un siglo de vanguardias
Sí = No: Cien años del Primer Manifiesto Dadaísta
Por Francisco Álvez Francese / Miércoles 05 de diciembre de 2018
«La fuente», Marcel Duchamp
Las vanguardias artísticas, aquellos ismos que irrumpieron con el canon artístico establecido durante siglos y removieron los cimientos para generar un nuevo capítulo en la historia del arte, están alcanzando ya los cien años y parecen tan normales como cualquier corriente artística. El 2018 celebra la aparición del Primer Manifiesto Dadaísta y Francisco Álvez Francese recuerda lo que significó en el mundo este hito.
La irrupción violenta del futurismo, en 1909 y desde las páginas de Le Figaro, encendió la mecha de la vanguardia en Europa, convulsionada por las crisis que la llevaría a la sangrienta y brutal Primera Guerra Mundial pocos años después. El manifiesto inaugural, firmado por un solitario F. T. Marinetti, que hablaba en un plural que era más anhelo que realidad, reivindicaba, famosamente, la guerra y se declaraba en enemistad furibunda contra el pasado y los viejos baluartes románticos y simbolistas. Aquel quiebre (que en más de un sentido es la continuación de una búsqueda), sobre todo en su ansia de fusión radical de la vida y el arte, traspasó pronto las fronteras y el océano, y enfermó feliz o amargamente de vanguardismo a poetas de medio mundo.
A favor o en contra, en efecto, las reacciones no se hicieron esperar. En 1916, desde la neutral Suiza, surgió un movimiento que, si bien tenía algunos puntos en común con el grupo italiano (desprecio por la mímesis y aprecio por lo simultáneo, odio al burgués, exaltación del escándalo y uso del manifiesto como arma de difusión), divergía radicalmente en su costado político. El nuevo ismo, en un texto firmado por Hugo Ball y Richard Huelsenbeck, se declaraba en contra del progreso, de la cultura, «de toda forma del gusto», de la belleza, del «refinamiento intelectual», de la poesía, el socialismo y el altruismo, y ese «en contra» originario será fundamental, porque implica una postura profundamente negativa (y antipositivista).
El nombre del movimiento, dada, será encontrado (las versiones difieren) por Ball y Huelsenbeck en un diccionario francés-alemán, mientras buscan nombre para una de las cantantes del Cabaret Voltaire de Zurich. Dada significa, en francés, caballito de madera, y este arbitrario acto de denominación no solo muestra un tratamiento desvergonzado de la lengua, sino que ilustra además el carácter internacional e interlingüístico del movimiento.
El carácter doble se ve con claridad, en primer lugar, en los orígenes de sus fundadores, entre los que están los alemanes Huelsenbeck, Ball y Emmy Hennings; los rumanos Marcel Janco y Tristan Tzara; el francoalemán Jean-Hans Arp y la suiza Sophie Taeuber. En segundo lugar, el transfronterismo dadaísta se hace patente en la presencia, en un período signado por el exilio, de «filiales», como las combativas de Berlín y París, y la más irreverente de Nueva York, en la que actuaban figuras fundamentales como Marcel Duchamp o Francis Picabia. Finalmente, el interlingüismo no es solo contextual, de acuerdo con el origen de los participantes y su dispersión por el mundo, sino que también se ve en performances como el recitado en simultáneo de un poema en varias lenguas, ritmos, entonaciones y por distintas personas, que proponían el lenguaje dada como una alternativa a las identidades nacionales.
En todo caso, si el dieciséis vio el primer nacimiento del grupo, será dos años después que el dadaísmo volverá a nacer sin todavía haber muerto. De ese año son, por ejemplo, los Veinticinco poemas de Tzara, que incluye textos suyos y grabados de Arp; afiches como «OFFEAH» y «fmsbw» de Raoul Hausmann, cuya poesía optofonética buscaba cuestionar la noción misma de referencia a través del uso libre de la tipografía; varios de los poemas sonoros de Huelsenbeck; una serie de collages de Arp y Taeuber; algunas de las abstracciones expresionistas de Kurt Schwitters, como Baum und Kirche; y Tu’um, el último lienzo de Duchamp.
Pero el hecho central de 1918 es tal vez la publicación en el número tres de la revista DADA, mientras decaía la participación de Ball, del Primer (sic) Manifiesto Dadaísta, de Tzara, que comienza hablando (cómo no) de la palabra famosa, cuya magia, dice, «no tiene para nosotros ninguna importancia». Este doble gesto deliberadamente contradictorio, de expresarse contra escribir manifiestos y contra la seriedad de toda propuesta artística a la vez que se propone y se escribe, será la cifra del movimiento, que se levanta contra todo trascendental, contra toda esencia, y sienta las bases de la búsqueda de algo más (o menos) que humano, en frases como «Se es humano y auténtico por diversión» o en el trabajo visual de Picabia y Hausmann, por ejemplo.
De carácter antirreligioso (se burla del amor al prójimo), el texto prefigura el 17 de noviembre de 1918, cuando, apenas firmado el armisticio, Johannes Baader («amalgama híbrida de loco y de comerciante», como lo describió Huelsenbeck) interrumpió el sermón en la iglesia principal de Berlín y preguntó a la atónita audiencia: «¿Qué significa para ustedes Jesucristo?», y lanzó una palabra impensada en un recinto como ese, en un acto que Vincent Antoine describe como ilustrativo del actuar dada: incoherente, inimputable, capaz de perturbar el continuum social y, en las vísperas del levantamiento espartaquista, en sí mismo el signo avanzado de una época.
Ahora bien, no hay que olvidar que, si Tzara puede atacar con violencia al manifiesto como forma y, ante todo, a la expectativa del lector, es porque tras él hay, ya, una historia, un género discursivo con reglas y procedimientos que conforman «lo esperable». Solo entonces es que, como afirma Dafydd Jones, el rumano es capaz de presentar su texto como algo que le «sucede» al lector y, en ese sentido, como un evento casi teatral en el que la misma enunciación es un devenir de aquello que se va imponiendo mientras anuncia lo que, al final, no llega nunca. Ese evento, sigue Jones, citando a Leah Dickerman, implica al final un asalto al público, a las funciones comunicativas del lenguaje y a la idea de comunidad en tanto sistema colectivo gobernado por leyes.
De este modo, cuando Tzara se abandona a la fiebre etimológica es solo para ridiculizarla y, al aportar nuevos «significados» a la palabra mágica (que sería a la vez la doble afirmación en ruso y en rumano, el rabo de la vaca sagrada para los kru, la madre «en cierta comarca de Italia» y también la nodriza), describe un deslizamiento por inalcanzables referentes, de «sentidos» huecos, cuya música brutal y destructiva se proyecta hasta hoy.
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