Leé un avance de «Gurisas chicas», de Dani Olivar
Por Dani Olivar / Sábado 17 de mayo de 2025

Portada de «Gurisas chicas» (Criatura Editora, 2025). Ilustración: Bárbara Nilson.
Empezá a leer Gurisas chicas, de Dani Olivar, novedad de Criatura Editora que pronto estará en librerías. Este coming of age ofrece el relato en primera persona de Anita, quien recuerda su infancia con la madre y el padrastro, y cómo la mandaron a «ayudar» a la casa de los tíos cuando llegó la adolescencia. Gurisas chicas es una historia de frontera, no solo entre dos países, sino también entre dos momentos de la vida, entre un lado y el otro de la sociedad.
Soltá la idea de lo que sos.
mínima
Parte uno. La casa chica
1
Voy a empezar contándoles cuando vivíamos en la casa chica, antes de que pasara lo que pasó. También les voy a contar lo que decía la gente sobre mí y mi familia, los comentarios, y ustedes sacarán sus propias conclusiones. Deben saber que lo que voy a decir es la verdad, porque si la verdad duele es porque es la verdad, decía mi madre, y yo creo que es así, tal cual. En mi familia somos tres: mi madre Ceci, la Piaba; mi padrastro Obdulio Puñales, el Maestro, y yo, Anita. A mi padrastro nunca le dijeron por su nombre, para toda la gente siempre fue el Maestro. Nunca dictó clases, en realidad no alcanzó a terminar el liceo y a duras penas terminó la escuela, lo obligaron a seguir, a tirar unos años, pero con un par dijo que ya estaba, que lo de él era trabajar y dejó y chau. También está el hermano del Maestro, mi tío el Pichón, su mujer Flor y mi prima chica Hoyuelos, Hijita, Rulitos, Renata, aunque ellos solo vienen en Navidad en una camioneta gigante.
La casa chica quedaba en un barrio de casas bajas, en ese tiempo no conocía a nadie que viviera en casas de dos pisos, las únicas escaleras que había visto eran las de mi escuela, seis años subiendo ese largo mármol blanco, siete, si contamos el año que hice jardinera, aunque no tengo recuerdos de esa época. También conocía las escaleras del hospital, con toda la gente sentada en los escalones esperando el turno o apoyada en la baranda conversando de enfermedades. Subir la escalera para pincharme con todas esas vacunas una y otra vez y el sellito en el carnet verde, que todavía guardo.
El patio era lo que más me gustaba —aunque solo durante el día—. Era como un rectángulo largo, tenía dos flores de pajarito sobre el muro de la izquierda —que más adelante descubrí que fue mi madre Ceci que las plantó— y las gallinas en el fondo. En verano, todo el patio era tierra y después, en invierno, todo el patio era barro. El baño estaba afuera, en el comienzo del rectángulo a la derecha, ahí estaba la puerta con dos interruptores, el de la luz del baño y el de la luz de afuera, durante mucho tiempo apenas podía alcanzarlos y aunque teníamos una sillita para que me pudiera trepar, había veces que por misteriosas razones no estaba allí, y luego de buscarla con los ojos en la oscuridad durante un rato largo desde el bordecito del comedor y por temor a hacerme pichí encima, corría a pedirle a mi madre o al Maestro que prendieran la luz.
No sé qué tema tiene esta gurisa con la oscuridad, me vive interrumpiendo.
