Los libros de mi vida: Horacio Cavallo
Por Horacio Cavallo / Jueves 10 de abril de 2025

«Elefante», siglo XVIII-XIC, Nápoles. The MET Collection.
Desde los libros idealizados de la infancia a los descubrimientos decisivos de la adolescencia, Horacio Cavallo rememora qué lecturas lo fueron marcando en un camino que incluye, claro, la escritura. Además, como reconoce, surgen líneas para interpretar su propio universo de afinidades: «Está a la vista que mis intereses iban por la literatura del Río de la Plata, o del sur americano».
Si bien mi padre fue un voraz lector a lo largo de su vida, los únicos libros que estaban a la vista en la casa de mi infancia eran los veinte tomos de El tesoro de la juventud dentro de una pequeña biblioteca de madera, hecha a medida. Mi padre aseguraba haber obtenido todo su conocimiento de esos libros que, durante mucho tiempo, nos entretuvieron a mi hermana y a mí con relatos tradicionales, fenómenos de la biología, pasajes de la historia de la humanidad, y piques para manualidades en la sección de juegos y pasatiempos.
Los libros de mi padre estaban apilados en los cajones de una cómoda y en unas cajas cerradas en el garaje. Solo los veíamos de a uno, cuando él detenía la lectura para contestarnos alguna pregunta. Una vez intercambiamos libros: yo busqué que las Narraciones de Arthur Gordon Pym le recordaran su infancia llena de piratas y él me dio La costa de los mosquitos, porque conocía mi interés por el Quiroga selvático, y el personaje de Paul Theroux —evidentemente se lo había recordado—. Si bien compartíamos el gusto por la lectura —cuando pienso en mi infancia en todo el tiempo de ocio mi padre está leyendo—, elegíamos libros de mundos diferentes.
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A mis seis o siete años conocí el primer libro que se diferenció de los demás. Fue un libro que leían en clase, en la Escuela 11. Recuerdo cómo entraba la luz por la ventana para caer sobre la falda de una mujer que nos leía en voz alta Ami, el niño de las estrellas, un bestseller chileno de la época, que me sedujo sobre todo por abrirme a la posibilidad de conocer un ser de otro mundo, pero más por dejar en claro que, aunque lo pareciera, un libro no era algo inanimado.
Más tarde, por orden de llegada, los libros de Elige tu propia aventura unificaron lectura con excitación. Ser parte de la trama, en el entendido de poder optar, me pareció del orden de lo maravilloso. Y como también eran libros muy populares, en ese momento fueron y vinieron a casas de amigos y compañeros de la escuela, generando esa parte social que también tiene la lectura.
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A los doce o trece empecé a leer novelitas de terror. Las cambiaba en Tristán Narvaja, por donde paseábamos cada domingo con mis padres y mi hermana. En esas librerías medio oscuras, con libros usadísimos a los que mi madre consideraba fuente de todas las bacterias del mundo, obvié las novelas de romance y las de cowboys y empecé a coquetear con las de terror. Pero recuerdo sobre todo una de esas novelitas —por supuesto que ni el título ni el autor— que me dio un miedo espectral. Creo que cursaba sexto de escuela porque el recuerdo me lleva al dormitorio de esos años, y al miedo trasmitido al objeto: ¿qué pasaba si mi padre o mi madre me encontraban ese libro? De la trama solo recuerdo lo siguiente: un hombre entraba a una casa y mataba a toda una familia, despedazándola, niños incluidos. Fue mi primer (involuntario) acercamiento al gore. Muy descriptivo, muy sugerente. Si bien no debía ser un gran autor me metió tanto en esa historia que nunca olvidé ese episodio. Y sobre todo recuerdo el miedo que me dio no saber cómo hacer para desaparecer ese libro antes de que me lo encontraran, como si se tratara de la evidencia de que yo mismo había matado a toda esa familia.
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En esos recorridos por las librerías de Tristán Narvaja canjeé los cuentos completos de Poe. Lo hice sin tener mucha idea de quién era (la calavera roja de la tapa sobre fondo celeste me guiñó un agujero) y sin saber quién era el traductor y el prologuista: un tal Cortázar. Las treinta o cuarenta páginas del prólogo habían sido escindidas en una gloriosa operación, digna del doctor Frankensetein en sus mejores tiempos. Lo lamenté años más tarde, cuando comprendí quién era el prologuista. Pero lo conservo como uno de mis libros más viejos y más queridos, al que he vuelto a lo largo del tiempo, para visitar sobre todo a Ligeia, a Morella y a Berenice.
La que tenía biblioteca era mi abuela paterna, y como la visitábamos varias veces a la semana, era un refugio cuando el aburrimiento se imponía. Tenía un diccionario de tres tomos muy gordos que vivíamos consultando con mi hermana, sobre todo por las ilustraciones. También un ejemplar de Cuentos de la selva, que había comprado en un viaje a Madrid, y que ojalá haya llevado al editor (o al caratulista) a la cárcel. Constaba de un gran elefante con un hombre de turbante encima. De niño no advertí que la tapa y la selva de Quiroga no tenían nada que ver, y disfruté los cuentos, aunque a veces se hacían largos. También lo conservo, con varias páginas firmadas por mi abuela, que tenía la manía de garabatear sus iniciales en determinados rincones de todos los libros de su biblioteca.
Ahí conocí a Onetti y, si bien no pude leerlo enseguida, El pozo, que me llevé sin devolver, me abrió a una nueva experiencia literaria unos años después.
Pero antes fue Cortázar, y ahí sí lamenté el prólogo robado (ya no la carta). Y lo más extraño es que desde entonces mi vínculo con un autor implicó leer toda su obra y luego su biografía. Coincidió esto, de manera casi misteriosa, con que cada vez que cruzaba a Buenos Aires había una biografía de un autor que yo estaba leyendo mucho. Cuando Cortázar, una de Mario Goloboff. Cuando Roberto Arlt y sus impresionantes Los siete locos y Los Lanzallamas (libros que me hubiera tatuado en la espalda, de tener el coraje), una de Omar Borré. Y cuando me enamoré de la sencillez y la hondura de Haroldo Conti, una impecable de Néstor Restivo y Camilo Sánchez. Está a la vista que mis intereses iban por la literatura del Río de la Plata, o del sur americano. Si bien había leído y seguiría leyendo los clásicos (El asno de oro, de Lucio Apuleyo, me sigue pareciendo uno de los inventos más acabados de la escritura universal), evitaba la literatura estadounidense contemporánea (y la española), que muchos colegas adoraban, sobre todo si había que aparcar coches y traer rosquillas de la nevera.
En los últimos años me entusiasmé mucho con libros de cuentos populares: los italianos recopilados por Calvino, los mexicanos por Fabio Morábito, los de Ángela Carter, el maravilloso Pentameron tienen un lugar preferencial en mi biblioteca. A su vez, dos libros que me encantaron con la acepción literal de la palabra, «cantan» sobre la lectura y la escritura: El idioma materno, de Fabio Morábito y Extraño oficio, de Maria Teresa Andruetto. Uno sobre el otro en la cabecera de mi cama, para repasarlos a cada rato.