Ricardo Güiraldes y Don Segundo Sombra
Un escritor, un gaucho y un paraíso perdido
Por Hugo Fontana / Jueves 15 de abril de 2021
Nació en Buenos Aires, vivió en París, viajó por el mundo y escribió uno de los textos fundamentales de la literatura gauchesca: Don Segundo Sombra. Con Ricardo Güiraldes, Hugo Fontana inicia una serie notas que, a partir de autores y autoras seleccionados de la literatura rioplatense, invitan a una travesía entre orillas.
En 1969 Jorge Luis Borges, en su libro El elogio de la sombra, incluyó un poema titulado «Ricardo Güiraldes». Sus primeros versos dicen «Nadie podrá olvidar su cortesía; /era la no buscada, la primera /forma de su bondad, la verdadera /cifra de un alma clara como el día». Ambos, Borges y Güiraldes, habían formado parte del llamado grupo de Florida, un puñado de intelectuales porteños ocupados en interminables discusiones estéticas y en construirse caminos hacia una vanguardia artística que los convirtiera en inmortales. Rivalizaban, lejanamente, con el grupo de Boedo, más preocupado por la situación política y económica del país, y profundamente influenciados por la novelística de Dostoievski y de otros rusos adeptos al realismo.
Ricardo Güiraldes había nacido en 1886. Su familia, de aristocrática estirpe e intensa actividad política —el padre fue el primer intendente de Buenos Aires—, era propietaria de extensos campos en el norte de la provincia, en mitad de la infinita pampa argentina. Cuando Ricardo apenas había cumplido un año, sus padres se instalaron en París. Al regresar tres años después, el niño ya hablaba en francés y manejaba algo de alemán. Su infancia y adolescencia trascurrieron en La porteña, la estancia familiar ubicada en San Antonio de Areco, hasta que siguiendo el ejemplo de muchos jóvenes acomodados viajó por Europa y visitó Japón, Rusia y la India a ritmo de dandi, dilapidando parte de una herencia que aún no había recibido y que, sin embargo, jamás se habría de agotar.
Fue Adelina del Carril, también perteneciente a la alta alcurnia porteña, quien lo convenció de casarse y de volver al país. La boda se celebró en 1913, en el viejo casco de otra estancia. La flamante esposa y algunos de los amigos más cercanos a Ricardo, entre ellos el escritor Leopoldo Lugones, lo persuadieron de publicar unos cuentos que venía pergeñando desde su periplo parisino y que cada tanto, en alguna reunión, leía con entusiasmo. La primera edición de Cuentos de muerte y de sangre (1915) fue de mil ejemplares, de los que se vendieron apenas treinta. Avergonzado y dolido, Ricardo los retiró de circulación y los tiró, uno tras otro, a un pozo. La buena de Adelina llegó a rescatar algunos, secarlos al sol y conservarlos fuera del alcance de su marido.
El éxito le siguió siendo esquivo por años, no solo con algunos poemas que cada tanto daba a conocer sino con sus primeras novelas, Raucho, de 1917, Rosaura de 1922 y Xamaica, de 1923, hasta que en 1926 publicó uno de los libros capitales de la literatura argentina: Don Segundo Sombra. Cierta temática resulta constante en estas obras, inspiradas en la propia vida del escritor: las distancias y el viaje entre el campo redentor y la ciudad impura, la salvación gracias al regreso a las fuentes de la naturaleza, el retorno a un paraíso perdido, a una «edad de oro» tal como sostuvo la crítica Beatriz Sarlo, haciendo alusión a los idealizados valores éticos y psicológicos del gaucho. Pero es Don Segundo Sombra, que tuvo un éxito inmediato y fue elogiada por los principales referentes de la cultura argentina de la época, la obra que para algunos especialistas cierra de manera magistral el llamado género gauchesco, que tuvo en el Facundo (1845) de Domingo Faustino Sarmiento y en el Martín Fierro (1872) de José Hernández sus antecedentes más ilustres.
Narrada en primera persona por Fabio Cáceres, un niño que crece en el campo al amparo de Don Segundo Sombra, un híbrido entre el gaucho indómito —con sus prácticas heredadas de una tradición difícil de corroborar— y el peón rural —antitético en su conducta servicial, en su sedentarismo y en sus obligaciones ante el patrón—, la novela da cuenta del estrecho vínculo que se establece entre estos dos personajes y las connotaciones históricas e ideológicas que de ambos se desprenden. Fabio, ya adulto, recibe en herencia la hacienda donde trabaja, propiedad de quien fuera su padre ausente, pero no obstante su imprevista riqueza, seguirá reconociendo en Sombra a un guía del que se sentirá orgulloso de por vida.
