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Desde Madrid

Por Marianella Morena / Jueves 18 de octubre de 2018
Foto: Gerardo Sanz

Marianella Morena se encuentra en Madrid, de gira con su último estreno: Bombardeo, una coproducción uruguayo-española, y desde tierras transatlánticas nos acerca sus diarios, en los que reflexiona sobre cómo el arte se hace su paso entre los encuentros humanos que implica la obra teatral, y cómo es hacer teatro en Uruguay para el resto del mundo.

Estoy en España, estrenamos Bombardeo el 6 de octubre en el teatro Calderón, en una producción española con equipo uruguayo, y ahora estamos de gira.

Hace unos días, una periodista de El País de Madrid me hizo una nota, en la que me preguntó por las diferencias y similitudes entre el teatro uruguayo y el español.

Quizá sean muchas cosas que nos unen y otras tantas que nos separan, pero cada uno elige qué nombrar y qué olvidar; como todo, la subjetividad es un himno en esta contemporaneidad.

Yo elijo nombrar la ausencia de pasado autoral histórico, y desde ese lugar hemos crecido, libres, rebeldes, autónomos, sin la presión de rendir homenaje. Que pudimos independizarnos de la jerarquía impuesta por una educación que nos ponía Europa o Argentina como padres artísticos, imperiosos y necesarios, únicos. Y fuimos y vamos por una palabra propia, que no es menor, que no nos achicamos, a pesar de una bocina constante que nos decía: «Los de afuera son mejores». La terquedad nos ha dado buenos resultados. La obstinación nos da herramientas para la derrota. La piel dura, que no es la sensibilidad muerta, ni la falta de investigación. Es caminar firme hacia las decisiones, a pesar de los gritos, de los alaridos, las alarmas y el ruido constante: no. Ese no que no favorece a nuestro teatro, a nuestros creadores. Desde ese lugar reivindico el lenguaje que nos da marco de exportación. Desde esa apropiación sin licencia para soñar es que se levanta dueño y valiente nuestro teatro: desde la irreverencia es que las artes escénicas uruguayas se campanean sin culpa, sin miedo, ni vergüenza, y mucho menos sin pedir autorización.

Entonces, cuando uno adquiere confianza, nace el artista, la mirada propia, el yo creador.

Podrá interesar o no, ser apreciado o no, pero tiene la fuerza de lo auténtico, que se erige consciente y revelador de una época, de un discurso y de un relato.

Si bien es verdad que los artistas de todas partes se quejan de sus condiciones, las varas comparativas son imposibles, y no me refiero a presupuestos, que sería irrisorio de poner uno al lado del otro, hablo del lugar que se ha construido desde lo educativo hasta lo cultural, desde las infraestructuras hasta el trabajar siempre en blanco, desde que los teatros públicos pagan caché a los espectáculos que exhiben en sus salas. Criterios que no son solamente de programación, sino de cómo se destinan los dineros y de qué lugar ocupan los artistas en la distribución jerárquica de una sociedad.

Sin ánimo de abrir la puerta de la queja, la cual es abismal, intento poner luz sobre hechos, sobre circunstancias y realidades que nos trascienden.

Difícil tener lucidez epocal y distancia para ordenar, difícil ser justo y equilibrado; pero uno intenta la reflexión, dar lo mejor de sí, y compartir las experiencias.

Porque el arte teatral es eso esencialmente: encuentros humanos.

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