudina, una mujer muy, muy gorda, como las que aparecen en esos crueles y tendenciosos documentales norteamericanos. Claudina tiene la mente de una niña chica y es además incapaz de hablar en otro idioma que no sea uno que fue inventado por ella, lleno de gestos y ruidos, consonantes enganchadas por otras consonantes, muchas eses, emes y bes unidas por erres que se sienten como un ronroneo, un dialecto angelical tan íntimo que nadie va a entenderlo jamás. Su cara es bellísima. Es, además, una criatura absolutamente feliz.
A veces, después de juntar fuerzas por días, Claudina tira las sábanas de la cama, se escapa a la calle, transita, con muchísima dificultad y con una velocidad increíble para su tamaño, los metros que la separan del cantero de la rambla de la Costa y, así, gigantísima y completamente desnuda, saluda a los conductores, tira besos, y grita cosas en su idioma imaginario. Los padres de la giganta hermosa salen a la calle y tratan de devolverla a casa, pero solamente entra cuando ella quiere volver. No importa cuántos policías o vecinos quieran convencerla, cuántos caramelos le ofrezcan: ella vuelve cuando se cansa de estar parada, de saludar, de regalar besos.
Claudina se escapó otra vez. Al acercarnos por la rambla al trabajo de Gabriela, se relentiza el tránsito por los autos que bajan la velocidad debido al espectáculo. Cuando por fin estamos ahí, estaciono en una de las entradas a la playa. Gabriela se baja apurada para ayudar, yo bajo también, pero me quedo apoyado mirando. Prendo un cigarrillo. La gorda elefantástica me ve y se lleva las manos a la cara y mueve sus pestañas de jirafa rápido. Me parece que le gusto. Saluda. La saludo también y ella se pone contenta. Le lleva más de una cabeza de altura al más alto de todos. Las tetas lacias se le confunden con los otros pliegues del cuerpo desmesurado. Esta vez acepta unos caramelos y se vuelve caminando despacio a su casa.
No sé cuándo empecé a sentirme enterrado por el polvo de la monogamia. Lo que sí sé es que, para sacudírmelo y darme un poco de luz nueva en el cuerpo, me bajé un montón de aplicaciones de encuentro: Tinder, Happn, Badoo, Grindr, Manhunt, y alguna otra que no me acuerdo.
Me adapté rapidísimo a ese universo. Subí en el perfil algunas fotos guarras, directamente de la chota o el orto, un trozo de carne con forma humana, imágenes de mal gusto, una presentación burda y brutal de lo que buscaba y lo que podía ofrecer. Para mi sorpresa, en lugar de insultarme por degenerado o bruto, me llovieron las ofertas. No acepté ninguna todavía. Me entretengo mirando los trozos de carne de mujeres y varones que se ofrecen tan desvergonzadamente como yo. Y me río mientras se llevan a la giganta a su casa y el tránsito vuelve de a poco a la normalidad. Termino el cigarrillo. Hay sol.
Hoy voy a encontrarme por primera vez con una mujer de las aplicaciones. Se llama Adela. Tiene casi treinta años. Yo tengo cuarenta y dos, así que creo que está bien la edad. Es de Maldonado. La elegí por varias cosas: primero porque vive lejos y no hay chance de que nos encontremos por casualidad. Segundo porque es una mujer linda, buen cuerpo, linda cara. Y tercero, porque las fotos de perfil tenían algún tipo de filtro vintage que me pareció interesante, diferente a todas las que vi antes, una onda ochentosa o noventera que además es difícil de construir y que se vea natural. Parece que tiene talento.
Aprovecho que en un par de horas me van a hacer una entrevista por mi último libro en una radio de Maldonado y le escribo a Adela para coordinar el encuentro. Me dice que sí, que está nerviosa, y ansiosa; yo también. Compro forros en el camino.
Salgo de la entrevista rápido y voy a la ubicación que Adela me mandó. Llego a la casa. Está frente a la playa. Estaciono mirando al mar. Escupo el chicle. Me pongo desodorante. Chequeo estar bien peinado, prolijo. Envío un mensaje avisando que ya llegué y me acerco.
La puerta se abre a medida que voy llegando, sonrío por instinto hasta que aparece la mujer y la sonrisa se me desinfla sin querer. Una vieja. Tiene apenas un dejo de la joven que aparecía en las fotos de perfil en la aplicación. Me invita a entrar. Imagino que es la madre de Adela, o la abuela, y pienso que es un momento incomodísimo: ¿cómo me presento?, pienso. ¿Qué le digo?: buenas tardes, soy el tipo que viene a garcharse a su hija, mucho gusto. No digo nada, no se me ocurre algo coherente.
Entro titubeando y me siento en el sillón que me indica. Apoyo las manos en las rodillas. Hay té en una mesa ratona; me sirve. Todavía no digo quién soy, ni a quién busco. Un florero con una rama de azucenas casi marchitas. Me dice que le gustan esas flores, crecen libres en un terreno cerca, a un par de cuadras (señala al este), pero le da vergüenza que los vecinos la vean entrando a cortarlas, una pavada, porque no hay de qué avergonzarse, pero una es así, cada quien es como es. Y sonríe.
