AJUSTE DE CUENTAS / CANCIONES DESNUDAS
MIS CIUDADES CON BOB (segunda parte)
Por Tabaré Couto / Viernes 16 de noviembre de 2018
Segunda parte de «Mis ciudades con Bob», la nota que recorre los lugares en que Tabaré Couto tuvo el placer de ver a Bob Dylan en acción. Entre tantos conciertos y escenarios posibles, se narra un hecho histórico: un show de los Stones en Buenos Aires con el mismísimo Dylan de telonero. Sean todos bienvenidos a deambular por estas ciudades sonoras, volando con el viento.
BUENOS AIRES
El segmento sudamericano de la gira Bridges to Babylon de los Rolling Stones, donde reunirían a más de doscientas setenta mil personas en cinco shows desarrollados en su capital favorita latinoamericana, Buenos Aires, comenzaría a fines de marzo hasta el 5 de abril de 1998. Meses antes, y casi al mismo tiempo, Bob Dylan había adelantado que su tour sin fin lo llevaría también a tierras perdidas del sur de la otra América (la latina). Los rumores rápidamente dieron paso a la confirmación: ambos íconos de la cultura rockera coincidirían un par de días en Buenos Aires por lo cual los ingleses tendrían un telonero de lujo en su cita bonaerense, y ese sería nada más y nada menos que el viejo Bobbie.
El 4 de abril de 1998, en un acto que los fieles a la religión dylaniana más ortodoxa entendieron como sacrílego e inaceptable, Dylan saltó a escena en el mega escenario dispuesto para los Stones, encuadrado en un espacio reducido y cubierto a sus espaldas, para oficiar como artista invitado del mega show stoniano posterior. Sin poder confirmar su incomodidad o desidia ante la situación (por algún motivo lo había aceptado), lo cierto es que Bob encendió la noche abriéndola con «Maggie’s Farm» y aquellos versos «It’s a Shame the Way She Makes Me Scrub the Floor» (es una vergüenza cómo ella me hace fregar el suelo) parecieron alcanzar un significado oculto e irónico ante el entorno circunstancial de las condiciones del show. Dylan fue breve, preciso, impecable. Con solo once canciones que, más allá de acondicionarnos para la avalancha emocional siguiente, dotaron a la velada de un ambiente entre surrealista, incómodo y memorable. El habitualmente insuficiente set list dylaniano, ahora —además— restringido por el contexto de la presentación, se cerró con otra revisión, casi académica, incluso con alardes de virtuosismo en la guitarra por parte de su autor, de «Highway 61 Revisited», que surfeó con vehemencia sobre una base rítmica demoledora, impenetrable y levemente acelerada. Parecía el fin, pero claro, con Bob nunca es el fin.
Más de una hora después, y en el ecuador del set de los Stones, tras la elasticidad funky de «Miss You», Jagger ofrecía la presentación de rigor a su invitado especial y tras un palmoteo de compromiso y respeto casi protocolar a un Dylan que ya se ubicaba detrás suyo, los Rolling Stones y Bob Dylan se aprestaron a desarrollar casi seis minutos fabulosos en la historia del rock, extrañamente situados en el Río de la Plata. Y así arrancaron con lo que sería una versión de «Like a Rolling Stone» tan desprolija como robusta, tan salpicada de errores como de una carga emocional inigualable. Dylan con su eléctrica y Jagger acomodándole el micrófono al mismo tiempo que demandaba calma a la banda. Ambos introduciéndose en las aguas movedizas de un dúo tan conmovedor como tenso. Jagger desesperado por agradar y no perder el control, luchando contra la mezcla de indiferencia, desgano y arrogancia de quien se sabe el centro de atención y que se ha curtido en batallas perdidas y de las otras, acostumbrado a su soledad en escena —en ese tiempo desde hacía más de treinta años—. Al comienzo, Richards y Wood parecían disfrutar del momento, mientras Bob continuaba en la suya, y Jagger bailaba y animaba tratando de cubrir con disimulo y exageración los errores de Bob.
