Las perlas de los chanchos V
En la nariz, en el pecho, en todos lados, para siempre
Por Sebastián Míguez Conde / Jueves 16 de diciembre de 2021
Tras casi dos años de pandemia, en una situación laboral y personal inciertas, la resignación se apodera de Seba, el protagonista de nuestra ficción pandémica. Sin embargo, en la quinta y última entrega de la serie, no todos los personajes van a poder elegir la misma salida.
Empecé a sentir olor a podrido un miércoles de tarde. Estaba
en un telo con Alma. Hacía mucho que no nos veíamos. Nos extrañábamos. Llegamos
en auto, cerramos el garaje y subimos una escalera que daba directamente a la
habitación. Apenas subimos lo sentí. Fue leve, como la caricia de un fantasma,
pero suficiente para hacer que inspeccionara la pieza para ver si había algo
podrido en algún lado.
—¿Sentís ese olor?
—¿Qué olor?
Y se sacó la ropa, hicimos el amor sin apuros, sin ferocidad,
como una pareja de viejos que se quieren. Mientras me bañaba me volvió a
asaltar el olor a podrido, esta vez mezclado con una fragancia a flores que no
pude distinguir. Salí desnudo. Alma se calzaba los zapatos sentada en el borde
de la cama. Sonrió.
El aroma a flores me hizo acordar a Fabio. La madre le había
regalado uno de esos aromatizadores de ambiente con olor a jazmín. La esencia
de la flor estaba en un frasco de vidrio del que salían unos palitos de colores
que apestaban todo el lugar en un segundo. «Es buena mi madre, una santa, pero tiene un mal gusto, la pobre».
Y nos reímos. Se lo conté a Alma mientras me secaba.
Sonrió triste. Fabio estaba mal desde hacía tiempo. No se
adaptó al mundo gobernado por La Reina de las Gripes. Todos aceptamos
resignados la primera ola, la segunda. Que cerramos todo, que abrimos, que
volvemos a cerrar, que los protocolos para el teatro, para restaurantes, para
comprar un puto pan, las dos dosis más la de refuerzo, el dar clase con
barbijo, el atenderse en el doctor por teléfono, el no poder hacer un trámite
sin agenda, y toda la sarta de normas que aprendimos sin darnos cuenta.
Pero Fabio no se resignó nunca. Porque era un guerrero, un
peleador. Nadie le decía qué pensar, y menos qué hacer. Discutía en el
supermercado, en el ómnibus. Lo echaron de la facultad privada en la que
trabajaba porque trató de ignorante al padre de un estudiante que pidió
explicaciones de por qué estaba en contra de las vacunas. En la pública lo
dejaron con tareas administrativas, renunció a las horas que tenía en liceos.
La última vez que lo vi, se enfureció conmigo porque me
vacuné. Él no entendía que no todos teníamos su energía, su espíritu
beligerante. A veces caminamos con la manada, y como manada nos vamos a vacunar
si nos dicen que es lo mejor, y como manada hacemos colas kilométricas en el
Antel Arena, y vamos como ganado a que nos pinchen el brazo y poder vivir
tranquilos con nosotros y con los otros. Y a veces decidimos no pensar
demasiado, porque necesitamos ese espacio de pensamiento para ver cómo vamos a
hacer para volver a conseguir laburo, cómo cubrir las cuentas que generamos en
el confinamiento, cómo hacemos para no sucumbir en la vorágine de esta realidad
que cambia tanto y tan rápido que no nos da el tiempo a adaptarnos. «A veces no entendés, Fabio, no es comodidad,
es supervivencia».
Esa vez, cuando le dije que me había vacunado, se enojó. No
nos peleamos, ni discutimos. Creo que simplemente lo decepcioné. «¿Lo pensaste bien antes?» Y qué voy a
pensar. Lo que pensé es que quería que todo esto se termine, eso pensé, y me
dicen que este es el camino. «Perlas a
los chanchos». Me dijo sin mirarme. Después me abrazó fuerte, y antes de
que me fuera me besó en la boca. El beso más triste del mundo. «Deberías haberte quedado a pasar la noche
con él». Me dijo Alma cuando le conté lo que había pasado. Tenía razón.
Nos fuimos del hotel en silencio. Yo fumaba y Alma miraba
por la ventanilla las luces de la tarde dorando la rambla. Chequeé el celular
en un semáforo y tenía más de diez llamadas perdidas de Fabio. Es intenso.
Molesto. Ya le dije que no me había ofendido y que no estaba enojado. Pero no
entiende. Insiste. Ya me comunicaría yo cuando quisiera. A lo mejor sí estaba
un poco ofendido. Quiero olvidarme de él por unos días. «Alma, ¿te acordás que el trece de marzo del
año pasado, cuando arrancó toda esta locura, me habías contagiado ladillas?»
Se rio fuerte. «Me acuerdo, sí».
Me besó y bajó del auto. Otra vez el olor a podrido mezclado con la fragancia
de las flores.
