Lo común en Jean-Luc Nancy
La comunidad como obra abierta
Por Santiago Cardozo / Martes 24 de marzo de 2020
Jean-Luc Nancy (1940), filósofo francés.
«¿Qué es lo común? ¿En qué medida lo común define a lo político?» Santiago Cardozo reseña La comunidad revocada, un ensayo del filósofo francés Jean-Luc Nancy que retoma la discusión sobre lo común iniciada en los años ochenta y habilita a pensar la comunidad como una obra en producción, un acontecimiento en transmisión, que no se cierra nunca.
[…] si hay historia es porque los seres humanos, antes de sembrar y cosechar, son seres que hablan, seres de cuya vida individual y colectiva está tomada por palabras que flotan, palabras que no designan hechos, clases de propiedades o estados de cosas bien identificados.
Jacques Rancière, Historia y relato
Nuestra propia esfera privada ya no es una escena en la que se interprete una dramaturgia del sujeto atrapado tanto por sus objetos como por su imagen, nosotros ya no existimos como dramaturgo o como actor, sino como terminal de múltiples redes.
Jean Baudrillard, El otro por sí mismo
La comunidad: inconfesable (Maurice Blanchot), inoperante (Jean-Luc Nancy) y, ahora, revocada (Nancy de nuevo) –también, en el medio, que viene (Giorgio Agamben). Estos cuatro libros se interrogan sobre el elemento insoslayable en sus diferencias: lo común, lo comunitario y, para el caso de Nancy, aunque más tangencialmente, el comunismo. El número no hace a lo común: sí la articulación, el excedente que sobredetermina las unidades articuladas.
¿Qué es lo común? ¿En qué medida lo común define a lo político?
Una de las palabras clave que introduce Nancy para pensar la comunidad es «desobramiento», neologismo que pretende expresar la incompletud de aquella como acontecimiento siempre abierto, nunca como producto definitivo, cerrado. La obra en producción que llamamos comunidad posee un excedente respecto de la sumatoria de los individuos, de las partículas que circulan en la vida social, que impide su cierre en un efecto institucional acabado: ese excedente se vuelve sobre aquello que lo produce dando lugar al «desobramiento».
Así, lo común se define como una compartición de la finitud: «Lo que se comunica no es una sustancia sino el hecho mismo de estar en relación, el “contagio” que es otro nombre para la “comunicación” y a través del cual no se transmite nada más que, precisamente, el hecho de que haya transmisión, pasaje, compartición» incesantes.
En este sentido, la comunidad como compartición permanente opera una metáfora que exhibe el exceso comunitario respecto de la vida social de los individuos, poniendo en un primer plano la metaforicidad política misma por sobre la literalidad de la vida corriente. Si la comunidad es la relación en cuanto tal, el acontecimiento de comunicación en tanto que articulación de los números, la transmisión comunicativa es el lugar de la imposibilidad de estabilidad, el lugar del intercambio como juego de relaciones que nunca se detienen en una de las partes comunicadas. Comun-idad, común-icación, común: la raíz de la palabra no es la mera huella de una familia de vocablos, la traza de una historia común con sus propias derivaciones, tonos, vidas, polémicas, vacíos de sentido, etc. Es, por el contrario, el punto de apoyo a partir del cual la etimología favorece una equivocidad que no puede ser capturada por ninguna institución estatal, jurídica, social o religiosa. En todo caso, la traza profunda de esa equivocidad es la marca fundamental de la política.
Ahora bien, los libros de Blanchot y Nancy en diálogo (recordemos al lingüista eslavo Mijaíl M. Bajtín y su ley dialógica, para el caso, enunciados que se retoman y, en la iteración, polemizan) contienen un elemento negativo: lo in-confesable, lo in-operante, lo revocado. ¿De dónde proviene ese signo negativo que marca la relación entre las tres primeras obras referidas al inicio? ¿Qué clase de negatividad articula el vínculo entre dichas obras y, además, traza el perímetro de la consideración de la comunidad?
Jugando un poco con las palabras, se advierte otra relación igualmente interesante, que justifica el epígrafe de Rancière: confesar como acto verbal, al igual que el sentido de «revocar» (etimológicamente, ‘enlucir las paredes’), cuya raíz, ‘voc-’, heredamos del latín ‘vōx, vōcis’ (‘sonido producido por el aire expelido’), tal como aparece también en «vocación» (‘acción de llamar’), «invocar» (‘llamar a un lugar’), «evocar» (‘hacer salir llamando’) y «provocar» (‘llamar para que salga afuera’). Hay una voz que viene de alguna parte; hay una phoné situada, en principio, en un espacio íntimo, acotado, «barrial», podríamos decir, el espacio individual en el que se fragua un secreto, pero en el que no hay todavía comunidad, logos.
Pero la comunidad, cuando se hace carne, parece no cuajar del todo bien, parece estar en déficit o en exceso: por un lado, algo que no puede ser confesado parece funcionar como el fundamento de la comunidad, algo que debe permanecer reservado en regiones de sombras, a resguardo de la transparencia más absoluta, de cierta pornografía institucional, incluso estatal, burocrática, administrativa; por otro lado, algo explícitamente inoperante «denuncia» la fragilidad de la comunidad, que nunca puede hacerse plena, momento en el cual dejaría de ser comunidad: aquí, el amor, invocado en la revocación de Nancy vía Georges Bataille y Marguerite Duras, parece dar la tónica de la naturaleza y el fundamento mismos de la comunidad. O, en todo caso, la comunidad parece surgir del cruce del amor y de la amistad, dos tipos de relación marcadas por lo inconmensurable, por la misma negatividad anunciada en las obras de Blanchot y Nancy, experiencias políticas que pueden llamarse, en cierto sentido, comunismo.
No hay identidades sino como procesos de identificaciones permanentes, que implican asumir ciertas posiciones de sujeto, construidas a partir de la mirada de los otros; no hay, tampoco, una esencia de la comunidad (una genealogía sustancial, una herencia de sangre) sobre la que la política inherente a aquella pueda levantarse como tal. Lo que hay es, insiste Nancy, «des-obramiento».
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