el molde de la nostalgia
El arte de la memoria: Eduardo Muslip
Por Matías Núñez / Lunes 06 de agosto de 2018
Ilustración de tapa de «Florentina»
Aquel que haya tenido contacto con la literatura del argentino Eduardo Muslip entenderá la reflexión que de su obra hace Matías Núñez: «Si el rumor de la nostalgia pudiera ser puesto en un molde, con ese molde estarían hechos los libros de Eduardo Muslip». Y para aquel que aún no se haya adentrado en las míticas letras de este autor, esta nota es una buena puerta de bienvenida.
Si el rumor de la nostalgia pudiera ser puesto en un molde, con ese molde estarían hechos los libros de Eduardo Muslip. La forma en la que encadena recuerdos, imágenes e ideas marca el ritmo de una escritura que parece haber sido diseñada para ser leída en voz alta —y no porque haya en ella nada que incite al espectáculo siempre obsceno de la declamación—. Qué placer hipnótico el de escuchar la morosidad con que Muslip desgrana su fascinación por los mapas, los orígenes de los mitos, las entradas enciclopédicas, la etimología de las palabras y todo aquello con lo que hemos intentado dar escala visual o conceptual al mundo, y que, bajo la supuesta apariencia del orden, nos devela siempre su condición de amuleto inútil contra lo indecible, contra el desasosiego de la soledad.
Acá van tres ejemplos.
Plaza Irlanda (2005), una de las mejores novelas argentinas recientes, es la historia de la muerte de Helena en un accidente. Mejor dicho, este evento trágico es solo el punto de partida de la narración, ya que la verdadera historia es el derrotero que atraviesa su pareja durante el duelo por su pérdida. Entrelazando el recuerdo del cuerpo deseado, las complicidades cotidianas —y su reverso de frustración y discusiones— o los objetos personales abandonados en el lugar en que fueron dejados por última vez, el texto construye paulatinamente una ausencia indisimulable, sobrecogedora. A diferencia de algunas estructuras elegíacas en las que suele glorificarse la memoria de un familiar fallecido desde la escritura autobiográfica de diarios o memorias, esta ficción prodiga su tristeza casi mítica tomando como materia el sucio placer de recordar distintos momentos de una relación que se sabe terminada para siempre. Y lo hace sin golpes bajos, pero sin concesiones.
En Florentina (2017), Muslip reconstruye la imagen de su abuela gallega y ofrece la crónica de la convivencia durante su niñez. Una vez más, Muslip lo hace sin atisbo de idealización o el más mínimo arrobamiento. De hecho, la voz que cuenta esta historia parece ser la de una especie de entomólogo que analiza el significado social y cultural que hay en las expresiones, los gestos y la fantasmagoría de meigas y demonios recurrentemente citados por su abuela. Una mujer exiliada —para que no moleste— al living kitsch de sus hijos con caprichos y aspiraciones de clase media venida a más, una mujer anclada en la Galicia rural de la que también fue expulsada, y en la que lo vegetal y animal parecían tener más entidad que las personas que transitan ese Buenos Aires falto no solo de verdes colinas sino del mínimo relieve espiritual. A partir de esos destierros y migraciones, sobre esa chatura, Muslip delinea apenas la figura de Florentina. Una figura escindida en varios puntos, irremediablemente incompleta: su larga trenza rubia cercenada, que Florentina debe vender apenas llega a Buenos Aires; la pérdida de los animales y plantas de Galicia que garantizaban el contacto inmediato con el alimento y la vida; la oportunidad de aprender a leer y escribir que le negó por ser mujer un «cura de mierda»; la muerte de un muchacho que en el recuerdo de su hermoso cuerpo de nadador de rías delataba algo de la sensualidad que habitaba esa mujer olvidada, recuperada por Muslip sin grandes cantos fúnebres, casi sin poder descubrir del todo qué hay detrás de tanto silencio.
También de inmigración y pérdidas está hecha la novela Avión (2015), pero en este caso el viaje se emprende en sentido contrario y los protagonistas son otros: los nietos de los inmigrantes como Florentina, los argentinos que intentaron escapar de las crisis económicas que asolaron su país durante la primera década del siglo XXI y que hacen decir al narrador que la «clase turista», en realidad, debería llamarse clase emigrante. La incomodidad de los asientos, los pocos pasajeros en el vuelo de regreso a Buenos Aires, la ominosa sensación de estar detenidos en la cabina del avión son algunos de los previsibles puntos de apoyo de un texto sobre un viaje en avión, pero que en el fluir de la memoria, una vez más Muslip da lugar a la sensualidad, a los personajes comunes que rodearon la infancia y la adolescencia. Porque de eso, en definitiva, está hecha la literatura de Muslip, de la pausada recuperación del pasado o de una ser querido a partir del modo en que acomodaba los pies al sentarse, de su forma de reír o insultar, de los pequeños detalles en apariencia intrascendentes pero que expuestos uno junto a otro no son más ni menos que la vida de una persona.