Soy Adela. Silencio. Pasa un momento eterno. Abro la boca para decir algo y nada. Silencio de nuevo. La puta madre. Esa señora tiene como mínimo treinta y tantos años más que la mujer de las fotos del perfil que yo elegí. Me muevo incómodo. No quiero ser descortés. Y es que si te hubiera dicho mi edad real no hubieras venido, y que estoy cansada de que me desprecien, y que podés irte si querés, todos se van, hasta me han insultado. Sonríe triste. Que yo también tengo algo para ofrecer, ¿no?, no estoy muerta todavía. Dice lo último como una broma, y se ríe otra vez. Yo río también, con la boca abierta, mucho, desproporcionadamente a lo gracioso del comentario. Estoy nervioso.
Quiero resolver rápido. Irme sin culpa de dejar a esa señora que se maquilló de más, que se hizo la permanente que ha de haberle salido un huevo, que se puso pestañas postizas, que preparó té y sirvió galletas. Se me ocurre hacer que me eche, ser grosero, hacer algún comentario fuera de lugar, o cruel, para que ella me invite a irme y yo pueda volver a casa tranquilo, resolver rápido, y que, al fin y al cabo, haya decidido ella. Una estupidez, yo sé, pero no se me ocurre otra cosa.
–Mirá –digo sonriendo– vos me mentiste en la edad, me mentiste mucho. Ella sonríe también, tímida, mirando la taza de té que sostiene en la mano. –No te voy a coger, a lo sumo, si querés, me la chupás y nada más. Nada de besos, ni caricias, una mema así nomás o me voy, ¿te va?
Adela separa la mirada de la taza de té y la clava en la mía. Parece enojada, en cualquier momento me echa. Me preparo para levantarme e irme. Me da vergüenza lo que dije, pero estoy conforme con salir del asunto lo antes posible.
–Bueno –contesta la señora apoyando la taza la mesita ratona– Está bien. Y se ata los rulos en una cola.
¡¿Qué?!, me grito en el cerebro mientras Adela se acerca y se agacha frente al sillón y empieza a desabrocharme la bragueta. Me agarro la cabeza con las manos porque no puedo creer lo que está pasando. Me la va a chupar una señora con olor al perfume de mi abuela. La putísima madre. No me da tiempo a reaccionar. Transito el momento como puedo, pienso en otra cosa, no miro para abajo, recuerdo garches espectaculares, con otras mujeres, con hombres, con muchos o muchas a la vez. Me veo en un fogonazo clarividente a mí de viejo suplicando para que alguien quiera garchar conmigo y la lástima por mí y por ella me pesa en el pito como nunca. Se me para apenas. Termino mal, avergonzado, de mal humor. Ella tampoco debe de haber pasado bien.
Me subo al auto para irme. Ya es de tarde. Prendo un cigarrillo y miro la playa. El cielo está rojo. Por la ventana abierta de la cocina de la casa veo a Adela que también se prendió un cigarrillo. Fuma mirando el cielo incendiado. Cruza los brazos a la altura del pecho, como abrazándose. Es la señora más triste del mundo.
No sé por qué, pero no vuelvo a casa con mi compañero. Le mando un audio diciéndole que tengo un evento en el club de golf donde trabajo y seguramente me quede en la oficina hasta el otro día. Manejo directamente a la casa de la giganta, donde está todavía trabajando Gabriela. Hoy está sola con la gorda lindísima. Los padres de Claudina son médicos y tienen guardia a la noche.
Gabriela me escucha estacionar el auto, porque apenas me acerco a la casa ella me abre la puerta a la vez que se cruza los labios con el índice en señal de silencio. La giganta está durmiendo. Se escuchan gemidos de placer, como si estuviera comiendo y diciendo «qué rico, qué rico» sin palabras. Está teniendo un sueño delicioso.
Pasamos por el living donde descansa Claudina y vamos al cuarto principal. Gabriela no entiende qué estoy haciendo ahí, piensa que pasó algo. Me mira preocupada, esperando. Me acerco despacio y la beso en la boca. Ella recibe el beso, y lo contesta. Hacemos el amor con ternura y cuidándonos de no hacer ruido y despertar a la giganta preciosa que ronronea desde el living. Desayuno con ellas. La gorda está más hermosa de mañana, rozagante y contenta de tenerme ahí, me abraza, me da comida, me habla en su idioma, me muestra sus juguetes. ¿Cómo quedamos ahora?, me pregunta Gabriela cuando me voy. No le contesto. No sé qué decir. Ella no insiste.
Apenas dejo atrás a Gabriela en la casa de la gorda ronroneante, manejo directamente hasta Maldonado. Al llegar, voy al terreno vacío y junto un ramo de azucenas frescas. Se las dejo a Adela entre las barras del portón de hierro. Espero en el auto estacionado en la otra esquina. Se ve la silueta de la mujer caminando por la casa. No sé cuánto tiempo espero hasta que sale con una bolsa de basura en la mano. Al llegar al portón se encuentra con las flores. Deja la bolsa de basura en el suelo y se lleva las dos manos a la cara. Las uñas rojas y largas. Hay algo que me hace acordar a la gorda hermosa cuando se pone contenta. Creo que Adela queda mucho más linda sin el maquillaje, las pestañas postizas, la permanente. Deja la bolsa de basura en el contenedor frente a su casa y entra sosteniendo las flores a la altura del pecho. Espero un rato antes de arrancar el auto. Mando un mensaje a mi compañero avisando que voy para casa, que se apronte para salir a comer apenas llegue. Prendo el cigarrillo y vuelvo manejando por la ruta, con la radio apenas susurrando alguna canción sin importancia.
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