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Sydney: crónicas desde el Botánico

Esa manía inglesa y el nuevo mundo

Por Rosario Lázaro Igoa / Jueves 11 de marzo de 2021
Por John Carmichael, 1854. Archivo de la Ciudad de Sydney [CRS1174]

Palmeras, araucarias, grevilleas y también el desierto. Entre la naturaleza introducida y domesticada, su versión salvaje, por momentos inhóspita. Rosario Lázaro Igoa, desde el Jardín Botánico de Sydney, recorre los caminos de Voss, la gran novela del también australiano Patrick White.

La pulcritud inglesa choca contra una frondosidad casi de trópico. O no diría choca, porque en realidad el mundo vegetal se encarga de que todo se una, crezca, florezca, muera, se descomponga. Por cierto, desconozco intención de controlar que las plantas, los árboles y sobre todo el musgo no sorteen. Húmedo subtropical es el clima de Sydney. Jardines espectaculares. Balcones frondosos, que parecen selvas encapsuladas. Parques de puros eucaliptus, en sus más variadas formas; y otros jardines de verde eléctrico, netamente tropicales. Flores extraordinarias, parecidas a ninguna flor, como la grevillea. La amenaza de las sequías y las inundaciones, por si hiciera falta agregar algo.

Viernes de marzo. Viento del mar, que desordena las cosas. Aunque el calor apriete, un verano por completo lluvioso le presta intensidad al Real Jardín Botánico de Sydney. Se escuchan las cacatúas, pero también las urracas y los loros arcoíris. Inaugurado en 1816, el parque representa esa manía inglesa de cultivar plantas importadas para aclimatarlas y flora australiana con el fin de catalogarla (el silencio vegetal favorece esos exabruptos). Australia es tierra de tales esfuerzos. La idea romántica de una naturaleza a dominar. El cultivo alucinado de plantas que se resisten a la domesticidad o la exploración del interior de un territorio que desconoce lo benigno.

Camino por el borde del mar desde la Opera House hacia el Sureste. Voss, del Nobel australiano Patrick White, empieza en Potts Point, la península de al lado. Ahí estaba la casa opulenta del benefactor de la expedición, Edmund Bonner. La novela de White tiene puntos en común con la aventura fallida del prusiano Ludwig Leichhardt. White se habría inspirado en las cartas del naturalista decimonónico a su familia. Según dicen, el autor australiano sabía alemán y las leyó antes de que fueran traducidas. Los destinos de Voss y de Leichhardt son los mismos: perdidos en la profundidad de Australia. Pero los caminos de la ficción, por suerte, le prestan a la novela un rumbo más preocupado en la psicología de los personajes que en la historicidad de la expedición.

Se acerca el mediodía y el calor es más y más intenso. A un costado los veleros sobre el mar transparente y al otro el parque, que un ejército de jardineros mantiene a raya. A lo lejos, las palmeras rompen esa geometría impostada. Camino cuesta arriba. En pocos minutos, el Palm Grove [palmeral] sobre la cabeza. Sombra verde. Los primeros ejemplares fueron plantados en 1862. Entre tanta hoja revuelta, hay también otros árboles incluso más antiguos, como la araucaria australiana (Araucaria cunninghamii), que Charles Fraser, primer superintendente del jardín, trajo de Queensland. Pero acá el foco son las Arecaceae y sus variaciones: pigmeas y gigantes, gordas y estilizadas, verdes y algunas rojas, como la Chambeyronia macrocarpa.

Cruzar el continente australiano, por el desafío de hacerlo nada más, es el objetivo de Voss. El alemán es un megalómano implacable. Convence a un par de diablos como él y salen de la opulencia vegetal de Sydney hacia la sequedad constitutiva de un paisaje que en ningún momento les da una tregua. Primero navegan a Newcastle. Suben hasta Jildra, que sería Jimbour Station, en Queensland, según los registros de Leichhardt. Los mares de pasto aún abundan en esos parajes. Pero la aridez no demora. Cuando la exploración se adentra en el territorio, y solo hostilidad encuentran esos hombres, el sufrimiento físico parece transformarse en la llave para la sabiduría, o el misticismo.

No falta la historia de amor que atraviesa la novela de White. Voss deja en Sydney a Laura Trevelyan, sobrina de su benefactor. No pasa nada entre ellos, inmersos en el comedimiento de la alta sociedad de esa ciudad mitad nuevo mundo, mitad costumbres importadas. Intercambian cartas. Ambos son demasiado lúcidos. En un momento, el alemán ya no se comunica más en el plano epistolar. Quedan las visiones, los sueños. La expedición empieza a desmembrarse. Los aborígenes les siguen la pisada. El ornitólogo Palfreyman no para de recolectar indicios de una naturaleza de la que tendrá que dar cuenta a la vuelta. Como todo en la vida, al cruzar un río sus ejemplares se van con la corriente y se pierden para siempre.

Palmeras, viento, un puerto natural con infinitas bahías. White pasó su infancia en Rushcutter’s Bay, cerca de Pott’s Point. Estudió en Europa. Al volver de la guerra a Australia, ya con su pareja, el griego Manoly Lascaris, se instalaron en Castle Hill. Estaban lejos del centro. Durante casi veinte años, allá cultivaron la tierra y criaron perros. De Castle Hill salió Voss, en 1957. Ya en los 60, White usó el dinero que le dejó su madre al morir para comprar la casa en 20 Martin Road. Highbury le pusieron de nombre. Ayer estuve dando vueltas en bicicleta por ahí. Es un barrio diminuto rodeado por el Centennial Park. La casa es como una gran cabaña. El jardín sobre la calle, frondoso, pero contenido. Tiene algunos árboles bien altos. Al parecer, los pinos vinieron en semillas desde Roma y los eucaliptus Red River (Eucalyptus camaldulensis) de una propiedad en el río Macintyre, acá en Nueva Gales del Sur. Suenan los pájaros adentro de las ramas del más alto. Una rama, porfiada, se escapa hacia la casa contigua.

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