Contra la despolitización de la memoria
Mnemósine: ánima y carne del Mayo francés
Por Santiago Cardozo / Jueves 17 de octubre de 2019
Si pensamos en Mayo del 68, rápidamente caemos en el relato de la revolución cultural, la juventud movilizada por la libertad, el destape y el hedonismo individual. Sin embargo, Mayo del 68 ni empezó en mayo ni fue un movimiento exclusivo de una clase burguesa. Santiago Cardozo reseña Mayo del 68 y sus vidas posteriores. Ensayo contra la despolitización de la memoria, de Kristin Ross, un libro sobre el olvido y el recuerdo (¿qué recuerdo?) de la huelga general más importante de Francia.
Mayo del 68: un sintagma indisoluble, un cliché; un hecho histórico depositado en la memoria universal; un acontecimiento revolucionario criticado como revolución (se ha preguntado, entre nosotros, no sin sarcasmo, qué revolución puede preciarse si no se dispara una bala); una coartada ideológica para justificar ciertos excesos y derivaciones actuales de un laissez faire que ha socavado los viejos y siempre deseables principios conservadores de la burguesía (por ejemplo, Vargas Llosa: La sociedad del espectáculo), esa burguesía contra la que se levantó Buñuel convirtiendo las conversaciones en materia fecal y la defecación en la materia del comer; un grito juvenil y estudiantil que reclamaba, encaprichadamente, con un berrinche de juguetería, la liberación de los grilletes de las categorías sociales reproducidas por el poder disciplinar de las instituciones.
Contra todas estas formas de la policía, para decirlo a la Rancière (porque Kristin Ross recurre a este singular filósofo francés —¿acaso todo verdadero filósofo no debería ser singular, en la acepción más singular de este adjetivo?— para estudiar el Mayo del 68), Mayo del 68 y sus vidas posteriores. Ensayo contra la despolitización de la memoria (Madrid, Acuarela & A. Machado, 2008) es un alto en el tiempo urgente de la vida cotidiana que asimila, bajo la figura de lo anecdótico, de las experiencias personales concebidas a partir de una puerilidad publicitaria obscena, pornográfica y, por ello mismo, desprovista de política, los acontecimientos que pueden rasgar o rasgan la plácida tranquilidad de la vida y del mercado, de la distribución de los lugares sociales, los cuerpos que los ocupan y sus actividades, definiendo una escena en la que hay espacios de pertinencia y espacios de impertinencia, espacios de palabra, de lenguaje, y espacios de dialectos, de ruido.
La crítica principal y más ácida de la autora está dirigida a los historiadores y sociólogos que han intentado aprehender Mayo del 68 en sus categorías prestablecidas. En el fondo, dirá Ross, historiadores y sociólogos –con honrosas excepciones– hablan el mismo lenguaje, el del discurso policial, cuyo epítome parece ser la propia sociología (la fabricación de categorías como lugares de la destinación de los cuerpos y de las posibles actividades que pueden realizar; un habitus final y fatalmente condenatorio).
La figura de la policía (de las fuerzas policiales) fue, se explica, creadora de política. Mayo del 68 no fue solo ni mayo ni el 68; antes (por ejemplo, la guerra de Argelia) y después ya estaba gestado y seguía gestándose en sus consecuencias, francesas, europeas y mundiales: «La limitación de “Mayo” al mes de mayo tiene diversas repercusiones. El acortamiento temporal refuerza una reducción geográfica de la esfera de la actividad a París, más en concreto al Barrio Latino, y al mismo tiempo se basa en esta limitación. De nuevo, desaparecen de la escena los obreros en huelga de las afueras de París y del resto de Francia y se evaporan los exitosos experimentos de solidaridad entre obreros, estudiantes y campesinos de las provincias». Tampoco fue lo que, posteriormente, pasó a representar, y de lo que, enseguida, se tomó la caricatura de la representación, del símbolo muerto que fija, en la memoria colectiva, un sintagma inocuo y, para la política, llegado el caso, fatuo, cuando no fatal, cuya reivindicación es vista como una actividad de sujetos trasnochados. Propone Ross: «Lo que ha dado en llamarse “los acontecimientos de Mayo del 68” consistía sobre todo en estudiantes que dejaron de funcionar como estudiantes, obreros que ya no eran obreros y campesinos que no actuaban según sus intereses de campesinos: Mayo fue sobre todo una crisis del funcionalismo. El movimiento tomó la forma de experimentos políticos de desclasificación, al alterar la asignación natural de los lugares». Y en este sentido, podemos agregar nosotros, teniendo en cuenta los tiempos que corren, recubiertos de pies a cabeza por la idea del fin de las ideologías, de las derechas y las izquierdas: fue un acontecimiento genuinamente político en el que también se puso entre paréntesis la ontología sociológica, ampliamente dominante en la actualidad.
