Las cartas de Bruce Chatwin
La experiencia nómade
Por Martín Cerisola / Miércoles 29 de enero de 2020
Bruce Chatwin viajó toda su vida por el mundo y en un momento se convirtió en escritor. Se carteaba con Susan Sontag, Werner Herzog, Thomas Bernhard, Salman Rushdie y George Steiner, entre otros. Martín Cerisola nos acerca a su singular vida y su excepcionalidad literaria a través de Bajo el sol, las cartas de su vida recopiladas por su esposa en una edición de Sexto Piso.
¿Por qué leemos las cartas de alguien? ¿Por qué queremos acercarnos a su intimidad?
Cuando un creador me gusta mucho busco esa cercanía: su testimonio.
Además, a diferencia de los diarios íntimos o de las autobiografías, las cartas son escritura que se dirige a un tú. La energía expresiva del texto tiene un destinatario concreto. Y esa voz que le habla a un tú está cargada de una inmediatez muy vital y próxima.
La correspondencia de alguien transmite esa proximidad de una voz que quiere acercarse.
Y de hecho la lectura como pasión puede ser, tal vez, desde su origen, ese buscar una voz que me haga sentir su cercanía.
Chatwin viajó toda su vida por el mundo y se dedicó a investigar sobre la diversidad de las experiencias humanas: las distintas culturas y etnias, los distintos modos de vida.
Primero viajaba porque ejercía como perito de arte impresionista y de esculturas antiguas de África y de la América indígena en Sotheby´s, pero luego abandona todo eso para estudiar arqueología en Edimburgo. Entonces se empieza a apasionar por los motivos animales en el arte nómade. Estudia largas horas, busca autores, viaja, toma muestras y habla con expertos. Era un excelente estudiante de cuarenta y pico de años, pero finalmente abandona también su carrera de arqueología porque quiere dedicarse «de forma seria y constante» a la escritura.
Aunque también piensa que «lo peor que puede hacer uno es transformarse en escritor». La parafernalia y el ego que rodean al oficio (cuando es una carrera) son una trampa, y hacen muy difícil que pueda escribirse o leerse algo con vida. «Es la vida que llevan lo que les impide crear algo distinto», anota.
Chatwin —ya lo dijimos— busca modos de vida distintos. Los modos habituales le resultan trillados y asfixiantes. Nunca tendrá hijos. Sabe que los grandes sueños de su vida nada tienen que ver con la vida familiar. Viaja por Afganistán, Nigeria, Egipto, Rusia, Grecia, Turquía, Brasil, Haití, Rumania, Argentina, Australia, etc. Escribe notas para el Sunday Times. Viaja con amigos arqueólogos o botánicos. Visitan cuevas paleolíticas, aldeas excavadas en las rocas y recogen muestras para algún libro de geología o de flores del Mediterráneo.
Sus libros son crónicas de viajes y además tienen mucho de documento etnográfico tipo Levi-Strauss, esa manera de observar. Pero también, a la vez, recuerdan a los viajes de Odiseo, a las historias imaginarias de Marco Polo y a los viajes chamánicos, que son interiores, iniciáticos y psicodélicos.
Una de sus obras se llama Los trazos de la canción y cuenta acerca de los mitos fundacionales que dieron vida a la tierra australiana. Esos mitos son historias aborígenes cantadas. Chatwin habla de las hierofanías, que son las manifestaciones de lo sagrado en los fenómenos concretos y sensibles del mundo natural.
En esa obra también se ejercita una escritura militante: una denuncia de la situación desalentadora de los derechos indígenas sobre la tierra australiana.
Escribir se le imponía. En sus cartas, de hecho, encuentra una manera de encauzar esa avidez de escritura. Allí configura historias asombrosas, tantea sus ideas en bruto y se lanza a la deriva para probar hacia dónde está yendo. Incluso cuando escribe muy brevemente (en una postal, por ejemplo), el entusiasmo de Chatwin contagia y hechiza. Muchas cosas le interesan y le asombran. Pero cada vez más se aboca a su ineludible pasión: las tribus nómades del mundo, sus especificidades, aquello que las hace distintas a nuestra civilización.
De la misma manera que al caminar pensamos distinto que sentados en un escritorio, hay humanos que prefieren errar antes que quedarse en un único sitio. Andan de un lado a otro sin establecerse.
Chatwin cree que la experiencia nómade es una sabiduría humana a rescatar.
Las culturas nómades del mundo (los escitas, los hunos, los dóricos, los mogoles, algunos turcos, algunos árabes y los gitanos) viven sin acumular bienes ni posesiones. Poseer resta agilidad psíquica y deviene sobrepeso espiritual. Cuando la comodidad no es un objetivo, la energía es más ligera. Como los cazadores paleolíticos: no se trata de aumentar ni de guardar, sino del vínculo mágico con el animal. Porque lo que enferma es ese miedo sedentario que supedita todo a un después, que vive de un anhelo posterior: un futuro que necesita asegurarse.
La religión, de hecho, sólo comienza cuando la gente se establece en un sitio y adquiere posesiones individuales.
La obra de Chatwin es un legado de incalculable valor antropológico.
Pero además es un gran escritor. Quiso «ver el mundo desde una mirada encantada» y supo transmitir la fuerza de ese asombro.
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