Traducir al francés
Entre la pérdida y el hallazgo: entrevista con Guillaume Contré
Por Francisco Álvez Francese / Viernes 27 de diciembre de 2019
Guillaume Contré. Foto: La Centrale 22.
¿Cómo llevar la periferia bonaerense de los textos de Gabriela Cabezón Cámara al idioma francés? ¿Y los versos de Osvaldo Lamborghini? ¿Cómo se traduce la propia obra? ¿Qué recepción tienen estas traducciones en Francia? Francisco Álvez Francese entrevista a Guillaume Contré, escritor, crítico y traductor francés especializado en literatura rioplantese.
Guillaume Contré nació en Angers (Francia) en 1979 y es escritor, traductor, crítico literario y compositor. Actualmente escribe, en francés y en castellano, en varios medios, como la revista francesa Le Matricule des Anges, el portal argentino Espacio Murena y la revista digital española penúltiMa. Enfocado sobre todo en la literatura del Cono Sur, ha traducido autores tan variados como los argentinos Ricardo Colautti, Eduardo Muslip o Juan José Saer, pero también a autores españoles como Ariadna Castellarnau y Max Aub y a la inglesa Preti Taneja. Autor de una novela, Sensatez, que se publicó en español y en francés, ahora trabaja en la traducción de libros de Gabriela Cabezón Cámara, Juan L. Ortiz y Juan Luis Martínez, cuyas publicaciones están previstas para el año que viene.
Lo primero que llama la atención al ver tus publicaciones es que tu primera novela publicada, Sensatez (Valencia: Pre-Textos, 2019), fue escrita originalmente en español, ¿podrías contar un poco tu historia con el idioma?
¡Qué pregunta difícil! La historia de mi relación con el castellano es la de una mezcla azarosa de capricho y enamoramiento, es decir algo que no responde a un plan racional, sino a ciertas afinidades misteriosas. Suena romántico, pero es difícil explicarlo de otra manera. Como muchos franceses, estudie el español (peninsular) en la escuela. Pero yo era muy mal alumno y no aprendí gran cosa. No obstante, de a poco, debido a ciertas lecturas (Cortázar), a ciertos discos, a ciertas películas (las de Raúl Ruiz, que sigue siendo el director de cine que más admiro), estuvo creciendo en mí cierto gusto por una «sensibilidad» —palabra confusa si las hay— latinoamericana en el arte. O sea que se volvió imperioso aprender el idioma. Sabía que la literatura que yo quería leer no se escribía en francés y que no podía contentarme con traducciones. Como soy perezoso, me demoré bastante, pero cuando finalmente me puse manos a la obra lo aprendí en un par de años. En los libros, leyendo sin parar autores muy variados, aunque con un alto porcentaje de argentinos y uruguayos, de ahí que mi castellano quedó medio rioplatense. De ahí, también, que escribir en español se me hizo lógico.
Aunque la escribiste en español, la novela apareció primero en francés traducida a esa lengua por vos mismo, ¿cómo es el proceso de autotraducción, en qué difiere al de traducción «convencional»?
Autotraducirse es más fácil y a la vez más difícil que traducirlo a otro. Más fácil porque uno puede hacer lo que quiere y modificar algo que no consigue traducir de manera satisfactoria y más difícil porque, paradójicamente, uno quiere hacer una traducción lo más literal posible, ya que quedó satisfecho con el tono, el ritmo, etc. del original. Quiero decir que cuando se traduce un texto escrito por otro, aunque uno le da importancia a los detalles, no se olvida nunca del plan general de la obra, mientras que, tratándose de un texto propio, el riesgo de perderse en detalles intrascendentes al que uno les tiene demasiado apego es alto. Lo bueno de la autotraducción, no obstante, es que permite comprobar la «solidez», digamos, de un texto literario, ya que terminamos escribiéndolo dos veces. Igual, yo creo que traducir textos ajenos es más enriquecedor y desafiante como trabajo. Traducirse a uno mismo nace más bien de la necesidad.
Traducís prosa pero también poesía, del español pero también del inglés, ¿cómo te enfrentás a los distintos géneros e idiomas?
