Las perlas de los chanchos III
Nos cuidamos entre todos
Por Sebastián Míguez Conde / Martes 05 de octubre de 2021
Foto: Mauricio Zina
Las calles siguen vacías, las ollas populares llenas, como el seguro de desempleo, «cuidarnos entre todos» se vuelve un mantra y Seba, nuestro protagonista, se enfrenta a nuevas situaciones antes inimaginadas. Una tercera entrega de una ficción pandémica con nuevos personajes, muchas realidades.
Estamos en plena pandemia. Se nos «sugiere» en confinamiento. Los teatros,
shoppings, clubes deportivos, escuelas, liceos, universidades, todo lo que no
se considera de primera necesidad está cerrado. Miles de personas en seguro de
desempleo y miles más definitivamente sin trabajo. Hambre. Las ollas populares
surgen como flores con aroma a comida caliente por casi todos los barrios. Los
más desamparados llegan en parvadas como pájaros tristes con sus táper en las
mochilas y en bolsas de nylon a llevarse un poco de guiso para compartir con la
familia. Cientos de personas avergonzadas se tapan la cara con el pelo o miran
para abajo mientras son filmadas en las colas de las ollas por los informativos
y fotografiadas por los diarios.
Casi no salgo. Un poco porque creo que
tengo miedo de contagiarme y otro poco porque no tengo dónde ir. Conseguí un
par de trabajos zafrales en empresas en las que trabajé hace años. Mi trabajo
es calcular despidos, hacer trámites de seguro de desempleo, avisar a los
empleados de las desvinculaciones. Nadie me espera con alegría. Me aguanto las
miradas de odio de los viejos compañeros, la indiferencia, el desprecio.
La empresa donde
tengo que trabajar hoy queda en un edificio cerca de Tres Cruces. En el camino
al centro me llama Julieta, una actriz que iba a participar en una obra de
teatro mía que (si la Reina de las Gripes no hubiera arrasado con todo) estaría
estrenando en esta fecha. Atiendo mientras manejo. Escucho a Julieta con los
auriculares mientras voy por la rambla que es sobrevolada por un helicóptero desde
el que truena una voz a través de un altoparlante, hablando de algo así como
una incitación a cuidarse y quedarse encerrado por el bien de todos. Las
entradas a la playa, las máquinas de ejercicio y algunos juegos están encintados
con una banda amarilla que dice «peligro».
Julieta también se
quedó sin trabajo. Está de novia con un flaco albino que la ama con
desesperación. Es posible que ella lo quiera a su manera, pero no se nota. Lo
atormenta todo el tiempo, incluso se mudó de cuarto porque sufre con los
ronquidos del pobre albino que acepta todo con resignación de condenado,
mientras ella se desespera por tipos que la maltratan o desprecian y le llena
de cuernos la cabeza de pelos transparentes. Tienen una perra raquítica que lo
odia y le gruñe todo el tiempo. El pobre pibe vive martirizado por el amor y
por la perra. Ahora, me cuenta Julieta, el tipo llegó a la humillación de tener
que avisarle con anticipación cuando quiera tener sexo, para que ella se vaya
haciendo a la idea.
Julieta me cuenta que
para habitar la pieza en la que duerme ahora para no aguantar los ronquidos del
muchacho se compró una cama carísima de hierros dorados, retorcidos, y columnas
para colgar un velo de novia como mosquitero. Duerme ahí acompañada por su
perra raquítica. Ella pensaba pagar su cama de infanta con lo que hubiera
recaudado en la temporada de mi obra de teatro, y que ahora no sabía cómo iba a
hacer porque, además de actriz, era sonidista en otro teatro y había perdido
los dos trabajos. Creo que me hizo la historia para pedirme plata, pero no se
animó. La imagino revolviéndose los rulos mientras habla, los ojos tristes y
vivos. El flaco espiándola de lejos, y la perra horrible mirándolo a él,
esperando que haga algún movimiento brusco para morderlo.