Güiraldes inspiró su Segundo Sombra en Segundo Ramírez, un hombre que trabajaba en las tierras de su familia, y que describe de manera brillante en las primeras páginas:
El pecho era vasto, las coyunturas huesudas como las de un potro, los pies cortos con un empeine a lo galleta, las manos gruesas y cuerudas como cascarón de peludo. Su tez aindiada, sus ojos ligeramente levantados hacia las sienes y pequeños. Para conversar mejor habíase echado atrás el chambergo de ala escasa, descubriendo un flequillo cortado como crin a la altura de las cejas.
Güiraldes moriría en París un año después de haber publicado su obra fundamental, víctima de un cáncer ganglionar. Tras ser repatriado, su cuerpo fue enterrado en el cementerio de San Antonio de Areco. Quienes ayudaron a depositar el ataúd en su sepultura fueron Leopoldo Lugones, el poeta Ricardo Rojas y el propio Segundo Ramírez. En su discurso de despedida, Lugones dijo que aquella era «la primera vez que el personaje —Don Segundo— sepulta los restos del autor». Ramírez sobrevivió a Güiraldes por casi diez años, falleciendo en agosto de 1936. Descansa en el mismo cementerio, al lado de su segunda esposa y a unos metros de su creador.
Facundo:
Traspuestas las penurias del viaje cayó al campamento una noche de invierno agudo.
Era un inconsciente de veinte años, proyecto tal vez de caudillo; impetuoso, sin temores e insolente ante toda autoridad. De esos hombres nacían a diario en aquella época encargados luego de eliminarse entre ellos, limpiando el campo a la ambición del más fuerte.
Apersonado al jefe, mostró la carta de presentación. Cambiaron cordiales recuerdos de amistad familiar y Quiroga recibió a su nuevo ayudante con hospitalidad de verdadero gaucho.
Concluida la cena, al ir y venir del asistente cebador, el mocito recordó cosas de su vivir ciudadano. Atropellos y bufonadas sangrientas, que aplaudía con meneos de cabeza el patilludo Tigre. Contó también cómo se llenaba de plata merced a su habilidad para trampear en el monte.
El Tigre pareció de pronto hostil:
—¡Jugará con sonsos!
Insolente, el mocito respondía:
—No siempre, general... y pa probarle, le jugaría una partidita a trampa limpia.
Quiroga accedió.
Los naipes obedecían dóciles, y el Tigre perdía sin pillar falta. En su gloria, el joven besaba de vez en cuando el gollete de un porrón medianero, y no olvidaba chiste, entre los lucidos fraseos de barajar.
Inesperadamente, Quiroga se puso en pie.
—Bueno, amigo, me ha ganao todo.
Recién el mozo miró hacia el montón, escamoso, de pesos fuertes, que plateaba delante suyo.
El general se retiraba.
Entonces, un horrible terror desvencijó la audacia del ganador. Las leyendas brutales ensoberbecieron la estampa, hirsuta, del melenudo.
—¡General, le doy desquite!
—Vaya, amigo, vaya, que podría perder lo ganao y algo encima...
—No le hace, general, es justo que también usted talle.
—¿Se empeña?
—¿Cómo ha de ser?
Las mandíbulas le castañeteaban de miedo.
Quiroga arremangó la baraja, que chasqueó entre sus dedos toscos.
—¡Bueno, mis estribos contra cien pesos!
Y mandó al asistente traer las prendas.
Facundo comenzó a recuperar; cuando igualaron pesos, sonrió diciendo al huésped: —Bueno, amigo, a recoger, y hasta mañana.
Pero el mocito, queriendo apaciguar al que creía herido, había de cinchar hacia su desgracia. Balbuceó estúpidas excusas de terror.
Facundo volvió a sentarse, con esta advertencia:
—No culpe sino a su empeño lo que suceda... al hombre sonso la espina’el peje... voy a jugarle hasta lo último, ya que así quiere... Si gana, ensille al amanecer, y no cruce más mi camino... si pierde, ha de ser más de lo que usted cree.
—¿Y es, mi general?
—¡Bah!, cualquier cosa.
Volvió a fallar el naipe inconsciente.
Quiroga trampeaba con descaro ante la pasividad del contrario, que miraba, como al través del delirio, la figura irreal, agrandada de leyenda.
Cuando el último peso fue suyo, llamó al asistente, ordenándole con una seña explicativa:
—Llévelo a dormir al mocito... y que descanse mucho, ¿no?
El muchacho quiso arrojarse de rodillas e intentar súplicas, pero Quiroga, indiferente, juntaba las barajas, y el asistente era más fuerte.[1]
[1] Güiraldes, R. «Facundo», Cuentos de muerte y de sangre. Madrid: Eneida, 2008, pp. 11-13.