El baño era grande, con una ventana sin cortinas que daba al fondo y una pieza que quedaba enfrente, la puerta era un boquete abierto a marronazos —que nunca supe quién lo hizo—, allí guardábamos todo lo que no podíamos guardar dentro de la casa: una cocina rota, una bicicleta rota, juguetes rotos, herramientas rotas, todo iba a parar a la pieza. Había veces que de noche me sentaba a hacer pichí y la puerta del baño con el viento lentamente empezaba a abrirse, la luz iluminaba la pared de la pieza y se veía el oscuro boquete totalmente negro, siempre logré levantarme de un salto antes de que esa negrura lograra absorberme. Éramos tres en la familia, dije, pero, en realidad, el Luquita también fue parte. La noche que llegó empecé a escuchar maullidos en el techo de la pieza, fui corriendo a la heladera y no encontré nada que pueda ser manjar para un gatito hambriento. ¿Un limón?, ¿manteca?, ¿arroz blanco? —¡qué aburrido, se va a ir más que ligero a la casa del vecino!, pensé—. Encontré un mínimo pedazo de jamón y con la ayuda de la sillita para prender la luz me trepé al techo. Al principio no quería saber nada conmigo, amagaba con irse por los techos, me miraba de lejos, pero al ver que le hablaba, le acercaba mi mano, se fue deshaciendo esa hostilidad. Al cabo de unos días, fuimos conociéndonos más, él terminaba su comida y se quedaba, ponía su cabeza en mi mano, se movía para un lado y para el otro con la cola bien estirada, haciendo un ruido como de paloma, ¡no sabía que los gatos podrían hacer esa clase de ruidos! Una noche no escuché que el Maestro me llamaba y cuando me vio trepada al techo gritó con tanto énfasis que el Luquita se fue tan rápido que no llegué a ver para dónde se había ido, pensé que jamás volvería. Esa noche el Maestro me gritó tanto que aun bajo la almohada y tapándome los oídos podía escucharlo. Luego los gritos fueron hacia mi madre Ceci, que nomás abrió la puerta arremetió contra ella, sobre todo por la falta de dinero para alimentar otra boca más, que trabajaba todo el día para darle de comer a un gato inmundo, que me había trepado al techo, que siempre hacía cosas que no debía, que la mugre que hacen esos bichos, que ese jamón era para comer nosotros.
A quién se le ocurre, esta gurisa no piensa, te acuestas y no te quiero ver levantada.
Me dormí antes de que terminaran de pelearse, al otro día dijeron que podía quedarse, pero que no podía entrar a la casa, al principio me pareció un trato justo, pero después de ver cómo el Luquita quería meterse en mis tibias sábanas, se me hacía muy difícil decirle que no. En unas semanas, el Luquita se fue adentrando lentamente hacia la casa y ya a lo último dormía dentro de mi cama, era un gato tan feliz que si hubiera podido hablar, sé que lo hubiese dicho y después habría hecho un sonido como de paloma. El Maestro y mi madre Ceci se olvidaron de que el gato había sido la causa de un griterío de aquellos, él pasaba lento por donde estaban, sin saber el revuelo que había causado, aunque capaz que lo sabía y usaba su sabiduría gatuna enroscándoles la cola entre las piernas.
2
Cuando venía gente a la casa chica tenían que pasar por una portera y golpear la puerta o pararse en la vereda y golpear las manos o gritar Ceciii o Maeeestrooo. De la puerta principal, mi cuarto quedaba enseguida a la derecha, por lo que podía sentarme en una silla, mirar hacia la ventana y por atrás del visillo ver toda la gente que pasaba por la calle, por la vereda y, obviamente, la que se paraba en la portera buscándonos. Me gustaba ver a la gente conversando, tomando mate, no alcanzaba a escuchar lo que decían. Desde la ventana de mi cuarto veía la portera de madera oscura por el sol, había que levantarla para pasar porque las bisagras estaban podridas, al principio me hacía heridas en los pies, pero aprendí a levantarla y ya podía pasar sin lastimarme, eso me hacía sentir adulta. Había un cerco de alambre que separaba la vereda del pasto seco en un descanso que teníamos entre la portera y la puerta de casa, siempre estaba seco. ¿Por qué hay casas con pasto verde bien verde y nosotros con este pasto pinchudo?
Si no te gusta, sabes dónde está la puerta.
