Un acontecimiento dadivoso
El cuerpo de la enseñanza
Por Santiago Cardozo / Martes 28 de diciembre de 2021
La educación resulta un acontecimiento triádico en el que intervienen docente, alumno y saber, evento deseado este último, sobre el que reflexiona Santiago Cardozo. Deseo, transferencia, acto en el que no solo median sino que lo componen, el cuerpo y la voz de los implicados.
Le dieu de l’écriture est le dieu du pharmakon.
Jacques Derrida, La pharmacie de Platon
- La
poesía y la vida
Hace
muchos años, cuando aun fungía de blanco en las aulas escolares de esta
tardía y humilde Banda Oriental, comentábamos en un quinto año un poema de Idea
Vilariño: «Tango». El poema dice:
Yo vengo por la calle
compro pan
entro en casa
hay niebla y vengo triste
tu amor es una ausencia
tu amor digo mi amor
amor que quedó en nada.
Subo las escaleras
repasando esa historia
y me quedo en lo oscuro
tras la puerta
amarga
pensando no pensando
en tu amor
en la vida
en la soledad que es
única certidumbre.
La
reflexión se movía entre las imágenes cromáticas producidas por las palabras,
la construcción de la vida rutinaria y los diversos aspectos que conciernen al
tango como baile y como género musical, específicamente en cuanto a sus letras.
En este movimiento, me interesaba especialmente, por el juego de los pronombres
personales y posesivos, su corporeidad material como significantes (el escaso
cuerpo que exhibían en el despliegue del poema; la breve sustancia que
muestran: «yo», «tu», «mi», cuerpos de dos sonidos que vinculan persona y
posesión).
La
idea era desembocar en los tres versos finales, en los que la vida queda
comprendida en o encerrada entre el amor y la soledad, extremos que la
circundan y definen, que le dan cuerpo, sustancia, espesor y sentido, y que, a
la vez, marcan la dirección de su devenir: del amor a la soledad, horizonte
insoslayable de cualquier existencia. Pero sucedió algo que desbarajustó lo que
la clase tenía planificado, es decir, ordenado.
***
Walter
era un alumno callado, cabizbajo, siempre sentado en un margen lateral del
salón de clase. Allí lo ubicaba también cierta sociología de uso, que prendió
notablemente en la enseñanza como forma de explicar las relaciones entre los
diferentes factores sociales que resultan relevantes para la vida académica y
el rendimiento escolar. En ese banco marginal del aula, Walter encarnaba las
explicaciones cuestionables de esa cuestionable sociología: condenado al
silencio de la voz, de la phoné (solo
podía hablar para expresar las cosas del orden de las necesidades: levantar la
mano, en medio del desarrollo de una explicación, para pedir permiso para ir al
baño). Su palabra no era palabra; sus intervenciones eran impertinentes, según
una lógica de pensamiento que divide el mundo en seres activos, que hacen la
historia, y seres pasivos, a quienes la historia les sucede (los primeros se
ubican del lado de las causas de la historia; los segundos, del lado de sus
efectos). De este modo, la escuela verificaba y reproducía al infinito las
posiciones sociales que ocupaba Walter, certificadas científicamente por la
sociología de uso, que construía un discurso «científico» cuyo saber resultaba,
bien empleado, hemos de suponer, des-alienante, al esclarecer las condiciones
sociales, económicas y políticas que impiden a los dominados ser conscientes de
su condición de tales.
De
estatura mediana y pelo lacio, prolijamente cortado entre los hombros y el
comienzo del cuello, la cara de Walter no expresaba demasiado; su voz era
prácticamente inaudible, como inaudible era su presencia completa, su ubicación
en la totalidad de los alumnos de la clase. Walter era, básicamente, un ser doméstico.
- Dar
lo que no se tiene a quien no lo quiere
La
clase es, ante todo, un acontecimiento dadivoso, apoyado en el cuerpo de los
alumnos y los docentes, en sus voces y sus rostros; un acontecimiento
transferencial sobre una
imposibilidad, una falta, que no está contenida en la semántica de los verbos
que lo describen, como «educar», «enseñar» e incluso «instruir»: etimológicamente,
«educar», del latín «ēducāre», quiere decir ‘elevar (un niño), instruir,
formar’; «enseñar», de «insignāre», ‘enseñar; marcar, designar’, del sustantivo
«signum»: ‘signo, señal, marca’; y, finalmente, «instruir», de «instruere»,
‘enseñar, informar; levantar paredes; proveer de armas o instrumentos; formar
en batalla’.