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Figuras revolucionarias del Mayo deL 68 fueron las ocupaciones de las fábricas y las barricadas, a partir de las cuales, de forma muy concreta y muy notoria, incluso hasta de forma muy corporal y corpórea, podríamos decir, se dibujaba la escena «terrenal» del antagonismo político: el adversario estaba del otro lado, más allá. Los obreros reclamaban la reducción de la jornada laboral bajo la consigna «Queremos tiempo para vivir», pero esa vida que, a fuerza de huelgas, quería extraérsela ya no solo al trabajo fabril sino también a la misma lógica que lo animaba, implicaba una toma de la palabra en los tiempos y los lugares que nos les estaban asignados naturalmente. Esa vida no era la vida del consumo y el entretenimiento, de la liberación sexual desenfrenada, como se ha representado en la difundida caricatura de Mayo del 68, sino una vida para ocuparse de los asuntos de todos, una vida que desclasificaba la relación de los cuerpos, los lugares que ocupaban socialmente y la distribución de la palabra. De nuevo: obreros que dejaban de ser obreros, estudiantes que dejaban de ser estudiantes: no se los podía confinar al reparto de esos lugares naturalmente asignados, y un encuentro que fue desmantelado por una táctica gubernamental consistente en hacer que cada quien volviera a aquellos lugares que habían abandonado (los «suyos propios», digamos): para el caso de los estudiantes, se reabrió la Sorbona como estrategia del gobierno a fin de que la crisis pudiera redirigirse en términos de «problemas educativos» sin relación con la política.
Finalmente, todo queda fatalmente limitado a una especie de «rebelión del individualismo» o, en todo caso, a una rebelión que permite el advenimiento de un nuevo individualismo, característico de la fase capitalista en la que se entraba: «la cuna de una nueva sociedad burguesa», diría Regis Debray, criticado por Ross. Queda obturado el carácter político de Mayo: «Mayo ya no es un momento en que se produce una toma de decisiones por unos protagonistas o la gente habla de cierta manera en ciertos espacios, sino un “espíritu” etéreo que posee un poder expansivo para extenderse como un magma nebuloso pero necesario desde los sesenta hasta los ochenta, en un movimiento unificador de las dos eras en una sola historia continua de progreso, la larga marcha del individualismo democrático».
Libro crítico con la filosofía francesa al uso de la segunda mitad del siglo veinte y con los «Nuevos Filósofos» que, hasta hoy, son punto de referencia en asuntos de la vida en común; obra que salda cuentas, sin miedos, sin remilgos ni ataduras intelectuales y académicas, con el «pasado reciente» francés, el trabajo de Kristin Ross merece un destacado lugar en las bibliotecas personales, en cualquiera de sus estantes. Pero merece más una lectura atenta, sin prisa ni ansiedades, que vaya aquilatando, capítulo por capítulo, la preciosa y precisa escritura de una autora que concibe la memoria colectiva como una operación política central en la constitución de lo común como una escena en disputa, inherentemente agonística. Esto es, a fin de cuentas, la repolitización de la memoria.
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