Dejo el auto lejos
para no pagar estacionamiento tarifado y llego a una 18 de Julio desierta,
inhóspita. La oficina donde tengo que ir hoy está vacía, un instituto en el que
di clases hace unos meses. Me dejaron la llave con Pinocho, el portero. Él siempre
está en una mesa frente a la entrada, hoy la mesa está vacía. Me atiende por el
comunicador. Llego al apartamento de portería. La puerta abre hacia afuera, al
revés de todas las puertas del mundo, se separa apenas una rendija y sale por
ahí una mano con un guante de lavar la vajilla impregnado en alcohol
sosteniendo la llave. Se percibe un olor intenso a hipoclorito colándose por la
rendija. Agarro la llave. ¿Qué pasa,
Pinocho, está todo bien?. Me alejo un poco porque sé que me mira por la
mirilla. No, nada. Todo bien, sí, es que
mamá está viejita, y yo qué sé...nada, eso. Cuando termine déjeme la llave en
la caja, y me señala una cajita de madera. De lejos parece que fuera la
puerta la que hablaba, una puerta cíclope con una mano enguantada sin brazo que
acompañaba lo que decía con gestos.
Tengo un millón de
mensajes, audios y llamadas perdidas de Fabio, mi amigo filósofo que me dijo
que si no pensábamos con cuidado mientras transcurríamos este fin del mundo,
quien sea que nos haya regalado el don de la inteligencia, iba a sentir que le
tiró perlas a los chanchos. Lo ignoro, no me da la mente ni el corazón para
escucharlo hoy. Prendo la tele de la oficina mientras hago cálculos y lleno
planillas. Todos los canales de todo el mundo hablan de la Reina de las Gripes.
En los de acá hay una suerte de reality que inunda todos los medios con datos
en una especie de minuto a minuto. Argentina plantea la cuarentena obligatoria,
con militares en la calle y todo. Me aturde, la apago, termino y salgo.
Un par de meses atrás
mandé una cámara de fotos a arreglar y quedé en retirarla cuando llegaran los
repuestos. Por supuesto que no sabía que iba a pasar todo esto. No sabía que de
un viernes a un lunes iba a quedar sin trabajo, y que contaría con mentalidad
de avaro cada peso que gastara. El flaco que quedó en arreglarla es un
venezolano con buena onda, gorro de visera y dientes blancos. Pasó a buscar la
cámara por uno de mis anteriores trabajos (en la costa), me mandó un
presupuesto que yo acepté, quedamos en que me la alcanzaba arreglada al trabajo
cuando estuviera pronta, pero que me avisaría con tiempo. El lugar donde trabajo
(o trabajaba) está cerrado. El venezolano me manda un audio para decirme que la
cámara está pronta y que necesita la plata, que si no le pago y me la entrega
hoy, la vende.
Lo llamo furioso. La
poca plata que me queda la cuido como oro, y no quiero perder una cámara
carísima (que puedo llegar a vender si necesito), por la prepotencia de un tipo
al que se le antojó que le tenía que pagar hoy sí o sí. Nos gritamos. El
venezolano me dice entonces que me baja el precio del arreglo (de mil
quinientos y pico de pesos a menos de setecientos. La mitad). Quedamos así. Le
paso mi dirección de mal humor para que me la alcance. El hombre acepta. Veinte
minutos después me escribe diciéndome que El Pinar es muy lejos y que yo tengo
que pasar por su casa en Montevideo. Son las tres de la tarde. Ya estoy acá,
así que digo que sí de mal humor.
Llovizna. Estoy
enojadísimo, me imagino que puedo llegar a agarrarme a trompadas si el loco me
pone algún pero para entregarme mi cámara de fotos, voy todo el camino rezongando,
molesto, anticipando la discusión. El lugar dónde tengo que ir queda a unas
cuadras de la Facultad de Psicología. El venezolano vive en una pensión perdida
en un corredor larguísimo. Es un lugar pobre, limpio, prolijo. Huele a fritura
vieja, a incienso, a jabón de piso, al perfume de unas flores amarillas que
desbordan una maceta de cemento. La actitud del hombre personalmente es
completamente diferente a lo que fue por teléfono: es respetuoso, humilde,
hasta sumiso. No trae su gorro de visera. Disculpe
que lo hice venir, profesor, lo que pasa es que no tenía para viajar tan lejos.
