Crónicas
Patti Smith, New York y los libros
Por Rosario Lázaro Igoa / Lunes 23 de setiembre de 2019
Ciudad de luces y rascacielos, de bares oscuros y de parques gigantes, de sabores infinitos, New York es, indiscutiblemente, ciudad de artistas. Las pinturas del MoMA se enredan con las memorias de Patti Smith y Robert Mapplethorpe en una nueva crónica de Rosario Lázaro Igoa.
No hay ciudad que conozca peor que New York. Parcial y deficiente es la forma en que viví ese lugar. Fui en dos ocasiones, por pocos días, en viajes que se parecieron a salidas entrecortadas de un conejo de su madriguera. Salida al exterior, zambullida, y mandarse volar. Tal es la brevedad de las veces que emergí del metro y caminé por las calles que conocía de los libros, para entonces volver al mundo subterráneo y en un momento dado, demasiado pronto, enfilar al aeropuerto y volarme de la ciudad. La primera vez viví de noche, en bares y discotecas que se aplastan en una sola cosa: el frío tenebroso contra las luces de un amor contrariado. Después empecé un libro con los momentos que recordaba, en paralelo a la imagen de un avión despegando. «Un chino armando un pastel de coco en la palma de su mano, un gato barcino sobre una pila de cajas de cartón, una Pepsi, un niño corriendo por la plaza y casi cruzando la calle. Un trozo de parmesano, y una ventana con sábanas blancas como cortinas», escribí. Ya la segunda vez, viajé en tren hacia las afueras, llevé demasiado abrigo y casi pierdo el avión por tomar el metro equivocado. Fue hace poco tiempo, pero lo que más recuerdo es una excursión al MoMA, que justo tenía una retrospectiva de Tarsila do Amaral. Los cuadros, los documentos y las cartas valieron todo el viaje. Colores rabiosos un día que a Manhattan se le ocurrió estar a 25 grados en invierno. Qué cosa ir a New York solo por arte modernista brasilero, se podrá decir…
Pero conozco New York, claro, desde las crónicas alucinadas de José Martí y la poesía febril de Walt Whitman en adelante. Nunca han faltado referencias de esa enormidad en las proporciones, de la fascinación y la voracidad de sus calles, del río y hasta de la playa con rueda gigante. Estos meses, en medio de ocupaciones terrenales y nulos desplazamientos geográficos, leí Just kids, de Patti Smith. Es lo que tienen las memorias, se leen en un periquete. Fue como completar el viaje que no ha sido. Just kids es una declaración de amor al arte, de devoción a la obra propia, con un compromiso tan totalizante como vital. Algo como un homenaje al crear, al hacer algo de verdad, y eso es conmovedor. No tanto Patti Smith y Robert Mapplethorpe (aunque claro que es una oda al amor en su sentido más neto), sino el descubrimiento del arte, y de paso, de la ciudad y sus personajes. Como si fuera poco, ocurre en un clima de creación que junta a Janis Joplin, a Jimy Hendrix, y a otros seres de una fauna alucinante. Busqué imágenes del Chelsea Hotel, sus huéspedes famosos y los anónimos, que hace décadas viven ahí (o vivían, porque, al parecer, ahora el edificio fue vendido a un empresario inmobiliario). Revisé las incontables fotos de la pareja que no era pareja, mucho antes de que el SIDA se lo llevara a él, tan fascinante, y tan calculador. Pero, sobre todo, volví a dejarme fascinar por las fotos de Mapplethorpe, aquellas de flores estilizadas y las de su progresiva obsesión sádica, cuerpos y más cuerpos.
Los paseos por la ciudad se repitieron en Just kids. Fueron desde la mudanza inicial de Patti Smith de un pueblo en New Jersey, cuando terminó viviendo en las calles de Manhattan y de pronto, como ocurren los milagros en esta vida, conoce a Mapplethorpe. Seguirán siempre paseando, caminando. El título del libro viene justamente de una anécdota al principio de las andanzas por la ciudad. En el Washington Square Park, dos veteranos se preguntan si no serán artistas (están vestidos con muchísimo esmero, como Smith anota a lo largo de todo el libro) y si, por lo tanto, tengan que sacarles una foto. La mujer dice que parecen artistas y el hombre le replica: «They are just kids», que en la traducción al español queda un tanto opacado al ser atribuido a la autora («Éramos unos niños»). Una injusticia ese deslizamiento. Smith ya lo sabía. Eran unos niños sí, pero ya eran artistas, muy artistas.
Smith, Patti. Éramos unos niños. Traducción de Rosa Pérez. Barcelona: Lumen, 2010. Título original: Just kids.
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