DIFUSIÓN
Leé un fragmento de «Todo cuanto amé» de Siri Hustvedt (EUA)
Por Siri Hustvedt / Martes 05 de febrero de 2019
Imagen de portada del libro «Todo cuanto amé» de Siri Hustvedt
Compartimos un fragmento de Todo cuanto amé, la novela de la escritora Siri Hustvedt que podrás encontrar en la librería en las próximas semanas gracias a la editorial Seix Barral.
Siri Hustvedt nació en Minnesota en 1955. Licenciada en Filología inglesa por la Universidad de Columbia, es una aclamada autora de novelas y ensayos: Leer para ti (1982); Los ojos vendados (1992); Todo cuanto amé(2003), finalista al Premio Fémina Étranger; Una súplica para Eros (2005); Elegía para un americano (2008); La mujer temblorosa o la historia de mis nervios (2009); Ocho viajes con Simbad: palabra e imagen (2011); El verano sin hombres (2011); Vivir, pensar, mirar (2012), El mundo deslumbrante (2014) y La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres (2016). En 2012 recibió el Premio Internacional Gabarrón de Pensamiento y Humanidades.
Ayer encontré las cartas de Violet a Bill. Su dueño las tenía escondidas entre las páginas de uno de sus libros y al abrirlo cayeron al suelo. Hacía años que sabía de su existencia, pero ni él ni ella me habían hablado nunca de su contenido. Lo que sí me dijeron es que a los pocos minutos de leer la quinta y última carta, Bill cambió de opinión con respecto a su matrimonio con Lucille, salió del edificio de Greene Street y se dirigió directamente al apartamento de Violet, en el East Village. Yo, mientras las sostenía en la mano, percibí en ellas ese misterioso peso que tienen las cosas que se han visto hechizadas por historias relatadas y vueltas a relatar una y otra vez. Mi vista ya no es tan buena como antes, por lo que tardé largo rato en leerlas, pero al fin conseguí descifrar hasta la última palabra, y cuando terminé con ellas supe que iba a comenzar a escribir este libro hoy mismo.
«Allí, tumbada en el suelo del estudio —decía Violet en la cuarta misiva—, me dediqué a observarte mientras me pintabas. Me fijé en tus brazos y en tus hombros, y especialmente en tus manos trabajando en el lienzo. Hubiera querido que te volvieras hacia mí y te aproximaras y me frotases la piel igual que frotabas la pintura. Quería que me oprimieras la carne con el pulgar del mismo modo que hacías con el cuadro, y pensé que si no me tocabas me volvería loca. Pero ni me volví loca ni tú me tocaste una sola vez. Ni siquiera me estrechaste la mano.»
La primera vez que vi el cuadro al que se refería Violet fue hace veinticinco años, en una galería del SoHo situada en Prince Street. Por entonces aún no conocía a ninguno de los dos. La mayor parte de los lienzos de aquella muestra colectiva eran insustanciales obras minimalistas que no me interesaron. El cuadro de Bill pendía en solitario de una de las paredes. Era un cuadro grande, de un metro ochenta de alto por dos y medio de ancho aproximadamente, y mostraba a una joven tendida en el suelo de una habitación vacía. Aparecía reclinada sobre un codo y daba la impresión de estar contemplando algo situado fuera de uno de los bordes del lienzo, desde el que una luz brillante inundaba la estancia y le iluminaba el rostro y el pecho. Su mano derecha reposaba a la altura del pubis, y al aproximarme advertí que sostenía en la mano un taxi diminuto, una versión en miniatura de los omnipresentes taxis amarillos que van y vienen por las calles de Nueva York.
Tardé algo así como un minuto en comprender que en realidad había tres personas en el cuadro. A mi derecha, en la parte más oscura de la tela, podía verse a otra mujer que abandonaba la imagen. Tan sólo podían distinguirse un tobillo y un pie, pero el mocasín que calzaba se hallaba representado con una minuciosidad extraordinaria, y a partir de ese momento mi mirada ya no hizo más que retornar a él. La mujer invisible adquirió la misma importancia que la que dominaba el lienzo. En cuanto a la tercera persona, era tan sólo una sombra. Por un instante pensé que pudiera tratarse de la mía, pero finalmente reparé en que era el propio artista quien la había incorporado a la obra. Aquella hermosa mujer, vestida únicamente con una camiseta masculina de manga corta, estaba siendo observada por alguien situado fuera del cuadro, por un espectador que parecía encontrarse justamente donde yo estaba cuando me percaté de la oscuridad que se extendía sobre su vientre y sus piernas.