Estaba convencido de que ese olor horrible estaba en el
auto. Lo mandé lavar varias veces. Pero no se iba. Después pensé que podía ser
yo, mi ropa, yo que sé.
La siguiente vez que volví a ver a Alma fue anoche. En el
estreno de mi obra de teatro. Cuando arrancó a girar el mundo de nuevo, por fin
tuvimos fecha de estreno. Anoche se suponía que debía ser una fiesta. Se
confirmó, además, la gira de promoción de mi última novela. Empecé a dar
clases, conseguí más trabajo del que puedo mantener, estaba agotado, pero
sobreviví.
La obra había terminado. Yo seguía sin poder sacudirme ese
olor horrible. Cada vez más intenso. Alma no fue al estreno porque desde
siempre la incomoda estar en la misma habitación con José. La entiendo, después
de todo él es mi compañero y ella, según sus propias palabras, «mi amante». Sin
embargo, ayer estaba ahí. Me estaban haciendo una entrevista para no sé dónde
mierda y la vi, parada en la puerta del teatro, afuera, fumando. Nerviosa.
La madre de Fabio la había llamado. Miré el celular y
también tenía varias llamadas perdidas de un número desconocido. Nunca atiendo
llamadas de desconocidos. La mujer vive en Colonia del Sacramento. Empezó a
comunicarse con algunos amigos después de varios días que Fabio dejó de
responder. Esa tarde viajaba para la costa para verlo. «Quedate tranquila, que no pasa nada. Salgo de acá y voy en el auto
hasta la casa, seguro está haciendo algún berrinche. Vos sabés cómo es él».
***
Llueve. Son las diez de la mañana. La luz me molesta. No me
saqué los lentes negros. Alma llega un rato apenas después que yo, pero no
se acerca. Tiene los ojos hinchados de llorar. Se culpa. Me culpa por no
haberme dado cuenta, por no haber estado más cerca. Lo sé por cómo me mira. Yo
también me culpo. José me acompañó, pero se fue rápido, acaba de conseguir
trabajo y no podía faltar el primer mes, pidió solamente un par de horas.
La sala velatorio queda en el centro, por Barrios Amorín, a
unas cuadras de la rambla. Hay bastante gente. Amigos, alumnos, colegas, la
familia. Salgo a fumar un cigarrillo. No me soporto ni yo mismo. Me estoy
tratando de controlar para no deshacer todo a piñas, a patadas. Bajo la
escalera porque no quiero esperar el ascensor. En el mostrador de entrada
alguien le pide al administrativo un comprobante para el trabajo y el muchacho
le explica que no se pueden intercambiar papeles por protocolo, que le manda el
certificado por mail. No escucho el final de la charla.
Cuando estoy afuera, un momento después, baja Alma. No dice
nada, me mira nomás, enojada. Empiezo a decir yo, a decir todo junto. Que no
sabía, que no me podía haber imaginado, que cuando llegué anoche estaba la
madre que fue en ómnibus desde Colonia porque no le contestaba los mensajes,
que lo encontraron porque la mujer llamó a la policía para que rompieran la
puerta.
Cuando llegué había una milica afuera, en silencio, mirando
su celular. Una ambulancia. Entré sin que nadie me detuviera. Se lo llevaban en
una camilla. Eso no era Fabio, era algo monstruoso, antinatural, enorme,
hinchado, no me alcanzan las palabras. El frasco de aromatizador roto en el
suelo y la peste de las flores, intensa, mezclada con los otros olores, los más
horribles. «¿No entendés que no se me
ocurrió que fuera a hacer una cosa así? ¿No te das cuenta de que no sé qué
decir, o qué pensar? Vos no te imaginás lo que fue llegar y ver a la vieja
encorvada revisando los libros, tratando de desbloquear el teléfono, la
policía, la ambulancia, el olor, por Dios, Alma, mi amor, el olor, esa mezcla
de muerte y flores, de jazmines putrefactos, ese olor feroz que se me pegó en
la nariz, en el pecho, en todos lados, para siempre.»
No me doy cuenta de que estoy llorando. Alma me abraza
fuerte, de verdad me abraza, con dolor, con rabia, con el cuerpo, con su nombre
me abraza. La separo con delicadeza, no soporto el contacto ahora, no sé por
qué. Me limpio la cara con las palmas de las manos. Entro a despedirme de la
familia, de Fabio no puedo porque la madre decidió que lo velaran con el cajón
cerrado por el grado de descomposición que tiene el cuerpo. Me pongo la
gabardina, prendo otro cigarrillo y camino por Barrios Amorín hacia 18 de
Julio. No quiero apurarme. Alma camina media cuadra más atrás con los brazos
cruzados, no quiere acercarse, y yo no quiero que se acerque, pero no puedo ni
siquiera imaginar el dolor si decide dejar de seguirme.
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Las calles siguen vacías, las ollas populares llenas, como el seguro de desempleo, «cuidarnos entre todos» se vuelve un mantra y Seba, nuestro protagonista, se enfrenta a nuevas situaciones antes inimaginadas. Una tercera entrega de una ficción pandémica con nuevos personajes, muchas realidades.