la dimensión levrero #4
La larga noche de la rutina
Por Matías Núñez / Miércoles 21 de febrero de 2018
Levrero escribió la novela [luminosa] a los cuarenta y cuatro,
veinte años antes de su desaparición física, y está escrita como
deberían escribirse todos los libros, como se debería vivir: con
la energía de un condenado a muerte. Es su testamento.
Daniel Mella, «La muerte de un actor»
El borrador original de La novela luminosa fue escrito por Mario Levrero en 1984 como testimonio de una serie de experiencias espirituales. Semejante empresa de índole mística y testamentaria, como dice Mella, alejada en forma y contenido de lo que había sido su literatura hasta entonces, estaba suscitada por la inminencia de una operación de vesícula que, a juicio del autor, ponía en riesgo su vida. Levrero sobrevivió a la operación —al menos físicamente, ya que la intervención tuvo para él profundas secuelas psicológicas— y recién retomó la escritura de La novela luminosa durante los primeros años del siglo XXI, gracias al auspicio de una beca Guggenheim. Publicado póstumamente en 2005, el libro es el resultado de la suma, revisión y corrección de textos escritos en diferentes etapas de su vida y es, precisamente, su propia vida, su visión del mundo, lo que alimenta las más de cuatrocientas páginas que confiesan, sin pruritos, su fracaso en el intento de comunicar una experiencia mística.
El borrador, aunque inédito en su momento, es el mojón que marca el inicio de su etapa autoficcional, de sus libros que exploran la interacción del yo con el mundo más inmediato de la cotidianeidad y la vida familiar. Contrario a lo que podría esperarse, las rutinas diarias que se acumulan en el «Diario de la beca» —el largo preámbulo a «La novela luminosa» en sí— son el caldo de cultivo propicio para la manifestación de lo místico. Porque el ingreso de lo extraordinario o lo paranormal en La novela luminosa no se da en el marco de experiencias extremas que amplían los límites de la percepción como las que, por ejemplo, describe Carlos Castaneda en Las enseñanzas de Don Juan (rituales iniciáticos, chamanes y psicotrópicos incluidos). No, la novela de Levrero, mejor dicho, su extenso prólogo, se nutre del aburrimiento de la sucesión de días iguales uno a otro, del lento germinar de algo que debe renacer en el sujeto anestesiado para recuperar aquella antigua voz que escribió unas páginas desaforadas ante el temor a la muerte. Pero si pactamos con que es imposible bañarse dos veces en el mismo río, tanto más en el fracaso rotundo al que está destinado cualquier intento de volver a ser otro para escribir el mismo libro. Ambos discursos, sin embargo, se mezclan y se confunden, se retroalimentan para comunicar lo místico evitando que el resultado final sea un libro new age donde las revelaciones adquieren carácter evangelizador.
Por ejemplo, se relata sin más la comunicación telepática que mantiene el autor con el librero de su barrio y que le permite saber si hay nuevos títulos policiales que ameriten el esfuerzo de bajar las extenuantes escaleras de su apartamento. Este evento, dicho como al pasar (y que a lo largo del libro empieza a ser relativizado por el propio Levrero a partir de la serie de falencias que manifiesta la comunicación telepática con el librero), bien puede ser descartado como una excentricidad más o un gesto humorístico tan propio del autor. Sin embargo, la gradación en la que varios episodios de este tipo comienzan a ser desarrollados en las muchas páginas del diario «preparan» al lector para lo que encontrará en el texto de «La novela luminosa» propiamente dicho.
De todos ellos, la importancia de los sueños como plano de comunicación es uno de los más relevantes. Desde el sueño en el que logra craquear la clave del programa informático que un texano se niega a darle a miles de kilómetros de distancia, hasta el encuentro amoroso que mantiene con Ginebra en un plano onírico hacen ingresar paulatinamente la caprichosa forma de entender el mundo de Levrero. Un capricho que incluso es contrastado en el texto con otras formas más convencionales de percibir la realidad, pero que lo es todo a la hora de pactar con el individuo que a lo largo de esas páginas contará cómo, por ejemplo, logró salir de una profunda depresión después de encontrar un milagroso racimo de uvas escondido en una parra (escondido especialmente para él, como si el mundo le estuviera diciendo que no estaba todo perdido).
