Difusión
Leé un fragmento de «La ofensiva sensible» de Diego Sztulwark
Por Escaramuza / Lunes 25 de noviembre de 2019
Compartimos un fragmento de «La ofensiva sensible. Neoliberalismo, populismo y el reverso de lo político» de Diego Sztulwark (Caja Negra, 2019). ¿Cómo es posible oscilar de manera tan vertiginosa entre gobiernos neoliberales cada vez más totalitarios y proyectos progresistas de raigambre popular?
Diego Sztulwark nació en Buenos Aires en 1971. Estudió Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires. Es docente y coordina grupos de estudio sobre filosofía y política. Fue miembro del Colectivo Situaciones de 2000 a 2009, con el que realizó una intensa tarea de investigación militante complementada con publicaciones, y de Tinta Limón Ediciones. Coeditó la obra de León Rozitchner para la Biblioteca Nacional y es coautor de varios libros, entre ellos Buda y Descartes. La tentación racional (junto con Ariel Sicorski) y Vida de Perro. Balance político de un país intenso del 55 a Macri, basado en sus conversaciones con el periodista Horacio Verbitsky. Escribe asiduamente en el blog Lobo Suelto.
¡Asesina tu síntoma!
La oposición entre modo y forma de vida se intensifica mediante la politización del síntoma. En su momento optimista-voluntarista, las técnicas neoliberales de la existencia ofrecen al individuo toda clase de procedimientos facilitadores para la vida. El acceso al goce no requiere mutación subjetiva. Los “ejercicios espirituales” son sustituidos por prácticas de coaching que entrenan al individuo con vistas a su mejor adaptación a los dispositivos de valorización mediados por los mercados. La vida deja de ser investigación política y pasa a ser esfuerzo de actualización y renovación de los dispositivos de disfrute. Una utopía laica y un régimen de lo sensible fundado en los valores de la transparencia imponen la ecuación “visibilidad = seguridad”. Toda opacidad queda bajo sospecha, todo anonimato resulta criminalizado, todo signo disruptivo es rechazado como obstáculo a los ideales de fluidez y comunicabilidad. Una máquina de guerra mundial asegura la paz absoluta del orden global y brega por la funcionalidad de los ajustes necesarios al proceso de la acumulación de capital.
El imperativo de transparencia responde a un régimen óptico soberano que idealiza los actos de intercambio –del mercado y de la comunicación– como despojados de todo residuo (de allí que sus bestias negras sean el “terrorismo”, la “corrupción” o la “mafia”). Como explica Franco “Bifo” Berardi en su libro Fenomenología del fin, el semiocapitalismo es intolerante respecto de cualquier pliegue o barroquismo. Esta intolerancia frente a todo aquello que produce interferencia u obstáculo caracteriza al idealismo del mundo neoliberal. Su supuesto materialismo, su preocupación por la producción, el consumo y los modos de vida, su énfasis en los afectos y las emociones se revela castrado, inconsistente ante la presencia del síntoma. La naturaleza sectaria y represiva del neolibealismo radica en esto: su rechazo visceral a ver en lo que no cuaja –esto es, en el síntoma– un potencial cognitivo, un proceso de singularización por desplegar, un discurso sumergido en lo no dicho, algo a escuchar, una pieza heterogénea que denuncia la pretendida funcionalidad no conflictiva del todo.
Marx y Freud fueron los fundadores de una política del síntoma. Trabajo vivo y deseo no eran para ellos meros términos entre otros dentro de un sistema coherente, sino fuente subjetiva y productiva de toda objetividad. Escuchar al síntoma, aliarse con él, pensar con y a partir de él es la base de toda crítica materialista. Pero la crítica misma es aniquilada por el afectivismo neoliberal. Asistimos hoy no a una alianza con el síntoma, sino más bien a su patologización. Más que escucha de lo que no cuaja, se insiste en su culpabilización. Una vez que la vida se ve sujetada a su condición natural, orgánica y creada, fijada según criterios moralistas a una estabilidad no perturbada, de lo que se trata es de ofrecer mecanismos de goce que compensen o satisfagan una vida sin paciencia con lo vulnerable.
