En mi mayor
Kim Gordon: La chica del hombre que se fue
Por Tüssi Dematteis / Viernes 13 de octubre de 2017
Foto: Sebastian Kim
Para nosotros, los músicos más o menos afectos al punk en los noventa, Kim Gordon era mucho más que la bajista de esa cosa imposiblemente cool que era Sonic Youth. Gordon era una bomba de ilusión sexual, era el lado oscuro del deseo rockero, la mujer que nos ponía en el punto de la mirada de las groupies y, a la vez, una figura tan imponente que nos superaba. Kim Gordon no solo era atractiva, también producía algo de miedo y eso le daba un toque perturbador a su sensualidad; era la rubia que se revolcaba imposiblemente sexy sobre el satin en el videoclip de Kool Thing, pero también era la del maquillaje corrido y el rostro innaturalmente empapado de sudor de Disappearer, la chica de la escopeta de Death Valley '69. Había algo mal con Kim Gordon y eso era lo que estaba bien, era un misterio. Y al editarse La chica del grupo, el libro de recuerdos de Kim Gordon, parecía que algo de ese misterio iba a ser iluminado y desvelado. Y es así, pero tal vez era mejor el misterio que esta versión que ella presenta y que termina siendo lo que no esperábamos: el retrato de una persona normal en sus inseguridades y resentimientos.
Generalmente en las biografías de los rockeros, los capítulos dedicados a la infancia, adolescencia y juventud previa a la actividad musical, son los menos interesantes para los lectores ansiosos de llegar a la cocina, a la intimidad de esa producción musical que les atrajo del autor del libro. Los capítulos de crecimiento y formación, si bien suelen ser significativos en cuanto a lo que terminó definiendo la individualidad de estos músicos, suelen ser autoindulgentes y de mero ejercicio nostálgico y amoroso de parte de quien los escribe; el lector quiere llegar a la parte de los conciertos, las peleas, el sexo o la música, ¿a quién le interesa si la mamá de tal o cual guitarrista trabajaba en una cafetería, o si en la escuela prefería las clases de Música a las de Matemáticas? Este no es el caso de La chica del grupo, libro en el que los primeros capítulos son particularmente interesantes por el contraste que presentan con la imagen general que se tiene de Gordon. ¿Quién podía suponer que una mujer cuyo estilo y personalidad son casi sinónimos del New York sombrío y algo snob del downtown, hubiese sido una radiante adolescente surfista de la soleada California? Pero hay una historia que cuentan, más que los textos, las fotos que ilustran el libro, especialmente las primeras. Ahí vemos a una Kim Gordon de la Costa Oeste, adolescente, solar, con el cabello larguísimo, rubio radiante y a cara lavada, en contraste con la neoyorquina algo hinchada y ojerosa, con exceso de maquillaje, el pelo corto y oscurecido por la lejanía de las playas del Pacífico, ¿y qué pasó en el medio? Eso, el trayecto que separa a la surfista algo hippie que salía con Danny Elfman, de la bajista de Sonic Youth que escribía temas tan sombríos y llenos de neurosis urbana como Shaking Hell, es, en mi opinión el núcleo de interés de La chica del grupo.
Kim Gordon en 1980 por Felipe Orrego
Y hay algo de eso; el descubrimiento del arte y la inmersión en su mundo tiene su espacio, aunque no una gran reflexión. Gordon, que escribió algunos ensayos brillantes espaciados en las últimas décadas, no parece ser consciente de su relativa dispersión diletante, que hizo recién sus primeras armas en la música y el rock cuando ya tenía casi treinta años y que se presenta en el libro emprendiendo una reconstrucción personal a los sesenta. Pero Gordon es pudorosa en relación a su edad y —para ser un ícono del feminismo y autonomía de la mujer—, también, a la hora de hablar de sexo o de sus relaciones sentimentales, con la excepción de su matrimonio y el final de este.
Paradójicamente para una persona con una imagen tan fuerte, el libro parece exhibir una gran debilidad, una profunda inseguridad de parte de alguien que solía —y suele— ser vista como ejemplo de mujer fuerte en un ámbito predominantemente masculino como el del rock de raíces punk. Ya la introducción, en la que narra el último show de Sonic Youth, deja en claro que aún más que su interacción con el arte y la música, el signo bajo el que se van a encaminar las siguientes páginas es el de su relación con Thurston Moore y su colapso. Es comprensible que el derrumbe reciente de un matrimonio de tres décadas —y para peor desencadenado por la aparición de una tercera parte más joven— sea un tema central a purgar en un libro autobiográfico, pero el despecho y el resentimiento de Gordon hacia su exmarido y su actual novia (la editora Eva Prinz, a quien solo denomina «la mujer» o «esa mujer») impregna todo el relato como una maldición. Aunque habla con afecto de algunos aspectos de su antiguo compañero, la amargura se asoma en cada recuerdo de los tiempos de armonía, en los que cada acción de Thurston Moore parece presagiar o simbolizar una infidelidad aún lejana en el futuro. Además del dolor explícito, hay una tristeza involuntaria en la aparente incapacidad de Gordon de valorar lo que, para un ambiente como el del rock, puede considerarse como un triunfo de estabilidad emocional y sintonía artística, pero no para quien escribió estas memorias.
Sorprende la indiferencia que Gordon parece sentir hacia el resto de sus compañeros de banda, más allá de Moore; a pesar de haber tocado juntos durante tres décadas, de haber compartido decenas de giras y grabaciones, cientos de conciertos y miles de horas de ensayo. El guitarrista Lee Ranaldo apenas le merece una página del libro, en la que someramente resume la forma habitual de componer del grupo, y el baterista Steve Shelley ni siquiera esto. No hay descripción alguna sobre la existencia de alguna clase de afecto amistoso con ellos, ni la menor mención a sus reacciones ante el fin de la banda, al fin y al cabo una empresa conjunta disuelta exclusivamente por los problemas personales entre Gordon y Moore. Los motivos de este ninguneo pueden imaginarse ante las tomas de partido que suele haber en los divorcios, y las responsabilidades de omertá que suelen adjudicar los engañados a los próximos de quien fue infiel, pero hay algo helado, humanamente pobre en esta omisión. Incluso las reflexiones sobre su propia música, y su brillante y removedora lírica, parecen escritas en automático por una tercera persona, por alguien con una visión muy simple y juvenil de un arte tan maduro y complejo.
Sonic Youth por Amy Guip
Nadie quiere contarse a sí mismo en un relato que termina mal, ni presentarse con el maquillaje corrido y los brazos caídos, y La chica del grupo culmina con Kim Gordon nuevamente activa en un proyecto musical y dispuesta a reintegrarse a la vida sexual de las personas libres de compromisos emocionales. Pero la sensación de fracaso vital que impregna a los capítulos anteriores, en los que abruma la ira ante el engaño y la realidad en el fondo simple de que su esposo se enamoró de otra persona, hace que esta conclusión optimista no termine de sonar convincente. Porque hay algo raro al terminar de leer La chica del grupo y tener la sensación de que leímos La esposa que se separó. Entendemos, pero esperábamos más de aquella mujer feroz que escribió Flower y que parecía estar llena de espinas.
La chica del grupo
Gordon, Kim
Contra (2015)
Páginas: 334
UYU 1150