Veía la casa de la Nelly enfrente, ella también tenía un cerco, pero era bajito y de material, no tenía portera, ella y los hijos se ponían a tomar mate bien temprano abajo de un árbol que daba una sombra preciosa y estaba precioso para tomar mate ahí, decía mi madre Ceci casi todos los días que hacía calor y le daba por mirar para ese lado. Decía que daba lo que no tenía por una sombra y un frescor de esos. A la derecha estaba la casa del Chico, que tenía un muro alto y blanco, solo veía las cabezas de los vecinos flotando de aquí para allá, imaginaba que era como una obra de títeres. También se escuchaba siempre el ladrido de un perro que nunca veía porque estaba atrás del muro y la gente se asustaba, pegaban gritos y decían disparates. Veía cómo las personas pasaban por nuestra casa y tiraban botellas vacías de coca cola, latas de cerveza, paquetes de quesoritos, nunca salí a decirles nada, mi madre Ceci iba y las levantaba gritando que esto no es basurero, que son una manga de mugrientos, pero nadie se daba por aludido. Yo nunca quería abrirle la puerta a nadie, me hacía la que no escuchaba, la que no veía o me iba corriendo para el fondo para no atender. Che, Anita, ¿no escuchaste la puerta?, dice que está hace rato en la vereda llamando.
Esta gurisa nunca escucha nada, se hace la chancha renga.
Después de varios días de lluvia amaneció despejado. Se escuchaba el cacareo de las gallinas, a esa hora siempre estaba sintonizado el programa en la radio del vecino dando los anuncios fúnebres: Participan con dolor de dicho deceso, repetían, y la llegada del lechero. Entre las nueve y las nueve y media siempre llegaba el lechero en el carro, estacionaba frente a la casa chica, o sea, en la casa de la Nelly. Nunca golpeaba ninguna puerta, mientras que destapaba los tanques enormes gritaba cheeerooo y salíamos, había veces que las ollas estaban ocupadas con comida en la heladera y le teníamos que alcanzar una botella de plástico. Yo lo cuidaba desde la ventana de mi cuarto, escuchaba el trote del caballo, las patas golpeando el suelo y veía justito cuando paraba el carro y atendía a la Nelly primero.
Si pasa y no lo agarramos, nos quedamos sin leche, asique cuidadito.
No era que nos quedáramos sin leche, la del almacén de la esquina vendía la envasada, que salía mucho más cara, por eso era importante cuidar al lechero. A veces llegaba la leche bien tibia y el Maestro se zampaba un vaso casi desbordando, me decía que tomara, que es lo más bueno que hay. A mí me hacía hacer arcadas, quería que me gustara, porque es tan blanca y tanta, pero siempre decía que no con la cabeza y con un gesto de asco en la boca miraba cómo se tomaba el vaso de bebido con los ojos cerrados.
Después que tenemos el tacho con los dos litros de leche la ponemos a hervir y hay que cuidarla.
Y ahí me quedaba, esperando que aparezcan los gorgoritos, el inmenso aburrimiento, la demora tan larga. No podía irme.
No te descuides.
Me gustaba la cocina de mi casa, tenía una ventana encima de la mesada. Mientras cocinabas, mientras cuidabas la leche, mientras lavabas los platos, podías ver a los pájaros cruzar, si estaba despejado el cielo, si había viento, si las alegrías ahí donde las había plantado estaban bien.
Cuídalas de las heladas, que no se pasen de sol, que no tengan mucha sombra, que no se pasen de agua, pero siempre tienen que tener, como todo.
Esa mañana las había plantado, justo debajo de la ventana del cuarto de la Nona, la madre de mi madre, Ramona se llamaba, pero yo le decía Nona cuando estaba viva y ahora le sigo diciendo. En ese cuarto están todas las cosas apiladas de ella, que olvidé contarles al principio, pero no por eso es menos importante en esta historia, ella también es parte de la familia, pero se agarró una infección y la tuvieron que internar en el hospital, y ahí se agarró neumonía, el invierno es cruel en algunos pabellones. Falleció cuando estaba cursando mi último año de escuela, ella me enseñó muchas cosas y me contó todo lo que sé.