Este discurso del disfrute estaba ausente en la retórica católica y conservadora de las viejas derechas. El campo de la obediencia se extiende hoy bajo la forma de una cierta libertad: “somos libres de hacer lo que queremos” es la proclama del discurso emprendedor. Se trata de una libertad que obedece a una suerte de orden que viene del propio tejido social: nos parece imposible eludir el mandato de ser productivos en el espacio del mercado. La voz del orden ha sido inmanentizada y actúa como compulsión a desarrollar estrategias de valorización sobre nosotros mismos, a participar activa y voluntariamente de los dispositivos de valorización mercantil.
La convocatoria a la “libre” realización personal y el entusiasmo con los nuevos medios de adhesión a la vida sin sufrimientos, ambos característicos este vitalismo neoliberal, funcionan sobre la base de la expulsión de toda conciencia de muerte. El principio de la conectividad alcanza y sobra para equiparar en un mismo acto consumos felices y sometimientos humillantes. El sensualismo del capital es despótico, y no cuajar, persistir en el malestar, es riesgoso.
Politizar el malestar, sin embargo, de ninguna manera implica rechazar el disfrute. Pero sí implica afirmar todo aquello que en nosotros aparece como incapacidad de acatar a la voz de mando que nos ordena gozar, consumir, ser productivos. ¿Qué sucede hoy con aquello que no cuaja con los dispositivos de la felicidad? ¿Qué hacer con las anomalías (con las enfermedades, las angustias, los ataques de pánico), qué hacer con las disidencias y los impulsos igualitaristas? Estas preguntas ponen de relieve todo aquello que en la vida es fragilidad y que no admite ser resuelto en una mera adecuación. Aquí llegamos a una cuestión de vital importancia: el síntoma y la fragilidad, la anomalía deseante y, en general, los fenómenos de autonomización de las maneras de cooperación, pueden ser también vías para la politización de las formas de vida, en la medida en que padecen la agresiva intolerancia del mando neoliberal, que no es sino el esfuerzo por evitar que se abra una brecha entre la realización de mercancías y el deseo. El mando neoliberal es –y su devenir fascista lo vuelve obvio– una tentativa autoritaria que busca impedir su propia crisis. Crisis por la imposibilidad de subjetivar neoliberalmente a una parte de la sociedad. Crisis en el sentido de no poder producir aquellos mundos deseantes en los cuales el consumo de sus mercancías sea realización. ¿Es posible sostener acaso que hay una correlación práctica entre la impotencia capitalista para gobernar la vida (y los deseos) y la crisis de rentabilidad empresarial? ¿Es la autonomización de las formas de vida un factor potencial influyente en las crisis de reproducción del neoliberalismo?
Es muy evidente que en la Argentina, al menos desde la última dictadura, la política emancipatoria debió sus grandes momentos a estas formas de escucha del síntoma: de los organismos de derechos humanos, las organizaciones piqueteras o los movimientos feministas. Nuestra época neoliberal plantea una relación directa entre la trama sensible de la vida y el orden social y político; y, dado que las formas de vida replantean el problema de la igualdad y de la libertad en términos de transformación, en términos de la capacidad de atravesar las crisis e innovar en las formas colectivas, es en el terreno de lo sensible donde debemos inventar y multiplicar los ejercicios espirituales de nuestro tiempo: en torno a los consumos, a los usos del tiempo, a los modos de habitar los territorios, a las formas de concebir el amor. Se trata de ejercicios que trabajan sobre las posibilidades de desligarnos del poder de mando, que habilitan la pregunta sobre quiénes somos, quién es cada uno, partiendo de nuestros malestares. Mapear desde el malestar puede llevarnos a desplazamientos significativos, puede ayudarnos a dar a luz a nuevas formas de vida, a bosquejar posibles que nos resulten deseables.
