Sydney: crónicas desde el Botánico
Síntomas de pertenencia: jacarandás y «Los pasajes comunes»
Por Rosario Lázaro Igoa / Viernes 05 de noviembre de 2021
Los jacarandás se tiñen de violeta para anunciar la llegada de la primavera, el mismo pigmento intenso que baña las calles en Brasil, Australia o Uruguay. También los recuerdos se empañan de su color y con nostalgia nos trasportan a las calles, edificios y esquinas que alguna vez habitamos, y que, como en Los pasajes comunes, ya no coinciden con la realidad.
Mientras
viví en Brasil, uno de los pocos síntomas de la primavera (sí, prodigios del
calor constante) era la floración de los jacarandás. Enfrente a casa, del otro
lado de la calle, de pronto surgían manchas violetas salpicando el morro, esa
masa vegetal de verde compacto. Por suerte, mis vecinos, adeptos a domar la
naturaleza por medio de podas, cortes, canteros y demás apropiaciones, no
alcanzaban más que el jardín del edificio. Allá enfrente, las cosas eran más o
menos como debían ser. Recuerdo también un jacarandá en el patio de la
universidad; notas violetas en el suelo siempre húmedo. Años después, en
Adelaida, al sur de Australia, los inviernos se alargaban demasiado. Unas
montañas polvorientas enmarcaban la urbanización geométrica, tan monótona. Pero
las calles de mi barrio eran famosas por la cantidad de jacarandás plantados en
las veredas. En octubre, explotaban las flores y todo era un túnel lila
mientras una andaba en bicicleta y pensaba cómo era que la existencia se había
vuelto tan borrosa.
Durante
el mes de octubre, en el Botánico de Sydney el jacarandá florecía con pompa. Caían
las flores como plumas desde el cielo, o desde la copa del árbol, que no queda
lejos de las nubes. Un cuervo, insistente, le pedía algo a otro. Dicen que son
muy inteligentes y de eso no tengo dudas. Estuve largos minutos tratando de
entender en qué andaban. De pronto, el otro pájaro, manto negro y pecho blanco,
silenció con lombrices frescas los chillidos. Como una onda expansiva, llegaron
hasta ahí otros rumores, menos audibles, y que siempre surgen con la mudez de
los vivos. El calor subía desde el pasto y flotaba hacia la bahía, que un ferry
atravesaba entre las olas. Podría haber sido un gran lugar si no fuera porque sigue
sin decirme nada, no tiene anclaje ni referencias, es poco más que una
afiliación al presente. Tal vez, o seguramente, algún día lo evoque con
nostalgia.
En
Los pasajes comunes, Gonzalo Baz
escribe sobre el complejo habitacional en el que creció, «Toda mi infancia y
adolescencia viví en un complejo de grandes edificios al que nunca volví, pero
que se me presenta de diferentes formas», empieza narrando. La novela también
se detiene en São Paulo, ciudad en la que el protagonista vivió durante años.
Una de las vidas que atraviesa el libro es la de Augusto y su libro História do meu bairro. Espacios urbanos
que evolucionan con demencia. Uno y otro, el protagonista y Augusto, evocan los
lugares cuando ya no están ahí y, si es que vuelven, verán aterrorizados que no
coinciden con lo que imaginaban, en tanto «la experiencia de volver profana la
memoria». Frente a eso, «transitar es fácil, lo difícil es quedarse y darle
sentido a un lugar», había afirmado Augusto mucho antes.
Brasil
empezó a tener sentido cuando me fui de ahí. Las casas del barrio, la ausencia
de veredas, tal la avidez inmobiliaria y el desprecio por los peatones, los buitres
en la playa, desgarrando siempre un pedazo de lo que había sido un ser vivo, el
arroz con feijão, la humedad en los
placares y en los libros. Nostalgia o saudades,
como se prefiera. São Paulo aparece de vez en cuando en sueños: es de noche, y
desde el MASP [Museo de arte de São Paulo Assis Chateaubriand] miro pasar los
autos por la Avenida 9 de Julho mientras nos sobrevuelan los helicópteros. Allá,
esa ciudad enorme que cambia a ritmo condenado. Del otro lado, un complejo cada
vez más decrépito y lleno de recuerdos crudos. Alrededor, un territorio
intervenido, violentado hasta no parecerse más que al concreto, «sedimentos de
vida prensada y jedienta. Entre lo orgánico y lo plástico», signa Baz. Y para
terminar de mostrar el escenario del recuerdo, escribe: «Cada año, cuando se
cumple fecha de los pastizales de la administración, el aire del complejo se
llena de partículas de ceniza que vuelan como una invasión de insectos, se
adhieren a la ropa y a las ventanas, a los techos de los autos y a los perros,
a los dientes de los niños».
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