Y es que más allá de que el lector pueda integrar o no la «caprichosa mirada mística» de Levrero, su visión dislocada no es solo el reservorio de anécdotas que llenan sus días sino que conforma la impronta misma de su concepción del hecho artístico. De esto hay rastros también en sus ya famosos talleres, en los que era común la utilización de los sueños como materia literaria. En una antigua entrevista que le hice a su tallerista Mariana Casares, le pregunté si alguna vez las consignas implicaban trabajar con sueños:
—Sí […] El ejercicio era escribir un sueño y después hacer un relato a partir del sueño. Y en el relato tenías que sacarle todas las cosas que daban señales de que era un sueño: trabajar la parte verbal «estaba en tal lado» [utilizar el presente] y quitar las imágenes inconexas. Las cosas irreales podían seguir estando pero si tenían una sustancia de realidad y además tenía que estar presente la esencia del sueño.
—¿Explorar los posibles significados del sueño?
—No, lo racional quedaba afuera siempre. La idea no era escribir lo que pensabas. Si alguien escribía algo muy reflexivo él le decía que no había cumplido con la consigna. Él lo que planteaba era: «¿Para qué escribir la reflexión? La reflexión se lee en el texto». Si no pensás que el otro es estúpido: la reflexión se la dejamos al otro.
Precisamente, en La novela luminosa, la reflexión —y la duda— corren por cuenta del lector, a quien no se trata de estúpido. Pero solo quien esté dispuesto a desmontar sus construcciones mentales aprendidas será capaz de percibir la profunda ligazón entre la escritura levreriana y su idea mística del mundo y el entramado de eventos paranormales que en él palpitan. De algún modo, ser escritor para Levrero era habitar el mundo en un estado de hipersensibilidad en el que todas las cosas y seres le mostraban su significado. Y su lucha vital y estética iba entonces en contra de aquellas imposiciones sociales, proyectos escriturales y situaciones cotidianas que anestesiaban su mirada.
Una vez más, podemos tomar como ejemplo del ejercicio de esta sensibilidad una de las consignas de su taller literario, «Imágenes sonoras», que Levrero desarrolló en una entrevista con Christian Arán:
Este ejercicio consta de dos partes. La primera es salir a dar un paseo, cargando una grabadora de sonidos mental. Al caminar, una vuelta manzana por ejemplo, se debe estar completamente entregado a la percepción auditiva, y a la vez a retener esa percepción, grabando en la mente los sonidos. Hay que registrar todos los sonidos, cercanos y lejanos, extraños y familiares, TODOS. Muchos sonidos desaparecerán y aparecerán nuevamente según tomemos conciencia de ellos.
La segunda etapa es escribir un relato con algunos momentos del paso, recordando los sonidos grabados en el grabador mental y asociándolo de algún modo a las imágenes visuales y anécdotas que hayamos generado o percibido, sean de interés o no. Se debe escribir un relato donde abunden o predominen las percepciones sonoras, pero sin olvidarse de las imágenes visuales (no hay que hacerlo como si uno fuera ciego; no se trata de quitar lo visual, sino [de] agregar lo sonoro, poniendo énfasis en ello) Es importante evitar demostrarle al lector que se trata de un ejercicio con el uso del sonido; para eso es bueno evitar el uso indiscriminado de la palabra sonido, por ejemplo. Las imágenes sonoras deben incorporarse con naturalidad.
Perfectamente se puede pensar que las largas y, para algunos, pesadas páginas del «Diario de la beca», que describen días y días de abulia doméstica, son la única forma que tiene ese «yo» que escribe de salir de la enajenación y percibir los estímulos del mundo, atento, entre el ruido blanco que todo lo cubre, a los sonidos que entrañan significados secretos, a los susurros del demonio creador.
La novela luminosa
Levrero, Mario
Literatura Mondadori
Páginas: 568
UYU 690