Mientras que el discurso neoliberal ha recurrido a la potencia del vitalismo emprendedor, las formas de vida se reconocen en una especie de impotencia que antecede a cualquier potencia. Se trata de una especie de imposibilidad –o de “estupidez”, dirá también Deleuze– que es propia de los comienzos de cualquier nuevo poder-hacer. Quizás esta impotencia sea la que nos conduzca a las modalidades más ricas de lo que es un ejercicio espiritual. Descubrir que lo que realmente importa, a veces, es algo de lo que estamos todavía muy lejos. Es un deseo de algo, o el presentimiento de algo que uno puede hacer, pero también es la experiencia de no saber cómo hacerlo. Tal vez la conciencia de la impotencia que conllevan los procesos de creación, esa detección de una cierta vulnerabilidad, sea exactamente lo que el neoliberalismo odia de la vida. La escucha del síntoma como punto de partida: situarnos en esos lugares donde, para hacer lo que queremos hacer, pasamos primero por no entender. Por no saber cómo. Por sentir que somos los únicos que no entendemos. Como escribe Ricardo Piglia en Los diarios de Emilio Renzi: “Soy el único en esta ciudad que no sabe escribir”,[1] el único que no puede resolver estos problemas del amor, de la angustia, los problemas de la vida. Ese no-poder, trocado en una escucha, es ya signo de la elaboración procesual de una potencia.
La politización del malestar (que no hay que entender como un asunto meramente clínico, sino también como irreverencia plebeya y gesto igualitarista) remite entonces al síntoma y a la fragilidad y, en general, a cualquier anomalía deseante capaz de autonomizar vías de cooperación y de armado de mundos, que no pueden ser comprendidas por la intolerancia del mando neoliberal. La fobia al síntoma –a la diferencia sexual, racial, clasista– expresa el horror neoliberal ante la amenaza de colapso que representa la tendencia a la autonomización de las formas de vida. Horror ante a las subjetividades de la crisis. Esta es la raíz de su odio al síntoma –odio existencial y político–, y la base del devenir neofascista del neoliberalismo. Por la vía de este descubrimiento es que lo sensible se nos presenta como objeto de todo tipo de ofensivas y contraofensivas. El neoliberalismo no es contrarrevolucionario porque se enfrente a una revolución, sino que lo es en la medida en que su odio es por naturaleza contrainsurgente, un rencor preventivo ante toda potencial insolvencia. El neoliberalismo es “contrasintomático”.
El fin de la fase optimista-voluntarista del neoliberalismo y la exacerbación de sus rasgos contrasintomáticos señalan con toda claridad un cambio en la coyuntura, cuya principal consecuencia es la crisis de la democracia como espacio en el que se dirimen los conflictos. La creciente hostilidad con la que se pretende conservar la estabilidad social puede leerse como una declaración de enemistad respecto a las micropolíticas no-neoliberales, como se hace evidente en el desprecio por lo sintomático y por las pulsiones igualitaristas que se manifiesta tanto en la versión liberal-conservadora del gobierno de Macri (desprecio por las políticas de derechos humanos, deportación de migrantes, infantilización de organizaciones sociales) como, de modo escandaloso, en el neofascismo de Bolsonaro en Brasil. El programa de este último, que incluye la destrucción del Amazonas, la reforma laboral, la privatización, el racismo, la persecusión de las mujeres y de las diferencias sexuales, además del recurso a una prótesis militarista y fundamentalista, expresa la fuerza de la crisis del neoliberalismo y el intento de cerrar la brecha mediante el odio al síntoma. Cuando se piensa en este escenario, en el cual no solo se desatiende el síntoma, sino que se lo ataca de manera violenta, organizada e institucional, se hace evidente aquello que retomábamos de Spinoza: que no es posible pensar la virtud de la vida sin la vida en común. Del mismo modo, no es posible aislar los ejercicios espirituales de la dimensión colectiva y de la lucha social.
