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Leé un avance de «Lo que alguna vez fue un barco», de Javier Schurman

Por Javier Schurman / Jueves 17 de abril de 2025
Leé un avance de «Lo que alguna vez fue un barco», de Javier Schurman
Detalle de portada de «Lo que alguna vez fue un barco». Ilustración Ilustración: Gabriela Sánchez.

Criatura Editora presenta Lo que alguna vez fue un barco, del argentino radicado en Uruguay Javier Schurman (1977). Cuentos en estado de alerta, de espera, o incluso de perplejidad, ante la pérdida o la ausencia: «A veces soñamos. Una gaviota, una sombra en el horizonte, un aire diferente, una esperanza fundada en lo que alguna vez fue un barco, en lo que alguna vez creímos saber sobre navegación».

Vi a tu abuela cortando flores en el jardín

Desde la cama escucho a papá. Silba el tema de siempre mientras lava los platos de la cena, como cada mañana desde que volvieron a casa. Me siento, me paro. Corro las cortinas. Mamá, desde el jardín, levanta la vista y sonríe. Deja la manguera, se limpia las manos en el pantalón y la pierdo de vista. Vuelvo a la cama y agarro el celular. Ocho y veinte, 14 de septiembre. Hace más de seis meses que mamá y papá murieron.

Al bajar la escalera, la cocina huele al café que hace papá. Él me pregunta cómo dormí y, sin mirarme, me acerca la taza que acaba de lavar. Mamá entra enseguida. Sigue con la venda en la mano izquierda. Con la otra mano sostiene unas flores, que pone en una botella de cuello ancho, con agua hasta la mitad, en el centro de la mesa.

—Tenés que arreglar un poco la casa —dice ella, los labios torcidos, mientras levanta ojos y cejas para señalarme el techo—. En cualquier momento se empieza a caer la pintura.

Hago una mueca que podría significar que ya lo voy a arreglar o que no me importa. Mamá se da cuenta.

—El inodoro del bañito pierde agua, Mariano. Y no podés dejar las cajas de pizza abiertas en cualquier lado, los platos sucios en el living. Se llena todo de moscas. Y el jardín… bueno. Estoy haciendo lo que puedo para recuperarlo.

No digo nada. No extrañaba los reproches de mamá. Me sirvo café y me siento. Papá cuelga el repasador sobre el barral del horno y viene a la mesa. Tiene esa mirada que siempre acompañó las discusiones en casa. Siempre eso: miradas, gestos. Jamás una palabra, un grito. Era su manera de estar: en silencio. Invisible. Recién ahora, desde que aparecieron la semana pasada, lo veo ayudar con las cosas de la casa, y ella se enoja menos. Hablan poco y se llevan mejor. Hasta parecen felices.

***

Tenía once, doce años. Había llegado de la escuela y pensé que no había nadie en casa. Dejé la mochila, me serví un vaso de agua y me senté en el living. Entonces vi a mamá: estaba en el jardín, gesticulaba, parecía enojada o preocupada. Me levanté y me acerqué a la puerta ventana para ver con quién hablaba. No había nadie.

El ruido de la puerta abriéndose la hizo girar hacia donde estaba yo.

—¿Qué pasa, ma?

Ahora veo esa sonrisa, una sonrisa nerviosa. En ese momento solo vi el gesto alegre y creí su respuesta inmediata:

—Nada, mi amor. Solo cantaba una canción.

***

Volvía del bar cuando, al entrar, vi las luces prendidas y escuché sus voces. Me quedé un rato en la puerta, los pies sobre el felpudo de yute. No tomé tanto, pensé. Venía durmiendo bien, después de unos meses de insomnio, de la pelea con Verónica. Pero estaban ahí. Eran ellos. Las voces de toda la vida. Mamá refunfuñaba. Papá le daba golpecitos en la mano, le pedía calma.

Durante unos segundos los observé desde el umbral. Ellos, sentados en el sofá. Abrí y cerré los ojos unas cuantas veces. Mamá no me escuchó. Papá sí, y me miraba con la cara de siempre. Quise dar la vuelta, salir a la calle, irme lejos, pero no me fui.

—No podés seguir viviendo así. Necesitás ayuda —dijo él.

Hablaba como si fuera mamá. Pensé en preguntarles qué hacían ahí, pero para qué. Qué sentido tenía hablar con ellos si estaban muertos.

Caminé hasta la cocina, dejé la campera, tomé un vaso de agua. Volví al living. Ella barría la alfombra; él levantaba platos sucios para llevarlos a la cocina. La puerta del escritorio estaba cerrada.

Al volver de la cocina, papá tenía una franela en la mano. Mamá me miró con compasión y se agachó a juntar mugre con la pala.

—Tenés que cuidarla más —volvió a hablar papá—. Tenés que cuidar la casa.

