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Leé un fragmento de «El río en la noche», de Joan Didion
Por Joan Didion / Viernes 25 de mayo de 2018
Foto: Nancy Ellison
Compartimos un fragmento de El río en la noche, de la escritora y periodista estadounidense Joan Didion, publicado por primera vez en 1963, y presentada en 2018 en español por la editorial Fiordo.
Joan Didion nació en 1934 en Sacramento, California. Estudió literatura en la Universidad de California en Berkeley y al recibirse se mudó a Nueva York, donde trabajó en la revista Vogue. Su primera novela, El río en la noche, se publicó en 1963. A mediados de los años sesenta volvió a instalarse en California y comenzó a publicar ensayos y memorias que la han convertido en una de las escritoras más pregnantes de la literatura estadounidense del último medio siglo. Colaboró en revistas como The New York Review of Books, Life, The New Yorker,The Saturday Evening Post y Esquire. En 2005 ganó el National Book Award porEl año del pensamiento mágico. Actualmente vive en Nueva York. En 2018 podemos disfrutar de la traducción al español de su primera novela gracias a la editorial Fiordo.
Lily oyó el disparo a la una menos diecisiete. Supo qué hora era con exactitud porque, en vez de mirar por la ventana la oscuridad donde reverberaba todavía el disparo, siguió abrochándose el cierre del reloj de diamantes que Everett le había regalado hacía dos años, para su decimoséptimo aniversario; se quedó mirándolo un rato largo y luego, sentada en el borde de la cama, se puso a darle cuerda.
Cuando ya no pudo darle más cuerda se puso de pie, todavía descalza de la ducha, tomó un frasco de Joy del tocador, se echó un buen chorro en la mano y la metió por debajo del cuello del vestido para extendérselo, como una especie de amuleto, por los pechos pequeños y desnudos: en las páginas despreocupadas de esas revistas en las que Joy era proclamado periódicamente el Perfume más Caro del Mundo, nadie oía disparos en su muelle sentada en el dormitorio.
Con la mirada clavada no en las ventanas sino en las instantáneas enmarcadas de los niños que colgaban sobre su tocador (Knight con ocho años, la espalda muy recta y uniforme de los Cub Scouts; Julie con siete, el mismo verano), Lily se dejó la mano dentro del vestido hasta que el Joy terminó de evaporarse y no le quedó nada que hacer más que abrir el cajón donde había estado guardado el revólver calibre 38 desde el día en que Everett matara a la serpiente de cascabel en el jardín; el cajón de la mesita de noche donde tendría que haber estado el revólver. Ya sabía que no estaría ahí.
Nueve horas antes, a las cuatro de aquella tarde, Lily había decidido que no iba a ir a la fiesta de los Templeton. Hacía realmente demasiado calor. Se había pasado toda la tarde en el piso de arriba, tumbada en la cama en enaguas, con las persianas cerradas y el ventilador eléctrico encendido. Everett estaba en los campos de lúpulo, mostrándole el nuevo sistema de riego a un plantador de río abajo; Knight había ido en coche a la ciudad; Julie, supuso Lily, estaría en alguna parte con uno de los gemelos Templeton. La verdad era que no lo sabía.
Las tardes siempre terminaban así. A finales de junio, después de toda la crisis, ella había empezado a insistir en que todos hicieran una siesta después de la comida. Aunque las tres primeras tardes todo el mundo había subido, al cuarto día ella había oído a Julie hablar por el teléfono de la planta baja («No lo dices en serio. Pero si me juró que habían roto
hacía meses»), y al quinto ya estaba sola en casa como siempre. Everett y los chicos se habían mostrado, pese a todo, extremadamente bien dispuestos con el plan; si había una palabra capaz de describir la actitud de todo el mundo en relación con todo desde junio, esa palabra era «dispuestos». Todo el verano había dado la impresión de que un simple desacuerdo entre ellos podía romper la familia otra vez; de que una sola palabra irreflexiva podía hacer que la casa se viniera abajo para siempre.
Lily se levantó y abrió una persiana. El calor todavía centelleaba en el aire, tan concentrado que parecía capaz de iniciar un incendio. Después de la cena solía darse otra ducha, abrir las ventanas de par en par y leer uno de los libros de Knight. Su hijo tenía el suelo de la habitación lleno de pilas de libros. A ella le daba la sensación de que Knight se había pasado el verano entero haciendo valijas, deshaciéndolas, ordenando y reordenando las cosas que tenía planeado llevarse a Princeton: ya había empaquetado tantos libros para llevárselos al Este que al final Everett le había preguntado si tenía alguna razón para pensar que a los alumnos de primer año no les estaba permitido el acceso a la biblioteca de Princeton. «Para qué dejarlos», había dicho Knight con un encogimiento de hombros, y durante unos segundos Lily lo había odiado, había oído malicia en su voz indiferente mientras contemplaba cómo la cara de Everett adoptaba aquella expresión suya de despreocupación forzada.
En cualquier caso, esta noche iba a intentar leer, aunque cada vez le costaba más concentrarse; últimamente solo podía leer libros sobre gánsteres de Chicago o escritos por oceanógrafos. La Matanza del Día de San Valentín y la fosa de Mindanao le resultaban, en su equidistancia de ella, igualmente absorbentes. La semana anterior, cuando Knight tenía que ir en coche a Berkeley, ella le había pedido que le comprara unos cuantos libros nuevos en una de las tiendas de libros baratos de la Avenida Telegraph. Knight le había informado que esos libros se encontraban sin problemas en el centro mismo de Sacramento. Ella no parecía darse cuenta de que ahora había librerías de libros baratos en Sacramento. Parecía que ni a Lily ni a su padre les entraba en la cabeza que las cosas estaban cambiando en Sacramento, que la Aerojet General y la Douglas Aircraft y hasta la universidad estatal estaban trayendo a una clase nueva de gente, gente que venía de vivir en el Este, que leía. Tanto su padre como ella se iban a quedar pasmados si alguna vez se enteraban de que ya no quedaba nadie en Sacramento que hubiera oído hablar de los McClellan. O de los Knight. Tampoco es que él creyera que fueran a enterarse nunca. Continuarían, como siempre, dedicando sus malditas camelias miserables a la memoria de sus malditos pioneros miserables.
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