Leí la pequeña cartela mecanografiada que figuraba a la derecha del lienzo: Autorretrato, de William Wechsler. Al principio pensé que el artista estaba de broma, pero luego cambié de opinión. ¿Acaso aquel título que aparecía junto a un nombre masculino no querría sugerir la parte femenina del autor, o un trío de identidades? Tal vez aquella sugerencia indirecta de dos mujeres y un espectador evocaba directamente al artista, o acaso el título no se refería al contenido del cuadro, sino a su forma. La mano que lo había pintado se hallaba oculta en ciertas partes del mismo a la vez que se adivinaba en otras. Se desvanecía en la ilusión fotográfica del rostro de la mujer, en la luz que provenía de la ventana invisible y en el hiperrealismo del mocasín. Los largos cabellos de la protagonista, sin embargo, se hallaban representados por un mazacote de pintura salpicado de enérgicos brochazos de rojo, verde y azul. En torno al zapato y al tobillo pude distinguir gruesas franjas de negro, gris y blanco que se dirían aplicadas con un cuchillo, y en aquellas densas pinceladas de pigmento reconocí las señales de un pulgar masculino. Parecían el resultado de un gesto súbito, incluso violento.
Tengo el cuadro en esta misma habitación, conmigo. Si vuelvo la cabeza puedo verlo, aunque igualmente alterado a causa de mi vista, cada vez más deficiente. Lo compré por dos mil quinientos dólares, más o menos una semana después de verlo. Cuando Erica lo contempló por primera vez se encontraba a poca distancia de donde yo estoy sentado ahora. Lo examinó pausadamente y dijo:
—Es como presenciar el sueño de otra persona, ¿no te parece?
Al volverme hacia el cuadro, impulsado por sus palabras, advertí que aquella mezcla de estilos y aquel enfoque variable me recordaban, en efecto, las distorsiones oníricas. La mujer tenía los labios entreabiertos y sus dos incisivos centrales eran levemente prominentes. El artista los había pintado de un blanco deslumbrante y un poco más largos de lo debido, como si fueran los de un animal. Entonces reparé en un cardenal situado debajo de la rodilla. Lo había visto antes, pero en ese instante aquella mancha amoratada de tono amarillo verdoso en uno de sus bordes pareció atrapar mi mirada, como si la pequeña mácula fuera el auténtico tema del cuadro. Me acerqué al lienzo, deposité un dedo sobre su superficie y recorrí la silueta de la contusión. El gesto me excitó, y me volví para mirar a Erica. Era un cálido día de septiembre y tenía los brazos desnudos. Me incliné sobre ella, besé sus hombros pecosos y a continuación le separé los cabellos de la nuca y deposité los labios sobre la suave piel que ocultaban. Arrodillándome frente a ella, le alcé la falda, deslicé los dedos a lo largo de sus muslos y la acaricié con la lengua. Sus rodillas se doblaron ligeramente. Se quitó las bragas, las arrojó sobre el sofá con una sonrisa y me empujó suavemente hacia atrás para tenderme en el suelo. Luego se encaramó a horcajadas sobre mí, y al besarme su cabellera me acarició el rostro. Se enderezó, se despojó de la camiseta y se quitó el sujetador. Me encantaba esa perspectiva de su cuerpo. Le acaricié los pechos y mis dedos dibujaron un círculo en torno al lunar, redondo y perfecto, que adorna su seno izquierdo, pero ella volvió a inclinarse. Me besó en la frente y en los pómulos y en la barbilla, y comenzó a deba tirse con la cremallera del pantalón.
En aquella época Erica y yo vivíamos en un estado de excitación sexual casi constante. Prácticamente cualquier cosa podía disparar una salvaje sesión de abrazos en la cama, en el suelo o, en cierta ocasión, en la mesa del comedor. Ya desde el instituto, mi vida había sido una sucesión de novias que iban y venían. Había tenido algunas aventuras fugaces y otras más duraderas, pero entre unas y otras siempre se habían producido tiempos muertos, dolorosos intervalos desprovistos de mujeres y de sexo. Erica decía que el sufrimiento había hecho de mí un mejor amante, que gracias a él había aprendido a dar importancia al cuerpo de las mujeres. No obstante, si aquella tarde hicimos el amor fue por el cuadro. A menudo me he preguntado desde cuándo podría haber comenzado a encontrar erótica la imagen de una lesión en el cuerpo de una mujer. Más tarde, Erica me dijo que en su opinión aquel mecanismo de respuesta había tenido algo que ver con el deseo de dejar una huella en el cuerpo de otra persona.
—La piel es frágil —dijo—. Nos cortamos y nos magullamos con facilidad. Y tampoco es que parezca que le han pegado una paliza, ni nada por el estilo. Es un diminuto cardenal, normal y corriente, pero el modo en que está pintado lo hace destacar. Es como si al artista le hubiese encantado hacerlo, como si hubiera querido representar una pequeña herida que pudiese durar para siempre.