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Difusión

Leé un fragmento de «Cosas pequeñas como esas», de Claire Keegan

Por Escaramuza / Viernes 07 de enero de 2022
«Cosas pequeñas como esas», de Claire Keegan (Eterna Cadencia, 2020)

Compartimos algunas páginas de Cosas pequeñas como esas, el cuarto libro de Claire Keegan: una historia íntima y social que nos remonta al pasado reciente y oscuro de Irlanda a través de su protagonista Bill Furlong, un hombre aparentemente ordinario que comienza a revisar su pasado y actuar en el presente, para evitar el posible futuro de sus hijas.

Claire Keegan (County Wicklow, Irlanda, 1968) es escritora. Estudió Filología Inglesa y Ciencias Políticas en la Universidad de Loyola (Nueva Orleans, EEUU), y un máster en Escritura Creativa en la Universidad de Gales (Cardiff, Reino Unido). Además de la novela corta Tres luces (2010), con la que obtuvo el Premio Davy Byrnes, publicó Antártida (1999), título premiado con el William Trevor Prize y el Rooney Prize for Irish Literature, y Recorre los campos azules (2007), galardonado con el Edge Hill Prize.

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4

Fue un diciembre de cornejas. La gente nunca había visto tantas, reunidas así, en grupos negros, en las afueras de la ciudad, y luego entrando y transitando las calles, ladeando la cabeza y aterrizando, con descaro, donde se les antojara, buscando cosas muertas o zambulléndose, atrevidas, en todo aquello que pareciera comestible a lo largo de los caminos, antes de ir a posarse por la noche en los enormes árboles añosos que había alrededor del convento.

El convento, en la colina que había al otro lado del río, era un lugar de aspecto imponente, con portones negros abiertos de par en par y una multitud de ventanas altas y brillantes, que daban al pueblo. Durante todo el año, el jardín del frente se mantenía cuidado, con el césped cortado, arbustos ornamentales que crecían prolijamente en hileras y los altos setos podados regularmente. A veces, allí se hacían pequeñas fogatas al aire libre cuyo extraño humo verdoso descendía sobre el río y atravesaba el pueblo o iba hacia Waterford, según cómo soplara el viento. El tiempo se había vuelto seco y la gente comentaba la imagen que ofrecía el convento, lo parecido que era a una postal navideña, con los tejos y las encinas cubiertos de escarcha, y cómo los pájaros, por alguna razón, no habían tocado una sola baya de los acebos. Eso lo había dicho el viejo jardinero en persona.

Las monjas del Buen Pastor, a cargo del convento, dirigían allí una escuela de formación para niñas que les proporcionaba una educación básica. También dirigían un exitoso negocio de lavandería. Poco se sabía sobre la escuela de formación, pero la lavandería tenía buena reputación: restaurantes y casas de huéspedes, la residencia de ancianos y el hospital, y todos los sacerdotes y familias acomodadas enviaban allí lo que tuvieran para lavar. Según los informes, todo lo que se enviaba, ya fuera un montón de ropa de cama o apenas media docena de pañuelos, volvía como nuevo.

También se decían otras cosas sobre el lugar. Algunos sugerían que las alumnas de la escuela de formación, como se las conocía, no eran alumnas de nada, sino chicas de moral dudosa que pasaban sus días siendo reformadas, cumpliendo una penitencia mediante el lavado de las manchas de la ropa sucia, por lo que pasaban todos los días, desde el amanecer hasta la noche, trabajando. La enfermera local había contado que la habían llamado para tratar a una joven que tenía várices de tanto estar de pie junto a las tinas de lavado. Otros aseguraban que eran las propias monjas las que se mataban tejiendo pulóveres del tipo de las islas Aran y enhebrando rosarios para la exportación; que tenían corazones de oro y problemas en la vista, y que no se les permitía hablar, sino únicamente rezar; que a algunas, a mitad del día, no se les daba más que pan y manteca, pero que se les permitía una cena caliente por las noches, una vez terminado el trabajo. Otros juraban que no era más que un hogar para madres y bebés, donde muchachas solteras, comunes y corrientes, entraban para esconderse después de dar a luz, diciendo que era su propia gente la que las había mandado allí luego de que sus hijos ilegítimos fueran adoptados por estadounidenses ricos o enviados a Australia, y que las monjas se hacían de un buen dinero colocando a esos bebés en el extranjero, industria que funcionaba bien.

Pero la gente decía muchas cosas, y una buena parte de lo que se decía resultaba difícil de creer: nunca había escasez de mentes ociosas o de chismes en el pueblo.

