Desarrollé el concepto a lo largo de los años y fue realmente acompañándome y creciendo conmigo. Al cabo de un momento con unos pocos y precisos consejos de Peggy Espinosa, me encaminé a darle forma a una maqueta y la llevé a Bolonia. Luego surgió la posibilidad de publicarlo con Libros del Zorro Rojo y trabajamos arduamente durante un año y medio.

Lo que me interesaba realmente era transmitir la atmósfera y a través de ella acercarnos todo lo posible al «cómo se siente». Entonces todo lo que pudiera compartir de inmaterial en las narrativas de texto e imagen iba con esa intención especial. Cada elemento en las ilustraciones y los relatos tuvo una larga búsqueda detrás. La fisionomía de los rostros decantó en base a mirar muchas fotografías de niños, niñas y adultos de cada pueblo. Los ecosistemas también fueron cristalizando a base de observar muchas imágenes y averiguar qué tipo de clima, geografía, fauna y flora eran más representativos. Tuve que hilar fino porque había varios ecosistemas que se repetían, así que los cambios de estación, vegetación o topografía fueron un gran recurso.

En general, gran parte de mis procesos van tomando forma y transformándose cuando salgo a caminar, reflexionando e interiorizando lo que quiero contar y cuál puede ser la forma más acertada de hacerlo. Suelo investigar mucho y luego dejar una parte más espontánea. En este caso, cuando el dibujo a lápiz estaba ya en la tabla, el resto fue muy fluido, prácticamente meditativo diría yo. Pirografiaba directamente y pintaba con el registro que me había quedado de cada pueblo y las sensaciones que me generaban. Por eso no repetí ninguna ilustración, ni hice pruebas: cada rostro del libro proviene de una única tabla.

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