La
física de los cuerpos, asimismo, es también una estética y una política, por
cuanto suscita un movimiento que se tensiona entre el sentido y el afecto,
entre la interpretación y la reacción. La relación irreductible entre la
física, la estética y la política es un desajuste que pone en escena el drama
teatral del salón de clase, que bascula, decía, entre el imaginario del decir y
lo real que no puede ser representado: un significante (lo simbólico) es
lanzado a la circulación áulica en busca de los cuerpos co-presentes que fundan
y fundamentan el acontecimiento educativo, movido por el deseo, esto es, por
desear el deseo del otro, perpetuo juego de desplazamientos alrededor de un
agujero que no puede ser llenado, pero que, sin embargo, suscita el movimiento
del discurso y de los cuerpos que hablan y se mueven, de los cuerpos que, en su
mudez como cuerpos, piden ser
interpretados y, a la vez, se resisten a la interpretación.
Tenemos,
entonces, un hueco en el corazón mismo del acontecimiento educativo, imposible
de llenar por el vínculo intersubjetivo suscitado por el lenguaje: alguien
habla, alguien habla de algo y, ante todo, alguien habla a alguien; también, alguien sabe algo y, paralelamente, sabe de algo. Las palabras que van y vienen,
los significados que comportan y que suscitan, las interpretaciones
construidas, atravesadas por el equívoco propio del funcionamiento de la
lengua, son desbordadas por la física y la erótica de la voz, por la presencial
corporal. Simultáneamente, la relación educativa como acontecimiento
transferencial supone que el docente y el alumno ocupan dos posiciones
enunciativas en desbalance, que configuran la naturaleza propiamente política
de la relación.
Así
pues, docente y alumno entablan una relación intersubjetiva que se constituye
como tal en virtud del desequilibrio que la informa, de la igualdad que los
define como seres parlantes. Este
lugar vacío, estructural, nunca puede ser plenamente ocupado por uno de los
participantes de la relación, pues se trata de un tercer punto que funda y
atestigua la relación misma, pero que nunca puede ser colmado por alguien en
particular más que a título de «usurpación» provisoria.
Decía
que el acontecimiento educativo, además de transferencial, es dadivoso: el
docente da algo que no posee, porque el saber que sabe o que, empleando una
fórmula lacaniana, supuestamente sabe, no es «sabible», digamos, por completo,
tanto por la falta que lo estructura como por la multiplicidad de sus aristas y
su constante reformulación y puesta en duda.
En
este sentido, docente y alumno se vinculan a partir y alrededor del saber,
sobre el cual se apoya la institución educativa. No se trata, entonces, de una
institución que tenga por centro el aprendizaje de los estudiantes, puesto que
estos no son el pilar fundamental del acontecimiento educativo; en la misma
medida, tampoco el docente constituye el centro de la cuestión, el lugar que le
confiere a la enseñanza su fuerza y su sentido políticos. La forma misma de la
estructura del acontecimiento educativo es, irreductiblemente, triádica:
docente, saber y alumno. En definitiva, el punto central de la cuestión, punto
crucial, además, del sujeto, radica en el deseo de saber, propio de los
humanos, como decía Aristóteles, con arreglo al cual se pone en funcionamiento
la estructura triádica del acontecimiento educativo, hecho esencialmente de
lenguaje, de la opacidad de la palabra y de su dimensión corporal y amorosa,
que constituyen, en primera y última instancia, la naturaleza política de la
enseñanza; un deseo compuesto igualmente por los cuerpos deseantes, entre los
cuales circula la voz de los participantes del acontecimiento en cuestión, en
un constante juego de timbres, tonos, ritmos, espesores, resonancias, ecos,
evocaciones, ruidos, alturas, demandas, reclamos, resistencias, berrinches, escuchas,
etc.
