crónicas
El apartamento de al lado: Munro y Kitsilano
Por Rosario Lázaro Igoa / Lunes 14 de mayo de 2018
Foto: Reg Innell
Vancouver visto desde Kitsilano y a través de los ojos de Rosario Lázaro Igoa, en una crónica que deambula por un vecindario tranquilo, entre calles con nombres de árboles, que seguramente recorrieron Alice Munro y sus personajes.
No sé si por el parqué desgastado, o por los vidrios dobles y turbios, o por la moqué vetusta que empezaba en la entrada abajo y terminaba justo en mi puerta. O por el formato de la cocina de esmalte, verdosa, hornallas eléctricas como resortes incandescentes, todo muy noble a pesar de los años. O por las lámparas de calor del baño, la tina rosada, el linóleo del piso, la mugre duradera detrás de los artefactos. O por la lavandería en el sótano, donde nunca encontré a nadie. O por los vecinos que miraban de reojo, y no se atrevían a enfocar los ojos de frente, escurridizos en aquel edificio que parecía un casino devenido en vivienda social. Todo en el barrio más hípster de la ciudad. Solo sé que aquel apartamento en Kitsilano (o el de al lado), podía ser perfectamente el mismo de la tarde adúltera en «Lo que se recuerda», de Alice Munro.
En efecto, el apartamento estaba a dos cuadras de Arbutus Street, donde dicen que vivió Munro de joven, recién llegada de Ontario. Cypress, Maple, Arbutus, calles todas con nombres de árboles. Caminé demasiado por ese barrio de casas de madera y viviendas populares sobrevivientes a la suba de precios. Munro vivió en un lugar oscuro, por lo que cuenta. Paría hijas y escribía para salir a flote. Pero su calle era más linda que la mía, y terminaba justo en el parque junto al mar. Fue fácil imaginarla caminando entre los troncos de la playa, en una ciudad que recuerda como la más sexualmente anodina de sus periplos canadienses. En los cincuenta tampoco habían llegado los hippies, que después les vendieron sus casotas de madera a chinos que andan en autos lujosos por el barrio. Tal vez ya estuviera la tienda de segunda mano, la que una vez por mes liquidaba libros a un dólar. Fue ahí que me hice de la colección de Munros de tapa dura y papel de gramaje pecaminoso. Encontré los libros perdidos entre guías de viaje de lugares tropicales a donde los canadienses se expatriaban en enero. Otros los leí en la biblioteca del barrio, donde supo trabajar la pequeña novia en «La isla de Cortés».
Mi apartamento custodiaba una suciedad porfiada con techo bajo, paredes estucadas y calefacción constante. A la entrada del edificio, sobre una mesa, los vecinos depositaban sus donaciones: corbatas, tallarines de arroz, zapatos charolados para calzar a un Sasquatch. Los objetos quedaban ahí por días, intocados. La falta de gracia impregnaba la vida. Varias veces me demoré en el palié, imaginando que vería entrar a Meriel y Eric Asher. «Lo que se recuerda» se pasea primero por el Vancouver de las islas, los ferries, los seres monótonos, pero llenos de ardor. Ardor tímido, si es que se puede. Velorio y visita a un geriátrico en Lynn Valley. Besos desbocados en el Stanley Park.
Cuando por fin están en la cama, Meriel imagina que en vez de estar en un apartamento prestado en Kitsilano, podrían estar en un hotel. Figura las maniobras para esconderse del conserje, de los empleados, sus gestos, las evasivas. Moldea el recuerdo porque sabe que no se va a repetir. Mejor un hotel que esa habitación que no dice nada con ese hombre que no le dice nada. Pero ahí están, en un apartamento que podría haber sido el mío, o el de al lado de casa. Un cubículo vacío, indiferente al sexo crudo de estos dos seres que nunca más se van a ver. Más tarde, Meriel se toma el ferry a las islas, donde en realidad vive. Porfiado, su recuerdo tendrá el olor rancio de la moqué de la entrada, o el de la calefacción siempre prendida.
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