CRÓNICAS
Insectos de la península de Yorke y Juliana Spahr: Aquel mundo que se perdió
Por Rosario Lázaro Igoa / Lunes 18 de marzo de 2019
«Árboles en una colina II», Fred Williams, 1964.
Juliana Spahr escribe, Marlene van Niekerk lee y Rosario Lázaro traduce versos que se funden con la naturaleza, en un árido escenario australiano.
La tierra era reseca y en algunos momentos el suelo, blancuzco, parecía de cemento. O de una piedra sometida al fuego durante milenios. Achaparrada, la vegetación se extendía como una masa compacta de ocres resistentes, rosados carnudos, grises espinosos. Emús y unos pocos canguros esquivos, llenos de garrapatas. Eucaliptus, autóctonos, sí. Lagos salobres y a punto de quedarse secos salpicaban el paisaje. No llueve hace demasiado tiempo, si es que alguna vez llovió de verdad en Yorke, esa península al sur de Australia, justo enfrente al Océano Índico y, un poco más lejos, al Polo Sur. Caminar levanta una auténtica polvareda, pero eso es una anécdota. Hay cosas más importantes. Las sequías azotan con insistencia este trozo de planeta. Hubo una que duró casi diez años, justo al principio de nuestro milenio. Ahora se sobrevive, siempre con el mínimo de precipitaciones. Los insectos deliran por el agua: es cuestión de volcar un poco de líquido sobre el suelo que enseguida se arma la fiesta. La noticia corre como si alguien estuviera gritando esta buena nueva. Vienen las hormigas al instante, vuelan las abejas en dirección al inédito cauce de agua, billabong, y hasta se asoman las arañas, diminutas y otras que no lo son tanto. Chapotean. Tal vez rían. No dan crédito al repentino cambio de suerte. Desde la altura de nuestros ojos, la escena tiene una semejanza espeluznante con el fin del mundo. Un apocalipsis minúsculo y dramático.
En la península de Yorke, el océano, turquesa, parecía ajeno a esas menudencias. Contenidos en sus márgenes, nadaban los tiburones, frecuentes amos y señores de ese otro hábitat. Desde los acantilados, el agua tenía la textura de un cristal transparente. No llegué a verlos, pero dicen que también hay pulpos azules, mortíferos, con cuerpos del tamaño de una pelotita de golf. Sus mordidas pasan inadvertidas y signan la muerte de la víctima en diez minutos. Todo eso convive con el paisaje resquebrajado de tan árido, tan sediento en los bordes que la tierra desea beberse al océano entero de un solo buche. Claro, si no fuera salado. El camping en Yorke incluyó provisión de agua transportada en bidones, estrategias de racionamiento líquido durante la estadía, y dormir en un colchón adentro del auto, por si las víboras. Hábitats. Falta de agua, como un universo entero que antes existía, pleno, sudoroso, húmedo, un universo que ahora ya no tiene los medios para salir adelante y se abalanza sobre nosotros. Lo que veíamos era el remanente. Nos sentimos observadores de un tiempo marcado por la sobrevivencia. Observadores que creen estar observando algo de lo que no forman parte.
Días después, en Adelaide, la escritora Marlene van Niekerk (Sudáfrica, 1954) lee el poema «Gentle Now, Don’t Add to Heartache», o, en criollo, algo así como «Despacio ahora, no sumes al desconsuelo», de Juliana Spahr (EEUU, 1966). Adelaide está a orillas del Karrawirri, o Torrens, que es un río bastante ausente, poco caudaloso. Tanto es así, que en verano pasa desapercibido. La semana pasada el termómetro marcó 40 grados durante varios días seguidos. Se trata del marzo más caluroso de la historia. Dicen que las sequías son tan devastadoras en Australia como en Sudáfrica. Van Niekerk, poeta y novelista, se pregunta si hay una poética de nuestra era y cuál es la noción de naturaleza que destila de la literatura contemporánea. Luego lee a Spahr en inglés con acento de su afrikáans. Esbozo una traducción: «Venimos al mundo y ahí está [...]/ Los ancianos y los jóvenes están ahí/ La lucha y la posibilidad y el amor están ahí/ Y empezamos a respirar». En ese poema extenso hay un «nosotros» que tal vez nos hermane como especie, otra especie un poco menos suprema, hay un deslumbramiento por lo que existe y un fundirse con la naturaleza, esa frontera siempre ajena y en apariencia inmutable. Spahr escribe, van Niekerk lee, traduzco: «Dejamos entrar hojas y algas a nuestros corazones y después a los moluscos/ y a los insectos y dejamos entrar a las larvas de mosquitos a nuestro corazón/ y después la ninfa de la plecóptera y después el ciprínido entraron/ a nuestro corazón […]».
Quise seguir traduciendo la larga serie de criaturas que el poema compendia y el resultado fue extraño. Se parecía a aquel manual de vida natural que tuve de niña, traducido del inglés al español peninsular, en el que proliferaban palabras cuyo significado era por completo desconocido. ¿Qué es una «perca pirata»? ¿Y un «zumaque»? ¿Hay de esos en Uruguay? No tenemos bosques ni lagos fríos en estas latitudes, sabría explicar algún adulto frente a la curiosidad que despertaban aquellos seres dibujados con hermoso detalle en las páginas del manual. Wikipedia hubiera sido inimaginable por entonces. Y es una suerte que así fuera, liberada la imaginación para asociar nombres y figuras. Lo importante es que existía. Aquel era un ecosistema pródigo, con avellanos y sicomoros, ciervos en abundancia y frambuesas silvestres. Ahora es probable que algunas especies tal vez ya se hayan extinguido, recuerda van Niekerk. Justamente, Spahr también conjetura acerca de un momento en el que todos esos seres ya no estarán, sin que ella pueda ni siquiera despedirlos: «Lo que no sabía cuando cantaba el lamento por lo que se estaba perdiendo/ y por lo que ya estaba perdido era cómo sucedería esta pérdida».
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