Ajuste de cuentas / Canciones desnudas
El espíritu de Janis: Landmark Hotel, L.A. (II)
Por Tabaré Couto / Jueves 17 de octubre de 2019
En una nota anterior, Tabaré Couto recordaba su primer viaje en 1994 a Los Ángeles, ciudad por cuyas calles merodeó acompañado por la voz de Janis Joplin. Regresa a la ciudad en 2019, a sus calles, cines, librerías y disquerías, mientras se aloja, como cada vez que vuelve, en el ex Landmark Hotel, sin dejar de pensar en su —tristemente famosa— habitación 105.
Junio 2019
Llevo ocho años seguidos viajando a Los Ángeles. Y cargo unas cuantas visitas previas más, incluyendo aquel debut en agosto de 1994. A veces pienso que debe ser la ciudad que más he visitado en mi vida. La desprecié, la comencé a aceptar y ahora la adoro. Cuando no voy, la extraño demasiado. Y desde hace siete años, habiendo tantos hoteles y tantas opciones, elijo hospedarme en el Highland Gardens. La primera vez fue a regañadientes y de casualidad: empujado por la insistencia de mi amigo Pablo. Y actualmente es mi punto de llegada, inevitable. Mi familia y yo somos unos viejos conocidos de las antiguas habitaciones de moquetas decoloradas y, sobre todo, de los minidepartamentos reformulados, bastante más acogedores, luminosos y sin ese olor a encierro de las habitaciones históricas. En el hotel, que ostenta una categoría de tres estrellas, hay visitantes de paso y huéspedes más o menos permanentes. La recepcionista amiga, que es de origen salvadoreño, me insiste en que esta vez, si quiero, puedo ir a conocer la habitación de Janis Joplin. Cada año hablamos de aquello. Mi familia ya no se sorprende, porque conoce mi fijación —fetichista y obsesiva— con ciertos objetos y lugares. ¿Para qué?, dudo. ¿Para descubrir un armario lleno de mensajes de visitantes (más o menos) morbosos y observar por la ventana que da a Franklin? ¿Para olfatear la tristeza en esas alfombras descoloridas y gastadas? Paso. Prefiero rellenar ese café americano tan aguado, untar esos exquisitos y crujientes bagels tostados con queso crema y salir a caminar por una ciudad donde todo el mundo anda en auto. Queda poco y nada de aquel rocanrol que sacudió California, lo sé. Pero me enchufo a mis auriculares y parece que el futuro fue ayer.
Ahora estoy en el centro de la ciudad. No es un lugar particularmente llamativo pero tiene su encanto escondido. Entre The Last Bookstore y el edificio Bradbury, en mi cabeza suenan varias canciones. Toco el cielo con «Mercedes Benz» a capela, que Joplin coescribiera con Bob Neuwirth y el poeta Michael McClure. Janis la grabó en una sola toma tres días antes de morir. Busco la emoción. El alma triturada. El corazón hirviendo de una canción. La ironía, la poesía popular y la tradición van de la mano. Y ahí están. Aunque hoy por hoy esa música no se refleje en las calles que recorro, debe haber algún rastro en la ciudad. Más allá de la placa de la habitación donde murió Janis. Del bar donde se emborrachó John. Del local donde tocó Jim. Entre los sonidos de hoy busco a mi alrededor y, sin embargo, no intuyo al nuevo Dylan, al James Brown del futuro o al Chuck Berry de esta generación. Ni a una Janis, ni a un Lennon o un Richards. Ni a un Bowie ni a un Zappa. Ni a un Strummer, Springsteen, Bono, Chuck D o Hetfield. Ni a un Thom Yorke o un Kurt Cobain.
Sigo caminando. Veo una disquería. Ya casi no quedan disquerías en Los Ángeles. Ya sobreviven pocas disquerías en el mundo, en realidad. Y aunque todo esté al alcance de un clic y no compres nunca más un disco, aunque solo fuese para ir a tocar, olfatear y ver esos objetos, y ver a la gente haciendo lo mismo que uno, y tener una excusa para salir de tu casa: deberían existir muchas más disquerías. Para revolver los viejos artistas. Y palpar los envoltorios de los nuevos, no solo streamearlos. Porque sí: claro que hay muchos nuevos artistas, pienso en mi caminata angelina. No me emocionan tanto como «Mercedes Benz» a capela, pero hay flashes de talento pop, trallazos de lucidez roquera, algunos buenos discos, canciones aisladas, espectáculos inspirados. Y en este centro de L.A., unos pasos más allá, hay una esquina donde U2 grabó un video cantando que las calles no tenían nombre y ahora es un paraíso de homeless, y debería encontrar el lugar donde los Doors hicieron su famosa foto del Morrison Hotel, pero no logro reconocerlo.
Me siento parte de un museo viviente. Un ser en vías de extinción con la perspectiva de contar lo que vio hacia atrás y proyectarlo en el presente y nada más. Sin más expectativa en el futuro musical que recordar. Bucear en el recuerdo y analizar la influencia del pasado en nuestros días y los que vendrán. No es poco. No es necesariamente malo. Y no es solo nostalgia. Es historia. Somos historia. Es el inexorable paso del tiempo que llevará a que los grandes nombres del rock serán muertos ilustres dentro de poco, como lo es Janis desde hace mucho.
Antes de llegar de regreso al hotel veo un enorme cartel callejero que anuncia el documental sobre Dylan en Netflix. Iré a verlo a un cine en Los Feliz más tarde. Soy un ser contradictorio (y algo estúpido) que ve un documental ideado para el streaming pagando 9,50 dólares en un cine semivacío del barrio donde nació Micky Mouse y al lado de la hermosa librería Skylight que te ofrece un catálogo inigualable de obras de Bukowski. Me compro las memorias del crítico de rock británico Nick Kent, Apathy for The Devil. «Teníamos una idea más elevada de la música que hoy», escribió Kent. No podría asegurar que para mis hijos sus artistas actuales no representen lo mismo, razono. «La música era toda una visión del mundo», agregaba Kent. Ahí, admito, el excrítico es posible que tenga un punto a favor. Sin embargo, recuerdo una frase que escribió Ignacio Juliá en una reseña sobre el mismo Kent, filosofando —y corriendo el riesgo de la generalización— sobre el valor actual del rock y de los viejos artistas y de esa música que nos cambió la vida: «Esa música va diluyéndose en la banalidad o la autoparodia, regenerándose en consecutivos revivals y cayendo nuevamente en el olvido, aferrándose a la actualidad como rancio material de la nostalgia». Eso dolió.
Al acercarme al hotel, desde una tienda de merchandising suena la música de Billie Eilish que, por cierto, es inquietante. Esa música actual debería ser parte del futuro, aunque sólo sea un fragmento aislado pero representativo de una nueva visión del mundo. Entre gorros de Harry Potter, Game of Thrones y Fortnite, la camiseta con la araña en su boca, ya está en oferta.
Atravieso el luminoso vestíbulo del Highland Gardens. Jamie, la recepcionista, me vuelve a insistir si no deseo conocer la habitación de Janis. La 105.
No gracias, le digo.
No aún.
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