Ahora
bien, la voz, en cuanto significa, en cuanto se nos aparece como portadora de
sentido, está «gobernada» por el equívoco, a saber: el hecho de que las palabras
no coinciden ni con las cosas que refieren ni consigo mismas, porque siempre
hay desfasajes que abren una distancia o una oquedad entre el querer decir, el
decir y los efectos del decir (pensemos, por ejemplo, en el nombre de la
primera novela de Onetti, El pozo, o
en el extraordinario nombre de la novela más conocida de Umberto Eco, El nombre de la rosa, que, básicamente,
no designa nada). Esta oquedad, que se experimenta como un déficit o un exceso
del discurso con relación a aquello que se quiere decir, puede ser nombrada
como deseo, cuyo trabajo de
consecución de un objeto deviene en un interminable juego de desplazamientos,
remisiones, tiros fuera del blanco, polisemias, ambigüedades, etc. De este
modo, el acontecimiento educativo ocurre como acontecimiento de lenguaje,
dominado enteramente por esta oquedad que el deseo introduce en la deseada
plenitud del sentido, la adecuación entre las palabras y los objetos referidos.
Del mismo modo, el saber y la erótica que se ponen en juego en el vínculo
transferencial están hechos esencialmente de esta falta del decir y del decir
de la falta, por lo que ocurre la interpretación como expresión de la
multiplicidad inagotable del sentido, bloqueada cuando se piensa el lenguaje
como instrumento de comunicación. En este marco, la literatura y el saber del
que ella dice se alojan precisamente en el vacío sobre el que se estructura el
lenguaje, lo que hace posible la manifestación del desacuerdo, que es siempre
el ejercicio de la interpretación como política, por lo cual toda división y
reparto de la palabra en logos y phoné quedan cuestionados en nombre de
la actividad interpretativa que cualquiera puede realizar. Si siempre hay
demasiadas palabras para los objetos del mundo y, a la vez, hay muy pocas; si
el sentido no le pertenece a nadie, sino que se construye socialmente, en el
juego consistente en poner entre comillas el empleo de cualquier signo o
expresión lingüísticos, la política en general y la política de la literatura
en particular sitúan al sujeto hablante en el seno de la lengua con la que debe
tratar, en todos los sentidos del tratamiento, puesto que la lengua, como lo
sabían y decían los griegos, sobre todo Platón y sus muy odiados sofistas, es
simultáneamente medicina y veneno, logos
pharmakón.
- El
ejercicio de la lengua
Entonces,
en la interpretación del poema de Vilariño, algo sucedió, algo que modificó la
distribución de los espacios, del reparto de la palabra pertinente y la palabra
impertinente, del logos y la phoné. Mientras todos estábamos en
suspenso, esperando encontrar algo que iluminara mejor lo que se expresaba en
el poema, desde su margen lateral Walter levantó la mano. La sociología al uso
nos anticipaba que lo había hecho para solicitar permiso a fin de darles
satisfacción a sus necesidades biológicas de orinar: el cuerpo apremiaba y no
existía ningún criterio que pusiera entre paréntesis la voz de la fisiología,
de la impertinente nuda vida. Pero las cosas fueron sensiblemente diferente:
Walter notó que si se cambiaban de orden ciertos versos, el poema hablaba de la
niebla según el natural estado de las cosas. En efecto, en «Tango» leemos «Yo
vengo por la calle / compro pan / entro en casa / hay niebla y vengo triste»,
pero si la poeta hubiera dispuesto los versos de otro modo, por ejemplo: «Yo
vengo por la calle / compro pan / hay niebla y vengo triste / entro en casa»,
la niebla rodearía a la casa, como es lo corriente, y no podríamos pensar en
una lectura metafórica a partir de la existencia de la niebla en el interior de
la casa.
En
efecto, la lectura de Walter, que nos dejó boquiabiertos a todos, ponía de
relieve no solo la posibilidad de que la niebla no se ajustara al reparto
natural de las cosas de la vida, por lo que los elementos como aquella podían
emplearse metafóricamente porque, en rigor, son palabras, sino también que el
propio Walter era un ser de palabra, un ser de logos, que irrumpía contra toda la sociología que lo había clavado
en los márgenes del salón, de la escuela y de la sociedad, que lo había
condenado a venir eternamente de los quintiles más pobres de esta sociedad
mapeada sociológicamente, expresión de una distribución particular de los
cuerpos y de los lugares que ocupan y los nombres con que se los designa.
Walter se emancipaba intelectualmente contra el orden embrutecedor de la
escuela, y lo hacía mediante el ejercicio impertinente de la interpretación,
más pertinente que nunca, cuya impertinencia fundamental era anticipar el
comportamiento escolar de Walter según un conjunto de factores que lo
encuadraban como un «objeto sociológico» por cuyo cuerpo pasaba y se extendía
una intrincada red de poder (una microfísica del poder) que definía una serie
de principios de inteligibilidad del mundo, una forma de su sensibilidad.
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