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¿Querés comer? 

Alimentación: ganas y modos de ingerir

Por Macarena Langleib / Lunes 14 de octubre de 2024

El 16 de octubre es el Día Mundial de la Alimentación. Sobre las ganas y los modos de ingerir alimentos desde antes que la primera eucariota se multiplicara (y toda la larga y, en ocasiones, poco virtuosa historia que vino después), Macarena Langleib dialoga con La invención de la comida, de Ezequiel Arrieta (El Gato y la Caja, 2023).

«El estómago había decidido reclamar lo suyo. Estaba ya ahíto y estragado con las frutas salvajes, y pedía su leche, su pan, su saciedad normal de la costumbre. La mujer no se intimidó por el reclamo. Probaría. ¿Por qué no podía ser probado todo lo que fuera su derecho?», brama Armonía Somers en La mujer desnuda (Criatura editora, 2021), midiendo las ansias de comida en términos de dependencia. Habla por Rebeca Linke, la huidiza, la rearmada, la autosuficiente, obligada por sus tripas ruidosas a retornar a la civilización. 

Algo le repugnaba, sin embargo: que su estómago pudiera ser la causa de su pérdida, si era que llegaba a perder su plenitud a causa de su hambre. No deseaba explicar a nadie su conducta. Su libertad no era presa para lobos sin muelas, que la destrozaran arrastrándola por los caminos. Su libertad era pan para sus dientes propios, que habían mordido tantas veces al aire, y que ahora se clavaban en aquello tan macizo tan real y fuerte que le estaba acaeciendo. Pero, en fin, probaría.

Ninguna dieta, restricción, ni fanatismo está detrás de la supervivencia humana más que sus capacidades de adaptación y de cooperación (aunque más no fuera que para ser carroñeros, en el inicio de los tiempos). «La imagen de Lucy caminando por el paisaje del este de África con una piedra en la mano y buscando animales muertos es tan válida como pensarla masticando frutas y semillas».

De puro racismo, se tardó en buscar en África rastros de antepasados prehistóricos, y se insistía con la teoría asiática; igualmente el eslabón perdido nunca existió.

Un canto rodado pulido fue probablemente un rudimentario primer cuchillo, fabricado para llegar al caracú, romper unos huevos o trozar un mamut, aunque usar herramientas no es precisamente lo que nos distingue de otros simios. Tampoco hay evidencia concluyente de que haya sido el consumo de carne el que desarrolló el cerebro humano; más probabilidades existen de que fuera el uso del calor, es decir, la cocción de los alimentos: el calor los transforma y los hace más fáciles de masticar, tragar y digerir. 

Los hongos nos preceden en este transcurrir y, a pesar de las maravillas de la fermentación, los microbios fueron más una fuente de sufrimiento que de felicidad durante gran parte de la historia. 

Lo anterior es una escasa muestra del cúmulo de datos que proporciona y, valiosamente, ordena y contrapone La invención de la comida (2023), de Ezequiel Arrieta. El equipo de El Gato y la Caja, que edita el libro, se desmarca de la divulgación;son un portal, una editorial, una comunidad que apunta a generar conversaciones fructíferas sobre temas que nos atraviesan y todo por medio del lente de la ciencia. Hacen productos para gente curiosa, información administrada con destreza, con algún gráfico e ilustración que otra, para que el dato no aturulle, y que el relato respire con pasajes de humor. 

Atendiendo a Ezequiel Arrieta, el autor del trabajo, y con la gracia que caracteriza a la casa: 

La simple acción de arrojar un hueso al fuego y luego romperlo proporciona una deliciosa recompensa: la médula ósea fluye como una deliciosa manteca derretida. Además, los tubérculos expuestos sobre las brasas ardientes tienen un sabor ahumado y exquisito. La gratificante experiencia culinaria porporcionada por el fuego podría haber sido un motivo más que suficiente para animarse a usarlo mucho antes de aprender a crearlo. 

Y luego, en otras palabras, «la cocción de los alimentos es una forma de digerir los alimentos fuera del cuerpo usando la energía del fuego», resume después de dar parámetros de absorción de enzimas, comportamiento de moléculas, glucosa y acidez. 

Arrieta es médico y doctor en Ciencias Biológicas por la Universidad de Córdoba, y este es un libro que explica el alimento y su entorno a lo largo de millones de años, desde los primeros musgos hasta las necesidades energéticas de un primate erecto. Ese primate, por cierto, se desarrolló sorteando el espectro climático en este voluble planeta, que sometió a sus habitantes a glaciaciones y deshielos, cinco extinciones masivas, hambruna y abundancia. Es «una relación tan antigua como vigente», dice el científico, la que tenemos con la comida y aunque estos años veinte, esto lo siento yo, tengan la tónica de una película de food exploitation, hay mucho que todavía se nos escapa. Así, el libro busca «entender la comida a través de la historia de nuestra especie, y también entender nuestra especie a través de la historia de la comida». 