A Furlong no le gustaba creer nada de eso, pero una tarde en que había llegado al convento con un pedido, mucho antes de lo previsto, al no encontrar a nadie en el frente, pasó delante del cobertizo del carbón, que estaba en el extremo final del edificio, corrió el cerrojo de una pesada puerta y la abrió para toparse con un bonito huerto cuyos árboles estaban cargados de frutas: manzanas rojas y amarillas, peras. Entró con la intención de robarse una pera salpicada de pecas, pero tan pronto como pisó el césped, cinco gansos malvados le salieron al encuentro. Cuando retrocedió, se alzaron sobre las puntas de las patas y batieron las alas, estirando el cuello en señal de triunfo y le graznaron.

Continuó hasta una pequeña capilla iluminada, donde encontró a más de una docena de muchachas y de niñas, apoyadas en rodillas y manos, con trapos y latas de antigua cera de lavanda, lustrando en círculos el piso, esforzadamente. Apenas lo vieron, reaccionaron como si se hubiesen quemado, solo porque llegó y preguntó por la Hermana Carmel, ¿estaba ella ahí? Ni una de ellas tenía zapatos, sino apenas medias negras y algún tipo de horrible uniforme gris. Una niña tenía un orzuelo feo en el ojo, y el pelo de otra había sido cortado de manera tosca, como si un ciego se lo hubiera cortado con tijeras de podar.

Fue ella la que se le acercó.

–Señor, ¿no nos ayudaría?

Furlong sintió que retrocedía.

–Lléveme hasta el río. Es lo único que tiene que hacer.

Hablaba con extrema seriedad y acento de Dublín.

–¿Al río?

–O al menos déjeme en el portón.

 –No depende de mí, niña. No puedo llevarte a ningún lado –dijo Furlong, mostrándole sus manos abiertas y vacías.

–Entonces lléveme a su casa. Trabajaré para usted hasta que me caiga.

–En casa tengo cinco hijas y una esposa.

–Y yo no tengo a nadie, y lo único que quiero es ahogarme. ¿Ni siquiera puede hacer esa puta cosa por nosotras?

De repente, se dejó caer sobre sus rodillas y comenzó a lustrar, y Furlong se volvió y vio a una monja parada en el confesionario.

–Hermana –dijo Furlong.

 –¿Qué se le ofrece?

–Solo estaba buscando a la Hermana Carmel.

–Ha cruzado a St. Margaret’s –dijo–. Quizá yo pueda ayudarlo.

–Traigo muchos troncos y carbón para ustedes, Hermana.

Apenas se dio cuenta de quién era él, la monja cambió de actitud.

–¿Fue usted el que andaba por el huerto, molestando a los gansos?

Furlong, sintiéndose extrañamente castigado, dejó de pensar en la niña y siguió a la monja hasta el frente, donde ella leyó el remito e inspeccionó la carga asegurándose de que coincidiera con el pedido. Mientras él ponía el carbón y los troncos en el cobertizo, ella lo dejó y entró por el costado, antes de volver a salir por la puerta principal para pagarle. Mientras ella contaba los billetes, la estudió; le hacía pensar en un pony fuerte y consentido al que durante demasiado tiempo se lo había dejado en libertad. El impulso por decir algo sobre la niña creció, pero se desvaneció, y al final simplemente hizo el recibo que ella le había pedido y se lo entregó.

 Apenas entró al camión, cerró la puerta y siguió viaje. Más adelante, ya en la ruta, se dio cuenta de que se había olvidado de girar y de que estaba yendo a toda velocidad en la dirección equivocada, por lo que tuvo que decirse a sí mismo que debía aminorar la marcha. No dejaba de ver a las chicas en cuatro patas, lustrando el suelo, y el estado en el que se encontraban, pero lo que también lo sorprendió fue el hecho de que, cuando siguió a la monja fuera de la capilla, notó un candado en el interior de la puerta que conducía desde el huerto al frente, y que la parte superior del alto muro que separaba al convento de St. Margaret’s estaba rematada con vidrios rotos. Y también, la manera en que la monja había cerrado la puerta de entrada con llave, cuando salió a pagarle.

Una niebla descendía, flotando en grandes bancos y parches, y, en la carretera sinuosa, no había espacio para girar, de modo que Furlong tomó a la derecha por un camino secundario y luego, más adelante, volvió a girar a la derecha por otro camino, que se iba haciendo más estrecho. Después de dar otra vuelta y pasar un cobertizo de heno, por el que pensó que ya había pasado, del otro lado de la carretera, se encontró con un chivo suelto que arrastraba una cuerda corta y se topó con un anciano de chaleco y con una hoz cortando un montón de cardos muertos al borde del camino.

Furlong se detuvo y le dio las buenas noches al hombre.

–¿Podría decirme adónde me lleva este camino?

–¿Este camino? –dijo el hombre, bajando la hoz y mirándolo fijo–.

Este camino te va a llevar a donde quieras ir, hijo.

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Keegan, Claire. Cosas pequeñas como esas. Traducción de Jorge Fondebrider. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2020, pp. 39 a 44.

Inés Garland entrevista a Claire Keegan con motivo de la publicación de Cosas pequeñas como esas.

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