Jagger lo mira de reojo, le sonríe, le acepta el juego y, sin dejar de ser lo que siempre fue (probablemente el más completo frontman del rock de todos los tiempos), no deja de manejar a la audiencia, y nos hace creer que es un actor de reparto que bien podría no estar allí, cuando en realidad es la amalgama perfecta para ese instante, el pegamento ideal para que las piezas encajen, uno de los pocos seres humanos que podría lograr conducir ese instante y domar a la bestia sin ser devorado por ella. Entonces, Dylan da un par de pasos hacia atrás y se sitúa entre Wood y Richards. Jagger se afirma como dueño de casa y desde las profundidades emerge soplando su armónica de manera soberbia, como si fuera el alma en pena de Little Walter, un fantasma atrapado entre Marksville y Chicago, viajando entre Louisiana e Illinois en busca de redención, un espectro que acaba de caer en una parte del universo que desconoce. Todo un rolling stone desesperado que no encuentra el camino de regreso a casa.
Al terminar, ambos regresan a los micrófonos. Mick arrastra a Bob a su mundo —que en realidad es el universo de Dylan revisitado— y hasta le arranca una sonrisa cómplice al hombre de Duluth que, si estuvo tenso, ausente, o nada de eso y aún más, ahora se muestra casi gozoso y a gusto. Entonces, el errante de Minnesota le arroja una mirada cómplice mezcla de rendición, respeto y cariño: «Está bien, ganaste», pareció decirle. Jagger, como si nada, se hincha de orgullo y sigue jugando su mejor papel, pavoneándose ante el delirio del respetable. Es el fin. Nuestro asombro queda a la deriva y a merced del ligero viento de aquella noche de otoño que refrescaba la conmoción de haber presenciado un momento irrepetible de la historia del rock.
SANTIAGO
Once días más tarde y en Santiago, estoy en la tercera fila del Estadio Monumental (que luego transformarían en un más coqueto Teatro Caupolicán), un recinto incómodo y rústico por aquellos años, pero que brindaba el beneficio de la cercanía, el ambiente íntimo de no más de cuatro mil personas y, sobre todo, un sonido cristalino, además de un conjunto de canciones tímidamente más generoso que el histórico set junto a los Stones de días atrás. Bob se marcharía y volvería varias veces más para regresar a Buenos Aires y Santiago. Y yo me prometí perseguirlo, ir tras sus pasos cada que vez que pudiera hacerlo, y sin importar qué ciudad o pueblo fuera el que estuviera a mi alcance. Y así, por ejemplo, cuando en el año 2008 tocó nuevamente en la capital chilena en un Arena para diez mil personas, si bien yo estaba acompañando a unas visitas laborales interesadas en otros menesteres, cometí el error —cegado por mi obsesión— de transformar una noche corporativamente aburrida en un par de horas de música mayor. Y allí estuvimos, frente a un Dylan que permaneció casi todo el show anclado al costado izquierdo del escenario y tras su piano, sin dirigir palabra alguna, sin pantallas, semi a oscuras, actuando de perfil. Ante el aburrimiento del ochenta por ciento del respetable público y mi admiración total y profunda, tuvimos que irnos… Nunca perdonaré a mis ocasionales acompañantes que me obligaran a abandonar el lugar antes de tiempo debido a su sopor y ansiedad. Enseñanza: nunca vayas a un show de Dylan con alguien que no merece ver a Bob Dylan. En el 2011, felizmente solo, volví a verlo en el mismo lugar. El hombre, yo, y unos miles de anónimos más: perfecto.