Los miré un rato largo y sentí, por un momento, que todo lo anterior había sido un sueño. Pensé en entrar al escritorio para ver cómo estaba, aunque no me animé. Me fui al cuarto y me acosté vestido. Supuse que esa noche se iban a ir, que me iban a dejar solo, tranquilo. Escuché sus voces un poco más, hasta que me quedé dormido.

Cuando desperté, a la mañana siguiente, lo primero que sentí fue el silbido de papá.

***

Cuando yo estaba por terminar el secundario, conté en la mesa familiar que quería buscar trabajo e irme a vivir solo. Mamá me miró como el día que vimos una rata en el jardín. Papá tomó a mamá de la mano.

—No podés irte —dijo ella.

—¿Por?

—Porque esta es tu casa.

Papá negó con la cabeza, para que no siguiera.

A los pocos días me olvidé del tema. Terminé el secundario, me puse de novio, empecé la facultad. También conseguí trabajo, pero lo que ganaba no me permitía alquilar nada. Unos años después, un domingo, llegué con Verónica y encontré a papá vendando la mano izquierda de mamá.

—¿Qué pasó? —pregunté.

Mamá sonrió. Papá miró a Verónica y después a mí. Pareció tragar palabras.

—Nada, mamá se lastimó. Ya está bien.

Esa noche, en la mesa, volví a preguntar. Mamá se limpió la boca, dejó la servilleta y apoyó los antebrazos a los costados del plato. Se preparó, como cuando alguien va a decir algo importante.

—Hoy vi a tu abuela.

Papá la observaba impávido.

—Cortaba flores en el jardín. Hacía mucho que no la veía y charlamos un rato.

Papá había vuelto a comer.

A mi abuela la conocí por las fotos que adornan la biblioteca: mamá y ella en la orilla del mar de Villa Gesell; mamá, papá y ella en la fiesta de su casamiento; ella en el jardín, en la mesa de hierro que tiramos hace unos años; ella, adolescente, en un viaje por Italia.

—La abuela está muerta, mamá —dije y sentí que decía una estupidez.

Mamá sonrió.

—Ya sé que está muerta, hijo. Pero esta es su casa. Y cada tanto viene y hablamos. Me pregunta por vos. Dice que a veces te mira desde ahí. Que estás grande.

—Ma…

—Ya sé lo que vas a decir. No estoy loca. Ella vivió casi toda su vida en esta casa y sigue en esta casa. Por ahí, algún día la ves.

Hice un silencio. Papá volvió a mirarme a los ojos.

Pregunté:

—¿Y qué te pasó en la mano?

—Cuando estaba entrando, quise volver a salir para decirle algo más y se me cerró la puerta. No llegué a sacar la mano y bueno: esto. —Me muestra la venda—. Ya va a pasar.

Mientras papá lavaba los platos, me acerqué. Dijo que él nunca había visto a nadie, pero que no le parecía importante, que no era quién para juzgarla y que yo tampoco.

—No le des muchas vueltas —dijo—. Ella está bien así; vos no te enrosques.

***

No volví a entrar al escritorio. No pude hacerlo. Cuando se fueron los médicos, le pedí a Verónica que limpiara como pudiera y cerrara la puerta. La vi entrar con bolsas de basura, sacarlas a la calle, tirarlas en el contenedor. Me pidió una sábana vieja o una que no usara. No le pregunté para qué; sabía que no podía sacar el sillón y tirarlo.

A la mañana siguiente, antes de que se fuera, le pregunté por la llave y me dijo que no la había encontrado. Si hubiera sido por mí, cerraba ese cuarto para siempre.

***

Hoy pedí pizza para los tres. Mamá come en silencio. Sigue enojada, creo. Siente que no hago nada con mi vida, que tendría que haber seguido en la facultad, que el trabajo es poca cosa para mí. Papá está de buen humor. Me pregunta por Verónica y le cuento que después del asunto discutimos un par de veces y decidimos tomarnos un tiempo, que necesitábamos estar solos. Que yo necesito estar solo y ella lo entendió. Que todavía hablamos. No todos los días, pero hablamos.

—El asunto —repite papá, después de pensar un rato.

—No me sale de otra manera.

Asiente en silencio.

—Verónica es una buena chica para vos —dice mamá, como si no hubiera escuchado lo demás.

Le digo que ya lo sé. Que seguro volveremos en algún momento.

—Te vendría bien vivir con ella. La casa es grande y es tuya. Y va a ser de tus hijos. Con unos arreglos pueden quedarse acá para siempre. Verónica puede trabajar en la oficina de papá. Hay lugar para todos.

Me pregunto si dice todos porque piensan quedarse mucho tiempo, pero a ella no se lo pregunto. Tampoco le digo que estoy pensando en venderla. Creo que ya lo sabe. Desde que volvieron no puedo decirles nada.

Cuando terminamos de cenar, papá busca la botella de whisky y se sienta en el sofá. Sobre la mesa ratona, un jarrón con flores de aroma fuerte. Llevo dos vasos y me acomodo junto a él.

