Uno no dice lo que quiere, sino lo que le dejan decir. Los espacios y jerarquías discursivas son marcadas por los que «llegan primero» a un área de problemas, o por aquellos que los formulan del modo más incidente en la mayoría de receptores. En ese sentido, el discurso positivista latinoamericano era demasiado cercano, demasiado mimético al original como para generar otra cosa que la apariencia de un eco. En cambio, el discurso identitario, americanista de Martí, Rodó y sus continuadores resultó «original». Un discurso que hacía énfasis en lo único, para un continente que estaba buscando su «segunda independencia» cultural.

Ese discurso identitario tuvo mucho mejor recepción en Europa y Estados Unidos que el positivista, aunque es fácil mostrar que fue el segundo el que dio frutos de desarrollo y justicia social más consistentes en América del Sur. Esto se explica porque a los países centrales no les interesa realmente la evaluación de las ventajas sociales de los discursos (eso sería mezclar dos niveles que son distintos, el de la economía y el de la dialéctica), sino que su pertenencia se juega en el ámbito discursivo mismo. En ese ámbito, pareciera que las afirmaciones americanas de pertenencia a Occidente (es decir, a la razón, al liberalismo político y al libre mercado) no son pertinentes, porque suenan como una «copia».

La pregunta que corresponde hacer, ante este acomodamiento discursivo mutuo, que deja a América Latina el lado de lo irracional, lo «mágico», lo «original», etc. es una que solo los latinoamericanos deben contestar: ¿Ha dado tal posicionamiento discursivo, después de cien años de vigencia, una clara muestra de estar llevando al continente en el sentido correcto de la justicia social y el desarrollo humano y cultural de sus habitantes?