Este aspecto represivo del neoliberalismo quizás haya sido subestimado por los análisis foucaultianos de la obediencia a través de la libertad. En el contexto sudamericano, es posible identificar una cierta continuidad entre la actual intolerancia hacia el síntoma y los espectros de la represión contrarrevolucionaria de los años setenta. Esa continuidad se vuelve mucho más clara cuando se identifica el proyecto común de subordinación de la vida a la ley del valor, en torno al cual se evocan arcaísmos de la Guerra Fría.
Sin ninguna revolución a la vista que pueda justificar la agresiva paranoia reaccionaria de las élites, lo cierto es que la creciente tensión que se vive en Sudamérica permanecerá incomprendida si no reconstruimos en términos históricos la pugna por la constitución de la forma humana que recorre la región desde los tiempos de la Revolución cubana. En cierto sentido, la utopía neoliberal actúa como una recuperación invertida de cada una de las cuestiones planteadas por esa revolución. Mientras que para el Che Guevara el socialismo fracasaba si no creaba formas de vida –él hablaba de “hombre nuevo”–, el neoliberalismo fracasa si no instituye un modo de vida. La diferencia obvia es que mientras la humanidad nueva guevariana se proponía, si no suprimir, sí al menos morigerar considerablemente el poder subjetivador de la ley del valor, los modos de vida del individuo neoliberal se constituyen por entero como amor al valor.
Durante los años sesenta, en el contexto del debate socialista sobre la construcción de una sociedad nueva, Guevara sostenía que la revolución debía acelerar la transformación de las estructuras económicas y las relaciones sociales de explotación no solo para redistribuir la riqueza y el poder, sino sobre todo porque allí donde persista la ley del valor seguirá reproduciéndose la subjetividad del individualismo mercantil. Para Guevara, la creación de formas de vida venía ligada a la posibilidad de imponer nuevas modalidades a la relación entre producción y conciencia, entre economía y subjetividad. También los neoliberales actuales sostienen que el futuro deseable proviene de una relación particular entre economía y subjetividad, pero la relación que plantean es exactamente la opuesta: el entusiasmo que cierto neoliberalismo manifiesta por el futuro descansa por entero en la nueva alianza que se establece entre economía de mercado, psicologías positivas y nuevas tecnologías.
El proyecto revolucionario no se acotó nunca a los límites de la isla. La forma nacional que adopta el socialismo en Cuba es resultado de la derrota de las organizaciones revolucionarias del continente en sus intentos por extenderlo. Este aspecto geopolítico es relevante porque, si algo tenía en mente Guevara en los años en que teorizaba la potencia subjetivante del valor capitalista en la nueva sociedad, era, precisamente, el desborde de los equilibrios globales que dinamizaban los procesos insurrectos. Este desborde de los límites pactados entre los grandes protagonistas de la Guerra Fría y la tentativa de cuestionar el poder de las relaciones de mercado para crear modos de vida son las principales premisas de un proyecto revolucionario de escala regional que fue derrotado durante la segunda mitad de los años setenta.
A cuatro décadas de aquella derrota y ante la ausencia de proyectos revolucionarios globales que lo sustituyan, hablar de contrarrevolución resulta absurdo. Y sin embargo, los futurismos del capital, el sueño de adecuar lo humano a las exigencias de la valorización, se mantienen más vigentes que nunca. Lo que no ha cesado es el esfuerzo por imponer los términos de esa adecuación, es decir, por imponerle una forma a lo humano. Es en este sentido que puede decirse que, aun en crisis, el neoliberalismo es la política de la verdad de nuestro tiempo.
[1] Piglia, Ricardo. Los diarios de Emilio Renzi, Barcelona: Anagrama, 2015.
Sztluwak, Diego. La ofensiva sensible. Neoliberalismo, populismo y el reverso de lo político. Buenos Aires: Caja Negra, 2019, pp. 64-62.