Parte a parte

Tome la advertencia quien se sienta expulsado por el léxico científico: el primer capítulo es por lejos el más árido, por la naturaleza de sus «personajes», eucariotas, colonias de células, organismos primarios multiplicándose. Pero incluso entonces, el imperativo ameno se activa, al describir «una manera parecida a lo que solemos pensar que es comer», en este caso en una LECA (antepasado común de los seres complejos): 

En un principio, el proceso consistió en rodear con su membrana compuestos complejos como proteínas o carbohidratos de gran tamaño que no podían ingresar a través de los tubos que comunican el adentro y el afuera, y luego tragarlos, para posteriormente digerirlos con sus enzimas y aprovecharlos. Esto fue un paso enorme porque implicó una mayor disponibilidad de recursos para el crecimiento y la reproducción. Aquellas células que eran mejores tragando más comida fueron beneficiadas y dejaron más descendencia. Este proceso se fue puliendo poco a poco hasta que dio el siguiente paso: comerse una célula viva. Lo más probable es que su primera presa haya sido una célula pequeña, como una bacteria o una arquea, con la que quizás se atragantó. Pero la evolución hizo su viejo truco de la prueba y el error y, poco a poco, las siguientes generaciones fueron mejorando sus habilidades para capturar, matar y comer, lo que dio inicio a la dinámica cruel de la presa y el predador. 

La comida es perecible, a lo sumo quedan vasijas, cuando las hubo. Las deducciones surgen entonces de hallazgos arqueológicos como cereales carbonizados, se desconoce si en un acto provocado o accidentalmente, o de marcas de percusión y de corte hechas presuntamente por homínidos sobre piedras talladas que habrían utilizado como utensilio, por ejemplo, o de patrones de pisadas orientadas en una misma dirección, lo que indicaría atención a una misma presa. Cierto desgaste dental acusa consumo de fibras mientras que un hueso que cicatrizó da la pauta de que ese individuo fue cuidado. A veces la genética sirve de testigo, como en el caso del pájaro mielero, que apareció hace tres millones de años y se especula que evolucionó en simbiosis con una comunidad de Tanzania, a la que alerta con su canto de la presencia de miel. 

Cuatro o cinco hitos y su fecha, destacados en las carátulas de los capítulos, y otras veces regados en medio de un cuento más largo, ponen en perspectiva aspectos en los que quizás no nos habríamos detenido: la cerveza se inventó miles de años antes que la escritura, y el perro se volvió nuestro mejor amigo hace al menos catorce mil años en el norte de Europa, cuando todavía no habíamos creado ciudades. 

En una cuerda parecida, arriesgaba Luigi Zoja, sobre el nomadismo y la construcción social de la paternidad, desde los hombres de las cavernas, «en cierto sentido, el regreso se inventó antes que la propia familia, y volver a casa antes que la casa». Lo dice en El gesto de Héctor (Taurus, 2018): 

Los albores del espacio psíquico, los que empujaron a explorar la sabana y a abatir animales cada vez más grandes en un impulso de conquista y conocimiento que ya no era simple hambre, que había que saciar, inventaron el viaje en su estructura más compleja. El ir y el regresar, la sed de conocimiento y la de seguridad. 

Volviendo al nutrido recorrido de Arrieta (extenuante para sus héroes, muy cómodo para los lectores), dejar de ser meros recolectores y asentarse tuvo que ver, como sabemos, con encontrar un sitio donde echar raíces, con domesticar plantas y animales. La productividad y la docilidad, como factores innegociables (ni la jirafa ni el rinoceronte tenían carácter para el puesto, observa), y la paciencia, siempre, y la casualidad, no tan pocas veces. 

De las 300.000 especies de plantas que dan frutos y semillas en la Tierra, sólo 100 se pudieron domesticar de manera confiable. Asimismo, de las 150 especies de mamíferos terrestres de más de 45 kilos que hay en el planeta, sólo se domesticaron 14, y de esas, 9 están confinadas a ciertas regiones. Sólo se encuentran presentes en todo el mundo la cabra, la vaca, el cerdo, la oveja y el caballo. 

Aunque la contratapa promete una reconexión a muchos niveles, «sin retar a nadie», el biólogo recalca que actualmente vivimos una brecha gigante, sin antecedentes, entre quienes producen y quienes consumimos, y que básicamente nos convertimos en unos inservibles usuarios de delivery o en «el primate más gordo del mundo». 