—Es una buena casa. Solo hay que cuidarla un poco —dice.

***

La segunda vez que pensé en irme no llegué a decírselo. Apenas volví de la facultad, mamá nos sentó y me contó que le habían diagnosticado cáncer. Papa miraba la pared. Ella tenía que empezar un tratamiento. Iba a ser largo, creía. Algunos días o semanas tendría que dormir en el sanatorio.

—Papá te va a necesitar. Y yo también.

La internaron a las tres semanas. El tratamiento no funcionó. Algo falló en la médula. Papá se quedó con ella cada día. A mí me costaba ir a verla. Dormía en lo de Verónica para no estar solo. A veces le llevaba a él algo de ropa y le hacía compañía en la confitería del sanatorio. Papá tenía manchas negras debajo de los ojos y estaba flaco como nunca. Decía que confiaba en que los médicos se equivocaran, que ya iba a pasar. Yo me preguntaba si él también lloraba para adentro.

***

Algunos días tardo en volver a casa. Doy vueltas por el centro, me meto en un cine, en un bar, me siento en una plaza. Podría llamar a Verónica, quedarme unos días en su casa, pero no quiero decirle la verdad. No puedo decirle que volvieron. Que cuando llego de trabajar me esperan con reproches, con trapos en la mano, con bolsas llenas de cajas de pizza y servilletas usadas. Que la casa recuperó sus olores, sus sonidos. Que cuando me voy a dormir cierro los ojos esperando que esa noche sea la última. Pero que a la mañana, cuando me levanto, me alivia saber que están ahí.

***

Esa mañana sentí el sonido del teléfono dentro de mi sueño. Verónica me despertó agitándome el hombro.

—Tu papá —dijo.

Mientras bajaba del taxi, lo vi en la entrada del sanatorio, sentado en un cantero. Miraba hacia la calle, un cigarrillo en la boca, el paquete en una mano. No lloraba.

—¿Fumás?

No sé por qué le pregunté eso, por qué no le dije otra cosa, por qué no lo abracé, pero no me respondió. Siguió mirando los autos.

—Y todo sigue, ¿viste? Sigue. Uno cree que no, que todo termina para todos, pero ahí los ves. Como si nada.

Le puse una mano en el hombro y me devolvió una palmada. Después me preguntó si podía encargarme de los papeles, que él necesitaba descansar.

Esa noche llegó tarde al velorio y al día siguiente, en el cementerio, lloró lo que había acumulado. Cuando volvimos a casa se encerró en el escritorio. Después escuché la tele prendida en el living y bajé a acompañarlo. Me acomodé junto a él en el sofá. Le pregunté si quería tomar algo, pero no dijo nada. Durante un rato cambió de canal, hasta que dejó un programa de cocina. Un chef español preparaba arroz a la lata. Hablaba de la importancia de la preparación, de los condimentos, del paladar, de comer ese plato, especialmente ese plato, directamente desde la lata, para aprovechar los sabores de cocción. Y de la limpieza de la mesada, de los productos, de la cocina entera.

—Cuidala —dijo de pronto papá.

O me pareció que dijo eso. Le pregunté qué había dicho, pero ya no habló más y volvió a encerrarse en el escritorio.

Los días siguientes lo encontré fumando en el jardín; de noche, frente al televisor. No salía, no comía, no hablaba. Cada tanto volvía a escuchar esa palabra, cuidala, como un susurro, pero no lograba saber de dónde venía. Si de él o de mi propia cabeza.

Me fui una noche a lo de Verónica y al volver encontré la tele prendida y la puerta del escritorio cerrada. Golpeé una vez, dos veces. Después entré. El olor me hizo cerrar los ojos y alejar la cara. Papá estaba acostado en el sillón lleno de restos de comida y colillas de cigarrillo. Me acerqué a despertarlo y no se movió. Ya no se movió más.

***

Mamá se apura para cerrar la puerta ventana. El cielo se encapotó de pronto y parece que va a llover. Cuando se da cuenta de que la miro, me devuelve una sonrisa nueva; está contenta de que estemos los tres otra vez en casa. A papá ya no lo veo en la cocina. Mientras mamá levanta las tazas de la mesa, me paro para ir a buscarlo. Ella me hace que sí con la cabeza; también cree que no es bueno que se quede solo.

El living está oscuro, con la persiana por la mitad. El bañito tiene la puerta entreabierta, la luz apagada. Un sonido llega desde el escritorio. Camino como si el piso pudiera quebrarse y al asomarme veo a papá. De nuevo está con la franela naranja en una mano. Lo veo limpiar el lapicero, el sillón intacto, sus libros en la biblioteca, un aire que se respira.

Entro.

Papá me mira y sonríe. Yo aflojo los hombros.

—¿Todo bien, hijo?

—Todo bien.

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