De manera muy instintiva, siempre. Después, una vez metido en el trabajo, el instinto se va refinando y uno se arma las reglas de juego que le son necesarias para trasladar la voz del autor de un idioma al otro (unas reglas inspiradas de lo que, a mi parecer, fueron las reglas que el propio autor se impuso al escribir su texto, es decir que la traducción es, para bien o para mal, una interpretación). En este sentido, no hay muchas diferencias entre prosa y poesía, traducir desde el inglés o desde el español. Claro que la poesía es lo más exigente y también lo que le da más libertad interpretativa al traductor. Más que de una libertad, acaso se trata de una obligación, que puede resultar muy placentera. Del inglés, solo traduje una novela, pero muy larga. La búsqueda documental o de vocabulario difiere, por supuesto, pero la tarea en sí, no tanto.
Entre las cosas que se vienen está la publicación de la novela La virgen cabeza (Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2009), de Gabriela Cabezón Cámara, y tradujiste poesía de Osvaldo Lamborghini para la revista online Catastrophes, dos autores que hacen un uso muy especial del argot rioplatenes, ¿cómo resolvés este tipo de situaciones en francés?
Trato de evitar lo que generalmente no me convence del todo en las traducciones de lo coloquial y de la gauchesca (dos elementos presentes, salvando las diferencias, en los autores que citás) y del argot en general: es decir, la conversión de un argot local en otro argot local, como si los dos fueran equivalentes, lo que obviamente no son, no solamente por lo diferente de los contextos, sino por las «plasticidades» idiosincráticas de cada idioma. Se puede ver esto en las traducciones de las letras de tango, el pasaje del lunfardo porteño al argot parisino de las canciones populares, es decir una adaptación cultural no muy convincente. Claro que la adaptación cultural es inevitable, y a veces da resultados excelentes (un ejemplo icónico sería las traducciones de Puig y Cortázar por Laure Bataillon), pero yo creo en un equilibrio acaso ilusorio entre adaptación y extrañeza. A veces, también, se pueden mantener algunos términos sin traducir; no por pereza, sino por mantener cierta carga intransferible. En el caso de novelas como La virgen cabeza, la pregunta que uno se hace es: ¿cómo traducir palabras del tipo negro o pibes chorros, etc.? ¿Es mejor traducir estas palabras de una manera más neutra o buscando en el registro de lo que sería un contexto político-social equivalente? Lamborghini es un caso aparte; estamos en el campo de lo que se suele llamar lo intraducible; no solamente hay dificultades de vocabulario, sino de ritmo, de sonido, de juegos con el significante, etc. Se trata de un caso límite: ¿mis traducciones de algunos de sus poemas son traducciones o versiones? Hay que buscar un equilibrio delicado entre la pérdida y el hallazgo.
Tu interés parece estar en una tradición de escritura más desafiante, incluso experimental: entrevistaste a Aira, a Guebel, tradujiste a Katchadjian, a Gorodischer, ¿cómo funcionan o qué lugar ocupan estas obras en el sistema literario francés una vez que son traducidas?
Guebel es un escritor extraordinario, de lo más fino que la literatura argentina puede ofrecer. Tengo inédita una traducción de su novela milyunanochesca La Perla del Emperador, para la que, pese a mis intentos, no logré convencer a ninguna editorial. Me pasó lo mismo con otro autor que me gusta mucho, que tiene también una obra arriesgada y de una gran delicadeza: Sergio Delgado. Esto dice algo, creo, de la recepción que tiene este tipo de literatura en Francia. La traducción es un mercado, hay pocos lectores para los libros que salen de ciertas normas y no siguen las pautas de un texto «cerrado», digamos. Entonces, dado que publicar una traducción tiene costos económicos altos, muchos editores prefieren no arriesgarse. Claro que no todo es tan negativo: al libro de Katchadjian que traduje le fue bien, por ejemplo, la tirada se agotó; alguien como Aira tiene sus lectores y buenas críticas. A Levrero, por el momento, le cuesta entrar, pero veremos que va a pasar con las próximas traducciones. Gorodischer es otro caso aparte: la editorial que me encargó la traducción de su novela Trafalgar —un libro a mi juicio delicioso— ya había publicado su libro Kalpa Imperial con cierto éxito. Pero como se trata de una escritora muy libre y de difícil encasillamiento, a ciertos lectores les cuesta entender que sus libros no se parecen entre sí. Ella usa elementos de la literatura de género, pero no es una escritora de género, y esto complica su recepción. Al sistema literario francés le gusta clasificar y está dominado por algunas figuras mediáticas que escriben sobre «temas de sociedad»; tiende entonces a relegar a la marginalidad las obras más raras o libres, y esto se refleja en la recepción de la literatura extranjera.
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