LOS ÁNGELES
Persigo en Chicago algún show de blues. Estoy solo tres noches en la ciudad del viento. Antes de salir hacia Chess, desayunamos escapando de la lluvia. La aplicación de conciertos me responde que no hay stars reconocibles del género este fin de semana, pero en el club Legend de Buddy Guy, por veinte dólares, podrás encontrar a algún buen guitarrista, aunque sea blanco... Sin embargo, la aplicación me avisa que Bob Dylan comenzará una nueva gira en dos o tres semanas más: en junio estará en Los Ángeles, precisamente la misma semana que tengo que viajar para la ciudad que viera partir a Janis hacia el más allá. Atravieso la carretera como en la escena inicial de La La Land, pero sin necesidad de bailar sobre los autos atascados, y, sin embargo, llego en hora al Shrine Auditorium, un precioso teatro, monumento histórico, inaugurado en 1906 y reconstruido tras un incendio a fines de los años veinte, hoy convertido en un lugar estupendo para disfrutar de un show en vivo. Accedo a unas butacas altas. A mi izquierda tres viejos rockeros, eminentemente alterados químicamente, comentan que llevan unos treinta y cinco años viendo a Bob y que «el viejo» se ha transformado en una mierda pero que de todas formas no tenían nada mejor que hacer que estar ahí. A mi lado derecho, una pareja de treintañeros de ropa de marca y celulares de alta gama no dejan de conversar toda la noche. Ya han cenado y, aburridos, las opciones eran Dylan o una película. Después de Mavis Staples, Zimmerman aparece —cuándo no— ajeno a todo y a todos. Habita un tiempo que es otro, pero es el suyo, un lugar al que nunca volverá, pero del que jamás se ha (nos hemos) ido. Logro abstraerme a través de su música y con él. Hechizado por una banda en penumbras comandada por un vaquero septuagenario que homenajea a Frank Sinatra, se ahoga en blues o se inspira en la Biblia, y sin oír a mis vecinos circunstanciales, me conmuevo con una versión que transforma casi en un vals «Blowin’ in the Wind». Otra vez me hace sentir que no todo está perdido. O sí, pero no importa tanto. Unos años después, agarro un auto y convenzo a mi esposa y recorro una ruta que deja atrás Santa Mónica para deambular cerca de Malibú, a ver si me cruzo con un Bob cerca de su hogar. Pero El hombre sigue sin dejarse ver.
INDIO
Es un atardecer en el festival Desert Trip. Está repleto de viejos rockeros con nuevas tarjetas de crédito. Y están Roger Waters y los Who y Paul McCartney y los Stones y Neil Young y, por supuesto, abre El hombre. Acaba de ganar el premio Nobel de Literatura hace cinco días y ni siquiera lo ha agradecido ante la incomodidad sueca y el estupor de los guardianes de lo correcto y la policía de las buenas costumbres. El festival, megatónico y diseñado comercialmente a la perfección, alcanza un clima previo intenso que ni siquiera el tufo a negocio puede asfixiar. Y ese atardecer plagado de tonalidades violáceas, se quiebra en medio del desierto cuando Dylan vuelve a llamarse a silencio salvo a través de sus canciones. Sin concesiones, con un rango temático tal vez más abierto debido al gran público comparado con el show de hace meses en Los Ángeles, su viaje sonoro ofrece, otra vez, una mezcla de Frank Sinatra, blues, ráfagas de rock and roll y folk, y country…, bueno, mucho Dylan. La luna aparece provocativa y seductora mientras suena «It’s All Over Now, Baby Blue», y me doy cuenta de que hace unos días habría cumplido años mi madre que apenas alcanzó los treinta, y dudo de los versos robados a la Biblia: «Forget the dead you´ve left, they will not follow you» (olvida a los muertos que has dejado, no te seguirán). En «Simple Twist of Fate» la música atraviesa el aura mística que rodeaba aquel atardecer en el desierto. «Desolation Row» se transforma contra su propio discurso surrealista, y el alma de su poesía, en una pieza que de a ratos irradia luminosidad y juguetea rítmicamente al piano. Dylan no canta. Vive. Y muere. Y renace en cada estrofa. La banda lo envuelve. Y «Ballad of a Thin Man», trágica y densa, se acomoda el traje oscuro y pesado de un blues rasposo para llevarnos al borde de los bordes de nuestros sentimientos más oscuros y tristes, esos que incitan a nuestro cerebro a descargar preguntas que nunca tienen respuestas fáciles, espejos en donde no nos queremos mirar. Y pienso, al ver a Bob abandonar el escenario sin decir good bye, que si Dylan no ha podido responder esas preguntas aún, por qué debería hacerlo yo, tan ordinario mortal. Y me descubro casi feliz. Al menos viviendo un instante de felicidad. Bob se fue de ese nuevo pueblo hacia otra ciudad. Me dejó una fotografía del pasado proyectada en el presente sin intención de mostrarse eternamente joven ni actual ni vigente ni nada. El hombre está vivo y tocando, para él y para los demás. Ya está. El resto es la vida. Vivila como puedas. Dylan sigue en su viaje hacia ningún lugar. En su gira interminable. En la travesía de una vida que aunque termine nunca dejará de respirar. Porque sus canciones ya no le pertenecen. Porque su poesía ya no es propia. Porque los telones de las ciudades por donde lo vi en vivo, cambiaron su fisonomía, deconstruyeron su particular horizonte para siempre y al paso de su música.
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