Arrieta participó en otros proyectos de EGyLC, como Clima (2022) y Un libro sobre drogas (2017), pero «su mayor interés son las dietas saludables y sostenibles», así que, fundamentadamente, las tendencias paleo de alimentación y la demonización del gluten, cuando no existe intolerancia, son puestos en su lugar. «No hay una dieta específica que el ser humano deba seguir», apunta el argentino, y dice que ser generalistas nos jugó a favor. No olvidemos que «con unas 86.000 millones de neuronas, el cerebro de un humano moderno consume un sorprendente 20% de la energía que demanda todo su cuerpo, a pesar de representar sólo un 2% de su peso corporal». Hay que darle de comer a esa máquina, hay que ser constante y hay que hacerlo bien. El análisis de un registro fósil del investigador Yoel Melamed en 2016 en Israel reveló aspectos asombrosos de la alimentación de hace 780.000 años: 

Estos hallazgos sugieren que los antiguos humanos tenían una alimentación rica en fibra y diversidad vegetal, en marcado contraste con con la dietas actuales de las personas que viven en las ciudades, ricas en alimentos altamente procesados y con baja calidad nutricional, y con poca diversidad de ingredientes (particularmente plantas).

En cuanto a lo que hay de comer, ya despotricaba Charles Bukowski, en una carta fechada en 1954 (La enfermedad de escribir, Anagrama, 2020): 

Todo se fue a la mierda tras la Segunda Guerra Mundial, y no solo en lo que al arte se refiere. Los cigarrillos no saben igual. Ni los tamales, las guindillas y el café. Todo es de plástico. Los rábanos ya no son picantes. Las cáscaras de los huevos se quedan pegadas. Las chuletas de cerdo son pura grasa. 

Bukowski podría tener el organismo abusado por el alcohol, el cigarrillo y la desidia; aun así notaba un tufo a sustitución, a bajos estándares de autenticidad. El paladar todavía lo guiaba en algo tan evidente como que la sal no sala. Y eso que, según se lee en el volumen de Arrieta, la primera Big Mac («dos hamburguesas, lechuga, pepino, cebolla y salsa entre tres panes, disponibles a un precio bajo, rápido y siempre con el mismo sabor») recién salió al mercado en 1967. 

Entre granos modificados, comida chatarra y fertilizantes sintéticos, en la misma sección, el libro suma otros dos datos significativos para el sistema alimentario: las enfermedades cardiovasculares llegan a ser la primera causa de mortalidad en el mundo en 1994 y la aplicación de glifosato sobre soja transgénica en Argentina comenzó en 1996. 


Un cierre abierto

Si las desventuras de nuestro ancestros lejanos construyeron lo que somos, las decisiones de hoy dan escalofríos. Arrieta propone:

Existen muchas formas para cambiar la manera en la que se producen alimentos. Sin embargo, dadas las condiciones actuales, para que una propuesta se pueda considerar como superadora debe cumplir con tres principios: no destruir los espacios naturales que quedan, restaurar los ecosistemas degradados, y usar menos insumos. 

Asimismo, el autor advierte sobre la necesidad de crear un colchón verde que amortigüe los efectos del cambio climático y las sequías venideras. 

La tecnología aplicada a una agricultura 4.0, que detecta dónde faltan nutrientes y lograría evitar los cócteles indiscriminados de pesticidas, puede colaborar en un uso más eficiente del agua y reducir el impacto de la ganadería. Después está el asunto de quién asumiría el costo de ese recambio y en qué manos quedará la producción. Pendiente, por otro lado, está el enfoque ecológico, incluso a sabiendas de que ninguna estrategia será la definitiva. 

El autor concluye que vivimos a préstamo del ambiente, y sabe al mismo tiempo que un consumidor informado no tarda en ponerse paranoico. Difícil no tomarle idea a la lechuga capuchina o no mirar con desconfianza los mix de verdes y su supuesto centrifugado después de haber visto el reportaje Intoxicación, la cruda verdad sobre nuestra comida (Stephanie Soechtig, 2023, Netflix). En Descifra tu salud: Los secretos del intestino, la documentalista Anjali Nayar (2024) registra los cambios que se experimentan en la microbiota debido a hábitos como el consumo de fibra. Uno de los casos más inquietantes lo protagoniza un asiático que se dedicaba a las competencias de comida, esto es, a ingerir cantidades ingentes de panchos a gran velocidad. Su estado nutricional no era óptimo, por supuesto, pero lo peor era que había perdido por completo el apetito, la alarma interna y la capacidad de gozar con el pan de cada día.    

Arrieta aconseja comer comida real ya que, curiosamente, las dietas saludables además pueden ayudar a reducir nuestra huella de carbono. Resuena el pegadizo refrán de Los Eucaliptus, de ETÉ y Los Problems, cuando se pasa página a La invención de la comida

El fuego que construimos/ Que nos mantiene con vida/ Puede durar días/ Puede durar todo lo que podamos cuidarlo/ ¿Ya comiste?/ ¿Qué comiste?/ ¿Querés comer? 

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