el folletín filosófico
Imantada VII
Por Aldo Mazzucchelli Mazzucchelli / Martes 26 de diciembre de 2017
La literatura permite maniobras representacionales, pero la escritura —que no es representación— es lo que no permite maniobras. Ahí donde la mentira, la ficción, el control, aparentemente, reinan, es donde justamente no se puede mentir, donde solo se hace presente lo que es, y, sobre todo, donde nunca se controla nada. Al contrario, cada una de esas maniobras me parecen ajenas a la escritura. Es por eso que contar con base en datos (como en la historia, la biografía, el guion documental) resulta en sustancia, si se deja que fluya la escritura, lo mismo que contar un cuento. En ambos casos hay algo que se hace presente y se comunica. Una objetividad relatante. El verdadero escritor solo puede ser un amanuense, y su verdadero orgullo está en ese punto, que ha sido, acaso en compensación, rechazado por las ideologías de la autonomía autoral, el genio y la «creatividad», ese opio técnico del espíritu. El asunto es tan agudo, o tan grave, que las escuelas secundarias ya han incluido cursos de creatividad, y los programas de escritura creativa se extienden por las universidades. Lo que es un flujo circular, como el del agua reciclada hasta el infinito en los galpones de Google, se ha venido a representar como creación exnihilo. Eso también podemos representarlo entre otros objetos y, en consecuencia, venderlo y comprarlo.
Si los muertos hablaran —y hablan sin parar— lo harían secuestrando algo de nuestra materialidad para usarlo. Así, ellos, para sus fines. Para nuestros muertos la escritura puede ser un medio, pero para nosotros es un fin. El animal humano ha concebido la «inmortalidad del alma». Alguna esperanza de realizarla ha habido gracias a la palabra; y cuando la palabra se hizo trazo, en la escritura. Ciérrese el círculo. La escritura se nos presenta como el más material de nuestros logros. La herramienta de herramientas que ha develado el secreto de la monística unidad del animal hombre con la piedra.