Ramona Méndez Caimares falleció en la paz del Señor, el día 8 de julio del 2001. Su hija, nieta y demás deudos participan con profundo dolor a dicho deceso e invitan a sus relaciones para el acto del sepelio que se efectuará hot 9 de julio a la hora 11:00 en el cementerio local.
El sol comenzará a llegar a las alegrías cerca del mediodía.
Instrucciones precisas: Te quedas al lado de ella, cuando se empiece a levantar, antes de que toque el borde la apagas.
¿Cómo que se levanta? La primera vez que me tocó cuidar la leche la descuidé, no pude soportar el aburrimiento, los largos minutos, horas. Corría a la vereda, contaba hasta veinte y corría hacia la cocina, hasta que me distraje y no volví más. El chisporroteo de la hornalla, la llamita descontrolada, el desborde, la cachetada.
Las alegrías son dobles y rosadas, parecen rosas, pero no lo son, las rosas son difíciles de cuidar. Siguiendo las instrucciones, apagaba la hornalla y me quedaba mirando cómo bajaba tan rápido como subía, dejando esa espuma todo alrededor de la olla y la nata latiendo. ¿Cómo podía no saber cómo se levanta la leche? Luquita apareció por entre las alegrías con los ojos negros, tenía solo un bordecito verde que le brillaba apenas, parecía no verme ni saber quién era, ¡soy yo! ¡Anita! Caminaba lento, desganado y bobo. Mi madre llegó y ni bien lo vio me mandó a traer aceite. ¿Lo pongo en una taza o traigo la lata?, no pregunté. Le dio el líquido directo de la lata, pero seguía con los ojos negros, el desgano, haciendo ruidos sobre el pasto verde, el cuerpo largaba sonidos que nunca había escuchado. Ahora tiene que lanzar el veneno, dijo, anda para la escuela inmediatamente.
Se sabía que andaba un vecino envenenando gatos, cualquier gato que fuera, callejero o no, lo pelaba. No sabía cómo se envenena un gato ni dónde se compra veneno, por qué las personas tienen eso tan peligroso en su casa que puede pasarlo a mejor vida, el Maestro decía eso y sonreía, algo entre gracioso y horrible, pasarlo a mejor vida. Siempre decía ese tipo de cosas que yo no entendía, decía cosas serias, pero sonreía y me miraba esperando que hiciera algo, yo lo miraba y no sabía qué debería de hacer.
Son expresiones, Anita, una manera de decir. Deberías de sonreír y callarte la boca.
Siempre fui la primera de la fila en todas las clases de la escuela, el último año se sumó una más baja, por un momento me alegré, no soportaba ser la primera, siempre observada, siempre llevando el ritmo de la marcha, no podía distraerme, sino ocurrían choques, caídas vergonzosas y peligrosas. ¡Atención, Anita! ¡Por favooor, haces caer a tus compañeros! ¡Pon atención! Ese día la maestra notó que no estaba bien, murmuré lo que había pasado, me preguntó si quería ir a la dirección a sobreponerme, ¡qué horrible!, ir a la dirección siempre es sinónimo de castigo o para ensalzar a los alumnos, me negué rotundamente, solo quería que la nueva empezara a caminar de una vez por todas.
Al Luquita lo enterramos ese mismo día, el Maestro hizo un pozo en el fondo, no terminé de saber dónde, no pregunté, pensé que mi pregunta era estúpida y no dije nada. Confié en que el Maestro no lo habría enterrado en un lugar donde pudieras pisarlo. Todo ese día lo pasé preguntándome e imaginando diálogos que nunca llegaban a serlo, porque muchas veces hacía preguntas que nadie respondía, la respuesta era el sonido de la televisión, un partido de fútbol, el informativo. Pobre el Luquita, decían una y otra vez, aunque yo también pensaba pobre Luquita, no debería pisarlo, pero también quería saber quién era el vecino, ir a su casa, ver qué hace, descubrir sin dirigirle la palabra —solo con observar su casa, imaginaba un cuchitril— por qué hace eso. Es por eso que con la Cuca y con medio kilo de azúcar planeamos venganza. El Loco Sosa y su moto en el fondo.