Me hace pasar a la
pieza. Está ordenado, pulcro. Adentro hay una mujer con un bebé en brazos que
succiona frenéticamente un chupete de Mickey. El hombre me muestra la cámara,
la prueba, orgulloso de su trabajo. Está perfecta. Se lo digo. Es que soy Técnico en electrónica allá en
Venezuela. La mujer sonríe. Tiene la boca llena de dientes blanquísimos y
perfectos, y la piel hermosa del color de la madera clara. Luzmila, se llama la
muchacha. El enojo se me desinfló apenas entré. Le pago los mil quinientos y
poco que habíamos arreglado en un principio, más una propina de doscientos
pesos. No sé si vi alguna vez a alguien tan agradecido por el pago de un
trabajo. Un agradecimiento honesto. Luzmila salta con el bebé en brazos, es más
joven de lo que parece. Casi se pone a llorar de alegría. Nadie debería de
emocionarse por recibir el precio correcto en pago de un trabajo.
Me quedo conversando
con ellos un rato. Ella me ofrece algo de comer, no sé qué es, una especie de
masa frita en una bandeja envuelta en papel empapado en aceite. Por supuesto
que no acepto. Déjeme ofrecerle alguna
cosa. Le digo que sí a un café de sobre con agua calentada en una garrafita
azul que hay sobre una mesa, a cambio de que me dejen aportar unos bizcochos.
Compro en la panadería con la tarjeta de débito, pan, manteca y los bizcochos
que prometí, muchos. Se acerca a saludar una vecina bastante mayor, una mujer
trans que come cuatro o cinco bizcochos con verdadera hambre. Se va con pudor,
Luzmila le envuelve su masa frita en papel y se la regala. Tengo ganas de
llorar.
El venezolano me va a
contar que con su mujer llegaron juntos a Uruguay hace dos años. Luzmila estaba
embarazada cuando dejaron su país. El venezolano ahorró trabajando en muchos
lugares hasta que se compró una moto en la que hizo deliveries por dos
vintenes. Horas y horas de trabajo para pagar la pensión que se les cobraba
como si fuera un cinco estrellas (que ahora además va a subir de precio por el
tarifazo) y para mandar algo para Venezuela, donde todavía estaban los padres
de los dos. Le robaron la moto en diciembre. Hacen changas, ella lava ropa, a
veces cuida chicos, él lo que puede. Pensaban comprarse otra moto cuando
juntaran la plata. Pero les cayó la ira de la Reina de las Gripes encima. La
ferocidad de la Reina se siente más en la gente como ellos.
Estoy ahí casi dos
horas. No me da el alma para comer ni un bizcocho, hasta el café de sobrecito
me deja en el paladar un retrogusto a culpa. Luzmila me quiere vender su
celular, un celular muy bueno a un precio ridículamente bajo. Para mostrar lo
bien que funciona me enseña un video de Luis Suárez que le pasaron por WhatsApp.
En ese video el futbolista recomienda quedarse en casa, respetar la cuarentena,
por el bien de todos. Tenemos que ser responsables, solidarios, tenemos que
cuidarnos. Es un celular muy bueno, la verdad. No se lo compro, no puedo.
Me voy de la pensión
sin saber que unos meses después, el venezolano va a aparecer en internet junto
a otros inmigrantes, pidiendo ayuda porque los desalojaron en masa y van a
estar literalmente por tener que dormir en la calle. La noticia se va a
transmitir por las redes sociales el mismo día en el que la comunidad trans va
a denunciar que hay compañeras que por la falta de trabajo pasan a veces días
sin comer, tomando mate recontra lavado para engañar al estómago (las que tenían
al menos para comprar yerba). Por casualidad, cuando escuche esas noticias, me
voy a acordar de todos los famosos y famosas que desde sus casas cómodas, con
cara de circunstancia nos instaban a cuidarnos entre todos. Hay que quedarse en
casa.
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Es abril del 2020, las calles están desoladas y Seba sigue sin trabajo desde hace varias semanas. Entre la preocupación, el miedo y el deseo, todavía visita a algunos amigos en medio de la Reina de las Gripes, mientras se cuestiona por sus perlas, por su capacidad crítica y sentido ciudadano. Una segunda entrega de Sebastián Míguez Conde con nuevos personajes en un escenario siempre desconcertante.
Un libro, una canción, de nuevo un libro; días que se repiten; sonidos sincronizados que reiteran en una sucesión constante, casi eterna. Voces de un pasado, que nunca se fueron; fantasmas. Uno, dos y de nuevo uno. Tabaré Couto inicia una serie de conexiones entre literatura, música, cine, artes y otros acontecimientos cotidianos que en esta ocasión hilvanan la pandemia, Guitarra negra y las estructuras en loop.